Ídolos sobre el escombro: 20 años de la caída del WTC
I can do only two things for them—
describe this flight
and not add a last line.
-Wisława Szymborska, “Photograph from September 11”
1. Zoom-In
Establecer un preámbulo a los sucesos del 11 de septiembre de 2001 sería quizás caer en una redundancia. A 20 años de los ataques de al-Quaeda en contra de las Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York, difícilmente queda algo por decir: se han escrito novelas, poemas, se han filmado películas, se ha repartido la culpa en debates que no aportan nada al duelo.
Sobre Nueva York se pueden apuntar, sin embargo, algunos factores importantes, aunque igualmente sabidos: la ciudad encarna el espectáculo estadounidense de la glorificación de las comodidades. No por nada la cultura popular se ha encargado de trivializarla y de volverla el escenario de incontables relatos mucho antes del 2001. Manhattan, en particular, es el epicentro de incontables narrativas, y el horizonte cubierto de rascacielos, incluyendo a las Torres Gemelas, por mucho tiempo fue un símbolo de la ciudad. Este es el centro, Manhattan; es decir, el centro hegemónico de la ciudad, gentrificado y comodizado y sin embargo retratado como la Nueva York en las definiciones de la cultura popular. En ese centro, en el que se encontraban las Torres, a un lado del monumento memorial, se encuentra hoy también el desconcierto: el Oculus.
The Oculus es una estructura diseñada por Santiago Calatrava, arquitecto español que en 2004 presentó su diseño para el nuevo centro de transporte del WTC. Tras el ataque a las Torres Gemelas, la estación de metro que quedaba directamente bajo ellas, una de las más transitadas en Nueva York, así como su centro comercial, quedaron inutilizables.
Calatrava diseño el Oculus como un espacio que pudiera ser comparado a Grand Central, la estación de trenes clásica de Nueva York, y que pudiera servir como un espacio del que los neoyorquinos se sintieran orgullosos. Wiki Arquitectura menciona que “el edificio está diseñado para iluminar la estación de tren subterránea y el centro comercial que se inauguró en marzo de 2016, desdibujando la línea entre una estación de ferrocarril, un centro comercial y un túnel peatonal. El gran espacio creado en su interior, elegante y moderno, con sus tiendas y restaurantes se convirtió rápidamente en una atracción en el Bajo Manhattan, no sólo para los usuarios de transportes sino también para el público en general.” Así mismo, la página genera lazos entre la sorprendente forma de la estructura y los motivos que se pueden encontrar en ella: las alas del arca del triunfo, una mandolra bizantina o un querubín. Para Calatrava, la forma se resume como “la imagen de un pájaro liberado de las manos de un niño,” un símbolo de libertad y un lugar común recurrente en el imaginario estadounidense blanco. La estructura, sin embargo, genera una sensación distinta. Se le ha comparado, debido a sus múltiples columnas (costillas) blancas, al interior de una ballena colosal. Podría ser también el interior de una gigantesca iglesia.
Es significativo esto, ya que pone en yuxtaposición a la tragedia y a la devoción. Dentro del Oculus, precisamente en el espacio que correspondería a la nave de una iglesia, se encuentra el Westfield, el centro comercial más grande de Manhattan. En palabras de Larry Silverstein, empresario a cargo del proyecto del Westfield, “El diseño que desarrollamos […] no solo planea reconstruir el espacio de venta que se perdió el 11 de septiembre, sino superar por mucho lo que ahí había antes. Queremos construir un verdadero destino de visita para turistas y compradores, un centro que comparta muchos de los atributos de los grandes centros de venta de la ciudad.”
Estamos en Nueva York, capital mundial del consumo. Estamos en Manhattan, el ideal estadounidense de un modelo de vida que es, o trivial pero útil para el orden imperante, o que representa la ambiciosa riqueza de proporciones rockefellerianas. Estamos en el Oculus, la iglesia-paloma que se sumerge bajo tierra para llegar, finalmente, al Westfield, el centro comercial más grande de la ciudad de Nueva York, donde cada año, el 11 de septiembre, el techo móvil se desliza para iluminar con luz natural la Apple Store, Banana Republic, Lacoste, MAC.
2. Buy more shit!
El concepto del centro comercial tiene variados orígenes: por un lado, se puede argumentar que tanto los bazares de medio oriente como los tianguis mesoamericanos suponen formas previas de centros comerciales. Sin embargo, si seguimos la línea de tradición, podemos encontrar en Francia el origen del centro comercial como lo conocemos hoy en día. Quienes hayan leído a Baudelaire recordarán su fascinación con la multitud y con el flâneur que recorría los paisajes urbanos parisinos, donde los pasajes comerciales surgían por primera vez y que suponían un espectáculo, tanto para quien quería ir a comprar, como para quien se contentaba con solo observar, escaparate por escaparate, los artículos exhibidos. De esta tradición también participa Benjamin, quién examina el momento histórico como fundacional. Sobre las reflexiones de Benjamin, Patricia Trujillo, investigadora de la Universidad Nacional de Colombia, menciona la relación devocional entre el consumo en este tipo de pasajes y sus implicaciones para quienes los frecuentan. “Ferias y pasajes comerciales son los templos de la mercancía, que para Benjamin como para Marx es la forma dominante de la vida social moderna.”
Baudelaire escribe en El pintor de la vida moderna que “el hombre acaba por parecerse a lo que querría ser”. A más de un siglo de su aseveramiento, la cultura del consumo paradójicamente nos acerca a esta noción al mismo tiempo que la pone en jaque. Si bien Baudelaire se refería al porte de una persona, a la forma en que las expresiones faciales se quedan grabadas en el rostro de quien las proyecta, es cierto también que, dentro de una cultura en la que cualquier moda es obtenible, una cultura en la que la personalidad es definida a través de un aesthetic que involucra tanto nuestras publicaciones de redes sociales como nuestro guardarropa, los individuos se definen a partir de su consumo. Por otro lado, como bien apunta el Comité Invisible en La insurrección que llega, este tipo de cultura nos da solamente moldes prefabricados de lo que podríamos llegar a ser. En este sentido, la libertad de nuestra identidad queda escindida por los moldes disfrazados de libre albedrío que se nos presentan. “El Yo no es quien está en crisis en nosotros, sino la forma con que se busca imprimirlo en nosotros. Se quiere hacer de nosotros unos Yo claramente delimitados, separados, clasificables y censables por cualidades, en resumen: controlables, cuando somos criaturas entre nuestros semejantes, carne viva tejiendo la carne del mundo.”
Regresando a la cuestión del shopping mall, el concepto de un centro comercial completamente cerrado, que imite la experiencia del peatón europeo, es decir, del flâneur, y que busque de manera consciente generar una competencia de mercado, llega a Estados Unidos a mediados del siglo pasado. Victor Gruen, arquitecto vienés, es quien pone el enfoque en la peatonalidad del consumo, del paseo, o promenade en francés, y la vuelve una realidad. Su diseño, el Southdale Shopping Center en Edina, Minesotta, se volvió rápidamente un éxito comercial que se expandió a lo largo y ancho de los Estados Unidos antes de ser exportado como capital cultural y comercial de consumo. Cualquier centro comercial sigue la misma fórmula de Gruen: dos tiendas departamentales grandes, ubicadas en cada extremo del centro comercial (Palacio de Hierro y Liverpool, por ejemplo), con otras tiendas más pequeñas entre estas, un área para comer en un espacio que simula el aire libre y, principalmente, amplios espacios para caminar.
La propuesta de Gruen surge sobre todo como una crítica a un país que cada vez dependía más de los automóviles para transportarse. Hasta ese momento, los centros comerciales eran exteriores, con un estacionamiento y tiendas que daban a ese estacionamiento, y había que salir de cada tienda para entrar en la otra. Además, el Southdale Shopping Center estaba ubicado en un suburbio del área metropolitana de Minneapolis. El suburbio era otro concepto que se desarrollaba a gran velocidad durante estos años: a través de la mediatización, se idealizaba la vida alejada de la ciudad, en vecindarios tranquilos, callados y homogéneos.
Otra noción también se solidificaba durante estos años: la cultura de consumo masivo. En 1925, el entonces presidente Calvin Coolidge, proclamó, “the chief business of the American people is business”. En otras palabras, perdiendo el juego de palabras en inglés, Coolidge dice que el interés principal del pueblo estadounidense es hacer negocios, pero el sentido de business también implica en este caso cualquier tipo de transacción. Esta golden age estadounidense ha quedado retratada en el imaginario colectivo a través de los afiches de Norman Rockwell, la glorificación de la moda de los 50s, 60s y 70s, incontables pin-ups, y la percepción, ahora obsoleta, de un futuro de mercancías infinitas.
Mark Fisher exploró ya los efectos que tales pasados tuvieron en nuestra percepción del futuro. El concepto del “modo nostalgia” que utiliza para describir la música de Amy Winehouse o de los Arctic Monkeys (que serviría también para hablar de Lana del Rey, con su disco Norman Fucking Rockwell!) explora una tendencia apremiante del siglo XXI: la retro-ificación de nuestras comodidades. En nuestro consumo, no vemos ya hacia delante, sino que buscamos conseguir aquellos productos que nos remitan a una época más simple, más feliz -aunque sea solo nuestra percepción de esa felicidad por no haber vivido esa época-, un tiempo pasado idealizado en nuestro problemático presente. Coleccionamos discos de vinil para reproducir en nuestro tocadiscos fabricado en China el año pasado pero que da la apariencia de haber salido de los 50s (y viene con bluetooth incluido). La moda “hipster” de principios de los 2010s buscaba un regreso a la época de los mostachos encerados y los tirantes. Incluso ahora, en Youtube, las canciones con las que crecimos aquelles que nacimos en la generación del 90 al 96 ya dejan ver comentarios demasiado familiares escritos por las generaciones del milenio actual: “Quisiera haber nacido antes para haber vivido esta música.”
Teniendo esta tendencia por la nostalgia presente, no debería resultar sorprendente en lo absoluto que los ataques al WTC que inauguraron el milenio hayan generado tal reacción en los corazones y las carteras del pueblo estadounidense. Playeras con la leyenda “I ♥ NY”, globos de nieve con las Torres Gemelas, e incluso un libro fotográfico con imágenes de la tragedia, incluida la caída de la Torre Norte, se vendieron o, más bien, fueron compradas como parte del proceso de duelo estadounidense.
3. Novus ordo seclorum
El Westfield dentro del Oculus contiene dos diferencias principales con respecto al diseño de centro comercial tradicional de Gruen. En primer lugar, no se encuentra en un suburbio: muy por el contrario, se encuentra en el centro de Manhattan. La cultura de Nueva York es ya una cultura peatonal; tener un coche en la ciudad es casi impensable y, por lo mismo, uno de los símbolos de la ciudad en el imaginario popular es el famoso taxi amarillo. De esto deviene la segunda diferencia importante: no hay grandes tiendas departamentales. En su lugar, se encuentra la estación de metro y la estación del PATH, que conecta a Nueva York con Nueva Jersey, hacia abajo, y se encuentra el mundo exterior hacia arriba. En este sentido, el centro comercial Westfield te obliga a transitar por entre sus tiendas para poder moverte dentro de ella, explotando así una de las más famosas técnicas de los centros comerciales, y no muy diferente de la genuflexión que ciertos centros de rezo exigían al entrar.
Sobre el diseño del Oculus y su relación tan cercana con el ataque al WTC, Calatrava aclara, “podemos superarlo al diseñar un edificio que sea utilizado por cientos de miles de personas cada día, que en este caso, es un edificio lleno de vida. No es un monumento a la muerte; es un monumento a la vida”. La vida continúa, de manera a veces absurda, frente al rostro de la tragedia. Si para Benjamin la calle conducía a un tiempo de la infancia, la cualidad atemporal de Nueva York, el palimpsesto que se genera al colocar un centro comercial en la Zona Cero del desastre, parece retar cualquier infancia y hacerla enfrentarse a un mundo en cambio perpetuo y acelerado. Como ejemplo secundario, podemos tomar también la demencia de Times Square. Durante los años 70s y 80s, Times Square fue el epicentro de la pornografía neoyorquina. Sus edificios albergaban cines eróticos y sus tiendas vendían revistas pornográficas para todos los gustos. Estos productos, sin embargo, fueron cambiados por otros igual de lujuriosos. El Times Square de hoy en día es en todos los sentidos la Mecca del capitalismo: es difícil no marearse o no contraer un dolor de cabeza al estar simplemente de pie entre sus cientos de pantallas, colores, luces, ofertas, rebajas. Todo mundo está vendiendo algo. Nada es lo que solía ser. La nostalgia está finamente calibrada para dejarnos ver lo que conviene ser visto y para ocultar las zonas erógenas de una ciudad cuya cualidad pía parece simplemente ser la exaltación de otro tipo de sentidos.
El consumo como forma de devoción estadounidense tiene que ver con una historia arraigada fuertemente en el industrialismo y en un sentido de nacionalismo construido meticulosamente a través de la compra-venta. Para Guy Deborde, “la mercancía abundante está allí como la ruptura absoluta de un desarrollo orgánico de las necesidades sociales. Su acumulación mecánica libera un artificial ilimitado, ante el que el deseo viviente queda
desarmado. La potencia acumulativa de un artificial independiente lleva consigo por todas partes la falsificación de la vida social.” Pero no se puede dar una falsificación cuando la misma vida social gira en torno al consumo. Es decir, si bien es un estilo de vida falsificado, hace mucho ya que la falsificación fue aceptada como el modelo a seguir. El consumo de bienes simbólicos posterior al 11 de septiembre deja esto claro. En palabras de Dana Heller, editora del libro The Selling of 9/11: How a National Tragedy Became a Commodity, “Los consumidores estadounidenses fueron tanto testigos como partícipes de la rápida transformación de los ataques al World Trade Center a bienes de consumo enfocados en re-empaquetar emociones caóticas y turbulentas, reduciéndolas a un nacionalismo piadoso, quasi-religioso.”
Es en este sentido que Debord hablaba de la fetichización de la mercancía, la cual sirve para la cultura del espectáculo en tanto “el mundo sensible se encuentra reemplazado por una selección de imágenes que existe por encima de él y que al mismo tiempo se ha hecho reconocer como lo sensible por excelencia”. El proceso de consumo cumple entonces una función similar a la del rezo: al ser partícipes del ritual, los consumidores estadounidenses entablan una relación personal con el gran sistema deíficado que les rige, y del cuál se enorgullecen. Pero esta relación, como ocurre en el rezo, es meramente simbólica y unilateral. Basta observar el frenesí que año tras año se genera en incontables WalMarts al llegar el temido Black Friday. La lucha de los cuerpos por asir los bienes que están dispuestos a consumir se observa como una catarsis en la que la pelea, la sangre y la satisfacción de comprar algo a un precio relativamente menor a su precio habitual son partes fundamentales del ritual. No hay milagros en la religión del capitalismo y, si los hay, casi siempre llegan en la forma de una rebaja durante la semana de Acción de Gracias.
4. The Eye of the Beholder
Así como las rebajas del Black Friday, que podría ser aptamente traducido al español como Viernes Oscurecido, sirven para ocultar los hechos históricos que marcan el genocidio de los pueblos originarios del territorio estadounidense, así el consumo post-11 de septiembre genera una cortina de humo que corta la mirada antes de que pueda llegar demasiado lejos. Heller afirma, “estos procesos reflejan las múltiples funciones de los bienes de consumo relacionados al 11 de septiembre, entre cuyas funciones se encuentra la de barrera al entendimiento histórico, una distracción simplificada que aleja de las preguntas más complejas e incómodas que los ataques generan en muchas personas, preguntas tales como ‘¿Por qué nos odian?’” En los intercambios íntimos entre comprador desapercibido y el Moloch al que le reza, preguntas como esta no tienen lugar.
El Oculus seguirá siendo uno de los centros de transporte y, por ende, centros comerciales, más concurridos del mundo. Bajo su símbolo de paloma-iglesia y su nombre, que parece hacer alusión al ojo por encima de la pirámide en el reverso del billete de dólar gringo, nos recuerda una de las tantas formas en que el ataque a las Torres Gemelas alteró el orden mundial. El USA Patriot Act, una ley cuyo acrónimo se lee Ley para unir y fortalecer América proveyendo las herramientas apropiadas, requeridas para impedir y obstaculizar el terrorismo, inaugurada mes y medio después de los ataques, sentó las bases para un nuevo tipo de vigilancia, por medio del cual el gobierno de Estados Unidos permitió el monitoreo de los correos electrónicos y las llamadas telefónicas de sus habitantes. Y si bien la guerra de la información había dado inicio desde los infames roces entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el 11 de septiembre cambió el panorama una vez más. Por el momento, en Nueva York se sabe que el día del aniversario, como cada año desde su apertura, el Oculus abrirá su techo y mirará al cielo, observando quién sabe cuántos aviones pasar.