Tierra Adentro
Ilustración por David Sauceda.

A partir de dos de las acepciones de la palabra “hospitalidad”, Giorgio Lavezzaro intenta recobrar su significado: desde el ejercicio de paciencia del enfermo en un hospital hasta el indigente que es acogido para paliar, aunque sea de manera provisional, sus males. En ambos casos, se trata de dejarse enteramente en las manos del otro.

 

Tres

A Julieta, compañía y palabra,

inquebrantable cada vez

(Del lat. hospitalĭtas, -ātis).

3. f. Estancia de los enfermos

en el hospital.

 

Despertar en la madrugada, temblando. Levantarse a buscar una pastilla, todas ellas, para aligerar la piel convulsa. Dudar frente a la prescripción indicada pero también sobre qué hacer. Regresar, tras el fracaso, a la cama. Palpar la permanencia del temblor desde los pies hasta los dientes. Pensar en la última salida: ir al hospital.

No tuve seguro social durante un tiempo. Implicaba vivir en la incertidumbre frente a la posibilidad de que el cuerpo sucumbiera a la enfermedad o al accidente. Pero ahora que estoy asegurado sé que esto implica una paradoja: no estar seguro de que, en caso de enfermar, se pueda tener atención. La primera vez que caí en una sala de urgencias conocí el eufemismo del lenguaje frente al apremio; no importa si es por una bala o un agujero en el estómago, una fractura o una luxación, un parto o un intento de suicidio, siempre hay filas en donde formarse, gente esperando camas, doctores o el alivio de la muerte. La burocracia que permea en las instituciones hospitalarias fractura el amparo que se espera de un médico.

Es imposible saber esto la primera vez. Fantaseaba con llegar a la sala de urgencias y que estuviera habitada, repleta, por doctores —éticos y profesionales— listos para recibir cualquier enfermedad; que el cuerpo humano ha sido traducido desde sus síntomas, que no hay dudas frente al diagnóstico o el tratamiento; que llamamos doctores a los médicos porque apelamos a ese halo metafísico que los exime del error. Pero no es así, creemos demasiado en los simulacros cinematográficos y, durante la enfermedad, la fe aflora. O el imaginario colectivo se desborda en la figura del médico e imaginamos que ellos dejan de ser humanos, susceptibles de error, por el hecho mismo de que se deposita, ciegamente, la vida en su tacto.

Salir durante la madrugada rumbo al hospital. No saber a dónde ir. Intentar un pensamiento rápido, lúcido. Fracasar. Depender, enteramente, de la pareja. Confiar en que frente al peligro de muerte —fantasma implícito del dolor súbito— ella sabrá qué hacer. Llegar entonces a la sala de urgencias luego del trayecto incómodo, tortuoso, de un lapso que parece inagotable.

Lo primero que me sorprendió al llegar a la sala de espera fue la gente que se acumula y se instala: pacientes, de la enfermedad o de la espera. Lo segundo que me sacudió fue olvidar al mundo y pensar, exclusivamente, en mí. Como si en ese momento no me interesaran los males ajenos, sólo saber cuánto tiempo pasaría entre el dolor y la cura —porque asumía, otra vez víctima de la mentira o la fe, que la encontraría en ese lugar.

Al inicio pensaba con cierta ira, aunque fuera por instantes, que nadie merecía atención antes de mí; deseaba, con la misma rabia efímera, que nadie estorbara mi camino. En ese lapso miraba de soslayo a la gente aglomerada en el mismo cuarto y me parecía inverosímil que todos tuvieran emergencias al mismo tiempo. Después, al ver la fila en la que habría que ser paciente, llegó un cierto alivio —aunque ahora sé que fue producto del azar—: apenas una persona más iba a urgencias, aunque había muchos enfermos en la sala. Luego llegó la espera.

Aguardar. Ver las caras y los cuerpos rápidamente, como en fuga: apenas pasar la vista por los otros como una caricia involuntaria. Ensayar historias detrás de algún paciente. Abandonarlas de inmediato por el dolor que, por un momento, se olvida; como si llegar al hospital implicara por añadidura el alivio. Ver con más detalle quién va delante en la fila. Imaginar qué le ocurre haciendo un collage con los comentarios de los familiares, las imágenes de sus rostros, las facciones del paciente y la fantasía propia. Diagnosticar con premura y juzgar: no es más grave que lo propio. Luego saber la realidad y resignarse. El otro llegó primero.

En los gestos de los pacientes adivinaba su estado. Si en sus ojos anidaba el desasosiego, era un familiar. Era un enfermo, en cambio, si la boca o el rostro se deformaban con el malestar del cuerpo o de la carne viva o de los órganos pudriéndose. Luego intentaba hacer un conteo: diez, treinta, cincuenta personas. Quería saber qué hacían ahí los enfermos que no tenían una urgencia. Pero el dolor descompone el pensamiento y las preguntas quedaban sin respuesta. Frente al padecer propio, la primera vez que se encarna la urgencia parece imposible ser compasivo.

Los minutos se agolpaban, implacables, con el sufrimiento. Cada segundo agrandaba el malestar que antes se había atenuado frente al oasis de la posible mejoría. Un solo paciente antes y, de cualquier modo, esperar. La demora en la atención en la sala de urgencias es la más larga. Luego de estar estático por un tiempo la inquietud se desborda; fue posible pasar al médico, al fin, pero en esa ocasión, la ironía derrumbó la fe.

El médico residente me revisaba de acuerdo al manual (pasante en toda forma, casi médico de estancia pasajera en ese hospital). Hacía las preguntas que se deben formular según los síntomas referidos —o a los que sí prestó atención—. Cuando el residente no encontró la respuesta que buscaba, llegó la verdadera ironía, plagada de angustia: el médico no sabía qué hacer. Entonces no quedó sino atender a la improvisación: las preguntas necias, los callejones, las pruebas de gabinete o lo que ordene el médico —aun si la orden sólo sirve para que el residente ensaye: como en los partos en que una incisión es innecesaria pero se foguea, una y otra vez, hasta que la navaja hiende la carne, pues el interno necesita aprender a usar el escalpelo en un paciente vivo.

Recordar de pronto la toma de un medicamento nuevo. Pensar en sus efectos secundarios. No. Eso no es. Hay algo mal. Sentir un dolor tan preciso que abarca todo el cuerpo; aunque se focaliza en un órgano particular, migra por todos los sistemas, infectando al organismo. Provoca el temblor.

Le dije al médico cuál podría ser la causa desde el ínfimo saber que todos albergamos —la intuición—: le comenté del medicamento y el dolor insistente debajo de las costillas, pero algunos doctores cuentan con párpados al interior del oído y los pueden cerrar a voluntad —sea por el juicio experto que acalla al profano, sea por la presión o el cansancio—; como si no hubiesen escuchado nunca aquel adagio que dicta “lo doctor no quita lo pendejo” o como si, presas del terror que provoca el equívoco en materias sanitarias, se negaran a escuchar sus propios errores.

Obedecí las indicaciones porque no tenía otra opción: estaba en un edificio de Salubridad, sin seguro médico o manera de pagar atención privada. Sólo quedaba aguardar o tener confianza en que el médico hallaría la respuesta; por eso no me importó que la solución fuera someterme a un electrocardiograma cuando el dolor provenía del hígado —aunque en ese momento no era posible saber que me dolía ese órgano porque el conjunto de los síntomas no parecían abrazar esa idea—. El médico no había escuchado que sentía un dolor agudo debajo de las costillas, del lado derecho; o lo escuchó pero no pudo estructurar alguna hipótesis que le permitiera formular el diagnóstico.

Entonces sentí la resignación hasta el órgano del cuerpo en que palpitaba la agonía —porque con los fantasmas desbordados tenía la idea, fugaz pero terca, de que podía morir.

Ilustración por David Sauceda.

Ilustración por David Sauceda.

Tomar el cuerpo propio junto a la orden del doctor arrastrando el paso. Acudir a otro departamento del hospital sólo para ver que el técnico no está. Enfrentarse, otra vez, a la espera. Desear desde el suplicio no ser más paciente, sea porque de pronto la enfermedad se agote, se canse o termine de surgir, o porque ya no se tenga que permanecer —en el hospital o en la vida—. Mirar, desde la “atención” médica, cómo transcurren residentes con el tempo raudo, personas que parecen hacer su servicio o prácticas profesionales con el cronómetro en los pasos. Imaginar, desde la impaciencia, que sólo buscan liberarse del asunto de servir con la acumulación de horas.

Le pregunté a cada hombre o mujer uniformada por el técnico que debería estar en cardiología, pero fue igual o menos productivo que contar las líneas en el suelo. Cada enfermera o residente o especialista o médico parecía tener algo mejor que hacer: estaban por comer o tomar algo —iban con sus meriendas o cafés en mano, sin voltear a ver—, estaban por terminar su turno o, incluso, verdaderamente atendían a otro paciente que, para este punto, parecía la excepción más que la norma. El resultado era el mismo. Se yaga al decir “señorita”, “disculpe”, “perdón que lo interrumpa”, “¿podría ayudarme?” y otras fórmulas que buscan llamar, ya sin fe, un milagro: recibir atención dentro del hospital. Se llaga al escuchar “ahora no”, “estoy ocupado” o el silencio, sin mirada o gesto alguno, cuando el personal hospitalario pasa de largo. A veces la espera hace más daño que la enfermedad misma.

Luego de minutos que pesaron como horas, llegó el encargado; noté que era un practicante más —aunque a todas horas los residentes reciben su instrucción novel en la práctica médica, recibe la novatada quien fantasea con que en algún momento del día una eminencia curará el malestar: los doctores también necesitan aprender—. Luego me sometí a indicaciones frías como la plancha de metal en la que me tendí. “Quítese la camisa. Quítese objetos metálicos. Sí, también la cadena y el anillo”. Cada orden se sentía como si el muchacho dijera “me interrumpe, quiero regresar a lo que estaba”. Fue un ejercicio de conformidad. Guardé silencio mientras el técnico puso, desde su celular, música a todo volumen; dimití de la palabra y acaté el modo en que la realidad se me imponía, a puñetazos.

Desear, con las pocas fuerzas que se acopian, que el mal migre hacia el personal hospitalario. La primera vez que se enfrenta la manera en que la burocracia muta e infecta cualquier edificio gubernamental, la rabia invade el cuerpo, lo afecta más que la enfermedad. Querer entonces que cualquiera encarne el malestar propio, el médico profano, los residentes o los técnicos sordos, y que el personal pruebe la espera desde el otro espectro de la burocracia.

Luego del silencio retorné a la sala en donde la multitud aguardaba, mientras el médico residente, ahora desaparecido, volvía a su consultorio. Cuando estuve ahí, una sensación transmitida desde el ambiente se filtró por mi nariz: olía a enfermedad. Luego de que la madrugada se hizo más oscura con el giro de las saetas del reloj, el dolor se hizo tolerable, no porque disminuyera sino porque se fue convirtiendo en norma. Con la costumbre del mal en el cuerpo es posible ignorar, por ratos, su opresiva estancia en el organismo. Entonces pude volver la vista a los pacientes e intenté, como al principio, descifrar sus motivos de consulta.

La respuesta llegó con el arribo de un nuevo enfermo, sitiado en una camilla. Los camilleros hablaban encima suyo creyendo que la enfermedad lo hacía olvidar el español. “Tiene el estómago perforado”, dijo uno como si fuese algo cotidiano  lidiar con un agujero en las vísceras o como si, con ese gesto, pudiera convencer a alguien —¿a quién?— de que el enfermo fuera atendido pronto; “no viene con familiares”, remató con cierto pesar, acaso porque debía acompañarlo mientras lo archivaban o quizá porque era nuevo, como yo, y no sabía qué hacer. “No hay cama disponible; hay otro enfermo con la misma situación que llegó primero”, contestó el otro, monótono, conforme con el sistema hospitalario, acostumbrado. La revelación me golpeó desde la mirada enferma de quien agonizaba frente a mí, solitario, desde la angarilla: los otros pacientes no tenían una emergencia, simplemente no tenían otra opción más que permanecer: estaban ahí, como el recién llegado, aguardando que una cama se desocupara —por la salvación o la muerte—, presos de la inmovilidad.

A veces, la enfermedad misma es más tolerable que la espera. Pero otras veces, la espera misma puede curar. Tras el martirio de la (des)atención hospitalaria llegó un hombre claramente malherido —el del vientre horadado—, con el malestar colgando de la voz, y éste parecía mirar el padecer de otro ser humano. ¿Cómo podía compadecerse de alguien más cuando él mismo estaba agonizando? No dijo nada con los labios pero su mirada parecía transmitir el mensaje: él ya había estado ahí antes, sabía lo que enfrentaba al llegar a un hospital de gobierno y por eso podía, o así lo imagino, compadecer a quien sufría más que él, acaso un anciano con la cadera rota o una mujer con una fuente sanguínea brotando de sus sienes. Entonces, casi de improviso, salí del trance de la enfermedad, ese que revuelve los deseos propios hasta la desesperación. Regresó de golpe la compañía que siempre estuvo ahí, no porque se hubiera ido sino porque había dejado de notarla por estar sumido en la incomprensión del sistema. Volví a notarla a ella, quien también preguntó a los doctores, que buscó por sí misma al técnico o que sostuvo mi mano, consuelo máximo en la enfermedad, cuando el temblor no cesaba. De pronto entendí que si no apalabré nada sobre el dolor o la queja, no fue porque haya sido estoico o mudo, sino por el latido que palpitaba cerca, ese que procuró que su voz fuera mi grito o un reclamo. Ella fue quien verdaderamente supo que en el infierno de la espera, enfermos y familiares se vuelven una hermandad.

 

Uno

A papá Enrique, por encarnar la

hospitalidad

1. f. Virtud que se ejercita con

peregrinos, menesterosos y

desvalidos, recogiéndolos

y prestándoles la debida

asistencia en sus necesidades.

 

Despertar en el asfalto, con la testa a punto de romperse. Sentir, desde el cobijo de la calle, la desesperación, la sed que ahoga. La garganta partida en dos emite sólo onomatopeyas de la ciudad o de la bestia interna; chirriar como el óxido o emitir un bramido. Palpar la crudeza del sol a mediodía. Ver la sombra, oasis del ardor, a unos cuantos metros. Percibir que el cuerpo no logra incorporarse. Intentar la memoria, recordar cómo se llegó hasta ahí. Pero la cabeza a reventar, el sol y la sed bloquean las imágenes. Sumirse en la impotencia.

¿Qué pasa cuando se llega a casa y hay un hombre tirado, dormido o intentando el bálsamo del sueño, frente a tu pórtico? ¿Se mide la suerte propia al comparar o llega el franco desprecio y, con él, la manera de nombrar a un hombre borracho que padece resaca? Un indigente. A partir de los conceptos se hace una categoría. Al nombrarlo se puede, casi de forma involuntaria, ensayar escenarios de cómo llegó ahí:

El abuso del alcohol y la falta de trabajo hicieron que su familia, luego de soportar robos y maltratos, lo echara, al fin, a la calle. Verlo convertido en maleante, pandillero o miembro de una banda, asesino a sueldo que, en una mala jugada, terminó en prisión y luego, tras no hallar cómo levantarse, terminó en la calle. Puede ser de otra forma:

La decisión amotinada, inentendible para el mundo. La resistencia última a toda atadura social y llevarla hasta el extremo: la vida sin horarios o reglas que acatar. Pudo ser diferente: La pérdida de empleo, la búsqueda frenética, la soledad; luego el robo, la cárcel, el ciclo que se repite. Esa misma historia puede tener variaciones:

El desempleo, sí, pero luego el hambre. Deambular por medios propios, subir al transporte con dulces o discos, bajar con la misma mercancía y menos voz; luego el desalojo de la vivienda: la calle, al final, luego de la angustia y el extravío en los callejones, la posible locura. Revolver las variantes:

No hay desempleo ni familia, sólo un hombre libre que se instala en la calle, que no necesita nada salvo el hambre y lo que sea que llene el estómago. Sortea el mundo con lo que tiene dentro de un costal: un par de mudas, acaso un cuaderno y una botella de licor; trotamundos o viajero del camino.

Pero luego una especie de reflejo, narciso torcido en los desechos, nos hace ensayar, otra vez:

Sólo un accidente. Una mañana o una tarde sale de casa y un autobús rompe los esquemas y los huesos; luego el hospital, mientras la conciencia regresa. La amnesia, el desalojo hospitalario, la calle; después el rumbo extraviado, la pérdida del lenguaje, de todo contacto con el mundo. Entonces ese indigente se vuelve espejo de una realidad que nos provoca horror: podría ser uno mismo.

Pero fantasear con dejarlo entrar en casa, darle alimento, acaso ofrecerle baño o cama, implica sucumbir a los demonios del miedo. La fantasía del ladrón o el asesino o el monstruo regresa cuando se intenta sortear el bulto del suelo para llegar hasta el portón del edificio. Bien, se piensa, puede que no merezca la calle pero tampoco es menester ayudarlo; quizá se pueda entrar sin que lo note para que cada quién siga en lo suyo. Pero es imposible pasar desapercibido porque el cuerpo en el piso bloquea el paso por completo y, al brincarlo, el bulto despertará.

Sudar el miedo. Sentir la presencia de otro, luego de un día completo de sombras que pasan y regresan. Evocar el dolor en las costillas, quizá rotas o molidas, la visión nublada del recuerdo que empaña la certeza. No saber si los moretones vienen de una caída, un encuentro a golpes o la punta del pie de alguien que arremetió contra la carne trémula. Provocar, con el miedo, el espasmo. Temblar, como si la única defensa del cuerpo fuera moverse, aun en el mismo sitio. Murmurar un rezo. Pedir, a la nada, piedad.

Se entra a casa, solo, pero con la imagen prendida de las sienes. No es posible desprenderse, rápidamente, del cuerpo que habita el terreno que ya no es propio: la frontera que divide la posibilidad de un hogar o un refugio de la calle. Se siente la intranquilidad cuando uno se desviste, sin pudor, en el cobijo que el cemento procura frente al desamparo; esa angustia que vive debajo de la piel, que no admite confort externo, que habita la conciencia. Se usa el baño para vaciar el cuerpo sólo para encontrar alivio y a la vez incomodidad; la imagen del bulto en la entrada, envuelto en el hedor de sus propios desechos, acaso mojado todavía de orina, llega hasta las fosas nasales. Precipitarse, entonces, a la regadera: se tiene la sensación, incluso el asco, de que algo de aquel bulto se pegó, aunque sea el olor. El agua caliente, el jabón y los productos para el cabello no funcionan porque, aunque el aroma se va por completo, hay algo que se metió debajo del humor y sigue palpitando con la niebla que levita de la piel humeante, incluso cuando el vaho de los espejos se ha secado. El disgusto regresa con la cena porque los alimentos llevan, escondidos, el reclamo por un estómago vacío, de días o semanas, y no se sacian con el hambre efímera, apetito “clasemediero”. Luego vienen las arcadas secas, el regusto de la comida, las agruras por el exceso, un malestar que ya no se puede disimular.

Entonces se fantasea con que el malestar es culpa del miserable en la puerta. Se piensa que, aunque éste pueda parecer pacífico, podría traer una horda violenta a su barrio. ¿Qué pasaría si llega otro, otros, con el mismo sino y se instalan, ¡a vivir!, en la entrada del edificio? Se los podría echar —¿es lícito correr a alguien de la calle?—, pero ¿con qué argumento si no han hecho nada, si ni siquiera han llegado? El problema es sólo uno (quien habita en el pórtico), pero ¿y si trae consigo, no una comuna indigente, sino un problema sanitario, chinches o liendres? Es una posibilidad. Uno se quiere convencer o formular argumentos para seguir huyendo de un malestar que viene de adentro. ¿Se debería hacer algo para quitarlo de ese lugar de la calle —¡si es tan amplia, por qué se instaló justo ahí!—? ¿Cómo se recobra la tranquilidad que se ha vulnerado?

Notar el frío, a quemarropa, que saja la piel. Comenzar el bruxismo hasta sentir en la mandíbula castañas, hasta que los dientes se parten y se astillan: castañear. Saberse, de pronto, semidesnudo, sentir la inutilidad del pudor. Luego el sufrimiento irrefrenable del estómago, la disentería que obliga a los sólidos a volverse agua, ceder al impulso del esfínter indomable y derramarse sobre sí mismo. Sentir un alivio mínimo con el calor de la orina que, antes de que el ambiente enfríe, genera una tibieza que se parece al confort. Intentar levantarse, buscar cualquier cosa para limpiar el desastre; rendirse ante la imposibilidad de estar en pie. Luego el mareo, el hambre que roe las vísceras. Las arcadas secas, el regusto del mezcal. La resaca que es más que la resaca, una abstinencia tal que puede matar de sed etílica.

Ilustración por David Sauceda.

Ilustración por David Sauceda.

Es imposible seguir con el simulacro. Hay un resabio de malestar inentendible, una suerte de culpa que provoca insomnio. Como si el único modo de pagar —¿qué, por cierto?— fuera la permanencia en vela, cuidando, desde la fantasía, el malestar del indigente. Luego sobreviene un gesto de rabia, de incomprensión. No hay manera de saber qué ocurrió antes de que llegara a la calle ni cómo llegó hasta ahí; además, no es posible ayudar a todo el mundo —se intenta el consuelo en un lugar común—. Luego, un desfile imaginario de manos vacías regresan al recuerdo; todas las que han quedado extendidas en espera de caridad y que, por una razón u otra, han permanecido esperando luego de que se transcurre, con la vista oblicua o el paso rápido o la sentencia corta: ahora no. Pero no es cosa de uno que exista la pobreza, que el mundo tenga esas vallas infranqueables. ¿Por qué la intranquilidad? Podría ser cualquiera. Vuelve el fantasma. Se siente en la carne el azar incomprensible que nos ha colocado de este lado del muro y nos mantiene ahí.

Una suerte de empatía: se recuerdan aquellas estancias en las clínicas u hospitales, esas veces en que se estiró la mano para pedir clemencia y enfrascarse dentro de la justicia hospitalaria: trato igual para todos sin importar la circunstancia o el padecer. La fragilidad del accidente o la llegada inevitable de la enfermedad, esos instantes que arrastran hasta la sencillez del suelo, hasta los límites de lo humano. Volverse, de un momento a otro, pacientes —categoría similar a la del miserable pero dentro de un hospital—. Descubrirse a merced del mundo o convertirse en menesteroso. No gozar de simpatía ninguna o favores que impidan el suplicio; entregarse a la vulnerabilidad que implica dejarse abrir por el escalpelo o permitir que otro acomode un hueso roto. O verse en una sala desierta, esperando una radiografía y mirar cómo el mundo pasa, sin inmutarse, frente a tu dolor: espejismo del bulto frente a la entrada de casa. Está mal hecho el mundo. Desde ningún flanco de la muralla se ha edificado la civilidad debajo de la civilización.

Rogar porque cese el hambre o los temblores o el dolor. Sentir otra presencia, el daño de su tacto. Sumar escalofrío al pánico. Resistirse al contacto, querer soltarse. Y luego la voz que invita, que intenta ayudar. La desconfianza repta hasta los dientes y el reflejo de morder regresa: castañear. La insistencia de la voz o la mano que ya no lastima. Dejar de resistirse, ceder ante la posibilidad de una muerte pronta o el confort de la ayuda extranjera. En cualquier caso, el alivio. Imaginar qué clase de persona levanta a otra en la calle, en pleno siglo XXI. Acaso quien practica la medicina o la enfermería, alguien de ayuda humanitaria o quien busca desalojar las calles para dar albergue a la fuerza, un policía que traslada los cuerpos. Descartar las opciones de ayuda. Seguir los pasos que arrastran hasta alguna puerta. Disfrutar de todos modos del tacto suave o de la voz que da sosiego. Llegar a un sitio iluminado y perder los ojos, por segundos, frente al bruñido blanco de la luz artificial. Descubrir que es una casa —ni hospital ni albergue ni delegación—, que no es un médico o auxiliar humanitario o policía quien asiste, sino una persona cualquiera. O no cualquiera.

Las dudas y las reflexiones se interrumpen, porque se escucha que, en otro sitio, alguien, desde otra manera de ver el mismo evento, enfrenta el escenario de otro modo. Este es el espectro más insistente, el que quita la calma y llena de preguntas el ambiente: el que habita la contingencia de otra realidad. Porque hace saber que sí se podría hacer algo —quizá minúsculo, sí, pero bastante—: dar lo que se tiene, enfrentar la pequeñez desde la que uno mismo puede amparar a un extraño.

Otro ve lo mismo pero no lo mira igual: él contempla a un hombre en la calle, no a un bulto o indigente o miserable, con el estertor de la resaca; luego intuye el sol, implacable, que aplastó toda sombra durante el día; por fin adivina la sed, el hambre, el dolor de cabeza, porque no es difícil, en realidad, notar el panorama que ha vivido aquel día ese hombre en el suelo —el resto son fantasmas inútiles o desasosiego.

Ese otro le pide a su mujer que prepare algún alimento. El rostro femenino desaprueba el gesto humanitario pero luego es cómplice en la cocina y prepara algo para calmar el hambre mientras el otro dispone el fármaco para la abstinencia alcohólica. El hombre sucio espera en la estancia mientras el otro, que ya lo ha pasado a su casa, prepara un café con brandy, bien cargado, mientras la mujer sirve los platos. Alimento y trago o maná para el apetito. El hombre que ofrece aquellas viandas sabe, en el fondo, que el único mal que puede paliar es el de la cruda. El hombre que era sed, hambre y resaca se vuelve asombro, un pasmo que se ahoga por la avidez al comer y el alivio que proporciona el calor del brandy.

Cobijó al extranjero, debajo de los fantasmas del robo o el asesinato, y reveló a alguien que sufre y, como cualquiera que padece, agradece el alivio. Aquel hombre, quien ofreció lo que podía, dejó que el otro saliera de su casa, satisfecho, conmovido. Ese otro no aspira a la imagen del héroe, esa que implica emancipar del asfalto al “indigente” y volverlo un hombre “de provecho”. El hecho mismo de alterar por un día el padecer de otro es bastante, aunque nos parezca insuficiente y no calme la pobreza o la desigualdad o el hambre de una nación, un pueblo o un barrio.

El hombre de la historia lo sabe: se conforma con ver cómo, por una noche, llegó hasta el límite de sí mismo y una mano vacía se colmó, también por una noche.

Ilustración por David Sauceda.

Ilustración por David Sauceda.

 

 

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