Irma Serrano: una serenata para la primera dama
Estamos en la Residencia de Los Pinos, es la madrugada del 4 de abril de 1969. Medio año antes se dieron los eventos por los que Gustavo Díaz Ordaz pasó a la historia —toda la labor de su gestión quedó opacada por la masacre del 2 de octubre, consecuencia de la cerrazón de su gobierno que se resume muy bien con las palabras que pronunció en su cuarto informe de gobierno el septiembre anterior: “Hemos sido tolerantes hasta excesos criticados”—. El presidente y su esposa, Guadalupe Borja, duermen. Las tensiones de los eventos del pasado año le cobran factura al presidente que tiene problemas gastrointestinales, mientras que la primera dama se muestra nerviosa, poco a poco ha dejado de acudir a los eventos que la requieren. Es el cumpleaños de Guadalupe, en la cocina ya se prepara la comida, han llegado flores y demás preparativos para la fiesta. Por ello no es extraño para el Estado Mayor Presidencial que un grupo de mariachis se presente a esta hora: una serenata para la primera dama.
Los mariachis, a indicaciones de los guardias, se colocan bajo la ventana de la recamara donde duerme la pareja presidencial. Con el grupo va una cantante, que para muchos de los miembros del Estado Mayor no es ninguna desconocida: Irma Serrano. Está enfundada en un traje de mariachi, la falda negra con botonadura de plata entallada que hace resaltar su figura. Lanza una mirada desafiante con sus ojos verdes enmarcados en gruesas y largas pestañas, como si una cámara estuviera registrando el momento y le hiciera un close up dramático; no hay necesidad de las cámaras, es cierto, que para eso estamos aquí, para suplirlas —no hay un film en blanco y negro que capte la voz de la cantante, como lo hay, por ejemplo, de Marilyn Monroe cantándole Happy birthday, mister president a Kennedy—. Un ligero temblor en los gruesos y rojos labios delata, si ponemos atención, que el desafío que está por hacer la amedrenta, podría echarse para atrás, regresar por donde ha venido. Pero el arrepentimiento no forma parte de su vocabulario, se dio valor antes de cruzar las puertas del recinto de los Pinos y se lo da ahora. Habla consigo misma, piensa en la niña de Comitán, Chiapas, que ganaba todas las peleas, que no se amedrentaba al enfrentarse a niñas más grandes o niños que podrían ser más fuertes. Nadie me ganaba, se dice, qué me voy a rajar ahora que sólo voy a cantar; pero esa misma voz la pone a pensar en que le va a cantar a la primera dama.
Para nadie en el Estado Mayor es ningún secreto que hasta hace unas semanas el mandatario sostenía una relación con la cantante y actriz. Lo llevaron no pocas veces a la casa en la calle Peñas en el Pedregal de San Ángel —inmueble que por lo demás él le obsequió—. Podrían pedirle que se retire, que no haga escándalos, pero también, como nosotros, quieren ver la serenata que va a ofrecer.
Los mariachis empiezan a tocar, uno de ellos lleva un acordeón, aunque no es instrumento común entre ellos, sí necesario para la canción que están tocando. Se escucha la potente voz de Irma:
Yo trataba un casado,
pero ya se me acabó,
su mujer lo había celado,
con otras, conmigo no.
La música despierta a la pareja presidencial, ambos reconocen la voz que está cantando. La voz que, por lo demás, imprime mucho sentimiento a su interpretación. No sabemos cuáles son las amargas palabras que doña Lupe le dirige a Gustavo, a fin de cuentas están en su alcoba, dejémoslos en su intimidad y sólo consignemos que hay palabras recriminatorias para el jefe del ejecutivo —a las tensiones propias de regir el destino de casi cincuenta millones de mexicanos y las preocupaciones por los movimientos estudiantiles y la represión que su gobierno ejerció en los meses pasados se sumaban desde hacía meses los reclamos que la primera dama le hacía por el amorío que tenía con la cantante—. Además, les debemos un poco de privacidad, ya los hemos visto acostados en su cama, ¿no es ya demasiado andar oyendo sus peleas conyugales? Sólo digamos que hubo palabras, sobre todo de doña Lupita hacia su marido, y que estás fueron de todo menos dulces.
Más después de tanto y tanto
su mujer lo sorprendió,
a él le dio cinco balazos
a mí de milagro no.
Irma sigue cantando, una sonrisa de desafío se dibuja en su rostro, sobre todo cuando ve las luces encendidas de la recamara donde sabe que la primera dama dormía. Aquella serenata era, a fin de cuentas, para ella que está cumpliendo cincuenta y cuatro años. Con una diferencia de dos décadas entre el nacimiento de una y otra, Irma sabe que la juventud, aunque a sus treinta y cinco años no es que sea precisamente joven, y su belleza son dos de los rasgos que atrajeron al presidente, el tercero fue el filo de su lengua y de su ingenio.
El presidente sin haberse cambiado y apenas se puso encima la bata de dormir sale de la recamara. Antes de que termine de cerrarse la puerta podemos ver por el quicio la mirada, que conjuga el nerviosismo y el enojo de doña Lupe, que se queda con los brazos cruzados sobre la cama.
Mis amigos preguntaban:
¿Irmita pos qué paso?
En el verso que es pregunta los mariachis corean a la cantante, mientras ella baila al ritmo de la música y sin dejar de lanzar su sonrisa retadora.
Pos que cuando más yo lo amaba
la gorda nos sorprendió.
Aquí, Irma ha intencionalmente cambiado la letra compuesta por Basilio Villareal y Pepe Albarrán, porque ellos escribieron “la otra nos sorprendió”.
Yo trataba un casado
por ser el mejor querer.
Pero con lo que ha pasado
pos ya no lo vuelvo a ver.
Las cortinas de la recamara presidencial se mueven apenas un poco, alguien allá arriba quiere ver a la cantante. Desde acá abajo no distinguimos gran cosa, quien sea —no finjamos demencia, puede que Irma no esté segura quien se asoma, pero nosotros sabemos que en ese cuarto no queda nadie más que la primera dama—. La punta de unos dedos, que son los que han movido la cortina, es todo cuanto se puede percibir, además, es la madrugada, tampoco tenemos tan buena vista y doña Lupe se cuidó de que su silueta no se distinguiera a contra luz de la lámpara que el presidente encendió cuando empezó aquella serenata —tampoco se atrevió a apagarla porque hubiera sido evidente que quería ver qué pasaba allá abajo y ese gusto no pensaba dárselo a la encueratriz esa, que era como se refería a la amante de su esposo cuando se veía en la penosa situación de hablar de ella, como hizo meses atrás cuando habló con Luisito, para pedirle que le boicotearan todo proyecto en que trabajara—.
El presidente sale de la residencia y camina hacia el grupo de artistas. Los miembros del Estado Mayor Presidencial se acercan y caminan detrás de él, algunos temen haber metido la pata al no haber corrido a la cantante antes de que empezara a cantar.
Mis amigos preguntaban:
¿Irmita pos qué paso?
Pos que cuando más yo lo amaba
la gorda nos sorprendió.
Irma nos ofrece una interpretación como si estuviera frente a miles de personas, se sabe vista y admirada, aunque en este momento, fuera de nosotros que ni siquiera sabe que estamos aquí, el Estado Mayor y algunos jardineros y la gente que debería estar en las faenas de la cocina, no tiene un público como tal. O, mejor dicho, su público son dos personas, una que se acerca a largas zancadas y que decide los destinos de millones y la otra, allá arriba, que se asoma desde la ventana.
Yo trataba un casado
por ser el mejor querer.
Pero con lo que ha pasado
pos ya no lo vuelvo a hacer.
Y los mariachis le responden:
¡Ya no lo vuelvas a hacer! Máaaas
El presidente, con una mueca que puede ser una sonrisa de no ser que no refleja alegría alguna, se para enfrente de Irma. Ella le clava la mirada, está enojada, después de todo y a pesar de los regalos y los cinco años y medio juntos él la ha dejado. Con toda la fuerza que le es posible le da una cachetada al presidente. Los miembros del Estado Mayor sacan sus armas y cortan cartucho. Gustavo con una mano se soba el golpe que acaba de recibir y levanta la otra para detener a sus guardias.
Vienen las agrias palabras de una pareja que ha terminado, dimes y diretes que no tiene caso presenciar. Lo principal ya lo hemos visto, Irma ha venido hasta los Pinos a darle una serenata a la primera dama porque ella se enteró de su amorío con el presidente; Irma le dio una cachetada a Gustavo Díaz Ordaz.
Por supuesto que esta escena sólo se ha conocido por una persona que la contó en varias ocasiones, Irma Serrano misma, que en ese 1969 todavía no era la Tigresa, ese apodo se lo ganaría un par de años después cuando se hizo una historieta de ella con ese título. Pero, dado el personaje que ella fue no es improbable que haya pasado y que lo haya hecho más o menos en los términos que ella dio —y a partir de los cuales es que los he invitado a presenciarla—. Esta escena capta muy bien las diferentes dimensiones del personaje de la Tigresa, por una parte —su fascinación con el poder, su presencia escénica, el escándalo, su beligerancia— y, por otra parte, del momento histórico los vínculos entre la gente del poder y del espectáculo (Irma Serrano no ha sido la única mujer de la farándula a quien se le ha vinculado con los presidentes de la república, ya no se diga con políticos), los guardias presidenciales dispuestos a ejecutar a una persona que le faltó al respeto a su jefe.
Según las diversas memorias que llegó a escribir —ella aseguraba haber estudiado literatura y fue prima de Rosario Castellanos, a cuya casa llegó cuando emigró a la Ciudad de México— desde los años setentas y las entrevistas que fue dando a lo largo del tiempo —que se fueron volviendo más esporádicas desde que ella dejó de vivir en la capital y se mudó a su natal Chiapas— la serenata que Irma le llevó a la esposa de Gustavo Díaz Ordaz marcó el final de la relación que la actriz y el político tuvieron. Una relación en la que él le dio no sólo una casa, si no la cama de la emperatriz Carlota, mueble que años más tarde devolvió al Castillo de Chapultepec.
La Tigresa en ese momento estaba en uno de sus momentos de mayor popularidad, sus películas eran transmitidas en todos los cines y sus canciones se escuchaban en todas las radios del país. Éxito que mantuvo en la década siguiente y al que sumó su presencia en el teatro, en la que mostró su veta disruptiva, pues comenzó con una obra titulada Lucrecia Borgia en la que se desnudaba —cuando se presentó en Ciudad Juárez algunos panistas se presentaron en el teatro a lanzar piedras acusándola de inmoral—. Fue en esta década, en 1973, en la que adquirió el histórico teatro de la calle Donceles, al que rebautizó con el nombre con el que es conocido hasta el día de hoy: Teatro Fru Fru. Ahí, en 1984, Irma junto con Nancy Cárdenas —escritora y una de las primeras activistas de los derechos de las personas de la diversidad sexo-genérica, la primera que en televisión abierta en 1973 salió del closet— hicieron el drama musical El pozo de la soledad, basándose en la novela homónima de Radclyffe Hall, en la que mostraban una relación lésbica en escena (entre Cárdenas y Serrano).
En la última década del siglo XX Serrano incursionó directamente en política, llegando a ser diputada federal y senadora de 1994 a 2000. En ese periodo se caracterizó por su beligerancia en tribuna y enfrentamiento a diversas figuras como a Carlos Salinas de Gortari. Es en esa época cuando respalda a Andrés Manuel López Obrador en su candidatura a la gubernatura de Tabasco en 1994.
En la década del 2000 protagonizó varios escándalos, a los que ella años más tarde en una entrevista calificó de puntadas, sobre su vida privada y sus relaciones con hombres mucho más jóvenes que ella o con el embarazo que no llegó a término.
Con una mirada penetrante, tanto que sus ojos enmarcados en gruesas pestañas y sus cejas arqueadas con el lunar casi en medio de ellas está presente en las portadas de sus libros (A calzón amarrado, A calzón quitado, Sin pelos en la lengua y Una loca en la polaca), Irma Serrano, la Tigresa, es al mismo tiempo una rara avis de la política y la farándula mexicanas, como una figura que condensó a lo largo de su vida las luces y las sombras de esas dos esferas de la vida pública de nuestro país.