Tierra Adentro
Portada de Crónicas de amor, de historia y de guerra de Guillermo Prieto, Fondo de Cultura Económica, 2021

Quizás usted, desocupado lector, recuerde a aquel caminante que se apostó en una cafetería en la antigua Calzada de la Tlaxpana y evocaba, con un cigarro en los labios, la presurosa marcha de los soldados de las huestes conquistadoras y cuyo relato se pergeñó en este mismo generoso espacio virtual. El tiempo y sus espirales le sirvieron para que la memoria cubriera esa noche —primero triste, después victoriosa— y pretextara un nuevo derrotero. Aquel caminante ha tomado un nuevo rumbo, esta vez dolorosamente ignoto, pero ha dejado sobre sus pasos páginas que dan cuenta del asombro con el que recorrió las calles de la Ciudad de México y de las lecciones que de ella dejaron sus caminantes que, como él, se anegaron la mirada con sus aromas y su lluvia; el ritmo cansino de su tráfago incesante de dos siglos erige la armonía de una historia tres veces fundada y resuena en los oídos de quien sabe escucharla. Como escribe Vicente Quirarte:

 

[…] la vagancia es un arte, una educación que se afina conforme se complican los códigos de la ciudad. El artista de la calle llevará la duración a ritmos exasperantes […] El vagabundo deambula por la ciudad sin conocimiento de causa; el flâneur lo hace sin causa, pero con conocimiento. Quien practica el segundo oficio, ejerce la ciudad y la domina.1

 

Para nuestro caminante, nuestra Ciudad no es la que le habla, es otra, una muy suya, es aquella de la que se apropió entre los versos de Gutiérrez Nájera y las canciones de Chava Flores; es la Ciudad que construyó en el “chasquidos de los besos” de Manuel M. Flores y en las peripatéticas andanzas de Regino Burrón y Borola Tacuche —sin olvidar a Avelino Pilongano, el poeta de versos cachetones y a tantos otros personajes que reflejaron la esencia de la calle—, hijos pródigos de otro insigne flâneur, don Gabriel Vargas. Sus sentidos se aprestaron a beberse las noches y a mitigar la festiva dolencia del día siguiente por calles en las que todavía se escuchan las líneas de Ángel de Campo, “Micrós”:

 

Por las callecitas no se pasean sino los céfiros; de cuando en cuando, un transeúnte, que siempre pasa de prisa y sin fijarse; un viejo convaleciente arrastrando los pies, sostenido por un “mozo” indígena y dos o tres cesantes que se hacen dobleces en una banca y rumian la eterna elegía de sus quincenas entre un gelatinero que dormita y una vendedora de juguetes que cabecea […] Ni en la Alameda, que ensordecen los ingratos organillos de los volantines; ni en la calzada de la Reforma, batida por vientos puros; ni en ese Chapultepec que haría la felicidad de las madres europeas, abunda como debiera la nota infantil.[efn-note]Ángel de Campo, “Aire libre”, en Kinetoscopio: las crónicas de Angel de Campo, Micrós, en El Universal (1896). Estudio preliminar, compilación y notas de Blanca Estela Treviño, México: UNAM, 2004, p. 150.[/efn_note]

Como Baudelaire, nuestro caminante ve en esos “pintores de la vida moderna” —Gutiérrez Nájera, los dos Flores, Vargas y Micrós— la oportunidad de descifrar su mundo. Si se pensara en alguna marca que los uniera, pudiera ser el de la “nota infantil”, de la que habla “Micrós”, primero, por la fascinación que produce la extrañeza de lo inédito; después, por el ímpetu febril del capricho. Entre los mencionados, quienes nacieron en el ya siglo pasado —el veinte—, alimentaron su obra de la vida de los barrios “populares” y su cotidianidad, así como la circunstancia de un país en eterna crisis; para los decimonónicos, además, fueron las constantes guerras intestinas y las invasiones extranjeras lo que conformó su dictum. Como nuestro caminante escribiera:

 

El diecinueve es un siglo decisivo; además de las luchas de independencia y de defensa del territorio nacional, el acomodamiento de fuerzas significó un esfuerzo de identificación. Particularmente azaroso, el siglo XIX mexicano es el despegue de una identificación como nación y como grupo humano; el arte y la literatura encaminan sus propósitos a reconocerse.2

El afán identitario de establecerse como nación, de reconocerse en ella misma, no es exclusivo de nuestro México; debe reconocerse que, en los primeros años del siglo XIX, toda América estaba en —o a punto de iniciar—un proceso independentista. Pedro Henríquez Ureña, autor prolífico e inagotable, propuso en su libro Las corrientes literarias en la América hispánica, la “declaración de la independencia intelectual” entre los años 1800 y 1830; también, Andrés Bello, en 1823, había escrito sus Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar i uniformar la ortografía en América, que preludiaría su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, junto a su “Alocución a la poesía”, en donde declaraba: “Divina Poesía/ tiempo es que dejes ya la culta Europa”.3 El reconocimiento de que la lengua, como esencia de la identidad, no era ya la misma que la española, puede constatarse en Bello, pero debe rastrearse hasta dos siglos antes, en nuestro caso, con Sor Juana Inés de la Cruz, que en palabras de nuestro caminante:

 

[…] recoge el asombro de Balbuena y de Cervantes de Salazar ante la nueva realidad americana, tan distinta de la española. Sor Juana, plenamente consciente de formar una identidad cultural que ya poco tiene que ver con la península, construye sus rimas sin cecear.4

 

Y añade:

 

Quizás los que tuvieron una visión más clara y una actitud decisiva en el proceso de establecer un concepto militante de americanidad hayan sido los jesuitas-humanistas del siglo XVIII. Diego José Abad, Rafael Landívar, Francisco Javier Alegre y Francisco Javier Clavijero como ejemplos connotados trabajan en un esfuerzo de comprender su nueva condición.5

 

A la necesidad de construir una identidad nacional, se sumó la incertidumbre de cómo hacerlo. Si bien se tenían los trabajos de autores como Francisco Sánchez de Tagle, Andrés Quintana Roo o Manuel Carpio —todos ellos nacidos a finales del siglo XVIII— que anunciaban la nueva constitución nacional, haría falta que en una figura se advocaran las distintas nociones de la incipiente patria: la riqueza y la marginación; la espada y la pluma; el santo Teatro Nacional y el Tarasquillo bienhechor; el exilio y el destierro: el oficio y el capricho.

En 1818, un martes 10 de febrero, José María Prieto Gamboa y María Josefa Pradillo y Estañol celebraban la llegada de José Guillermo Ramón Antonio Agustín Prieto Pradillo, quien sería testigo, actante y relator del devenir de una patria. Aquel que fuera el salvador de la Reforma, quien muriera pobre después de ser cuatro veces Ministro de Hacienda, quien acompañara a Juárez en su largo peregrinar en busca de establecer la República y viviera en carne propia tres intervenciones extranjeras vería la luz del mundo por primera vez en la calle del Portal de Tejada, número 5, junto al Convento de Santa Clara y los Betlemitas, esquina con la calle de Vergara.

Guillermo Prieto comenzó a saber de la vida y sus enseres en lo que en nuestros días se conoce como la calle de Mesones en el centro histórico de nuestra ciudad. Su padre, molinero, pudo darle una infancia que el mismo Prieto describiría como:

 

Vergeles deliciosos, murmuradores fuentes cristalinas, luz de aurora que transparenta el cielo y las estrellas, alados genios, deidades reclinadas en nubes de oro y nácar, de gualda y de topacio; y en las alturas, cantos tan melodiosos y sentidos que, arrobada el alma, flota, sueña, se encanta y deleita como desprendida de todo lo terreno.6

Sin embargo, pese a estos bucólicos primeros años, Prieto —quien naciera todavía en el México Insurgente— apenas atisbaba lo que sería su larga vida. A los diez años supo del Motín de la Acordada, acaecido por la inconformidad ante los resultados de las segundas elecciones presidenciales en México, en las cuales saldría electo Manuel Gómez Pedraza sobre Vicente Guerrero, y dirigido, entre otros, por José María Lobato y Lorenzo de Zavala: “un día nos despertó el estampido del cañón, las gentes corrían despavoridas, atravesaban las calles soldados con las espadas desnudas y cundía de boca en boca la nueva del pronunciamiento de la Acordada”.7

El convulso siglo XIX, en sus primeros años, forjó el carácter de Guillermo Prieto. Una de las fuentes primordiales para conocer su decimonónica historia es, sin lugar a dudas, Memorias de mis tiempos, quizás la obra más conocida del “más hospitalario de nuestros escritores”,8 como lo definiría Pedro Ángel Palou. Prieto comenzó la escritura de las Memorias el 2 de agosto de 1886, y aunque publicadas póstumamente, llegaron hasta nuestros días por los oficios pacientes y generosos de Nicolás León, quien ordenara meticulosamente las fojas que le entregara la viuda de Prieto.

Si bien en estas Memorias se encuentra, entre muchas otras cosas, un cuadro amplio de la vida cotidiana de la Ciudad de México, los juegos infantiles, los libros que se leían en ese entonces, lo que se comía y bebía, la vida casi rural de una urbe que todavía no comenzaba a bocetarse, Prieto comenzó a esbozar de manera más nutrida su cotidianidad en las publicaciones periódicas que se sucedieron durante todo el siglo XIX. Escribe Prieto:

 

[…] llegaron a México, coleccionados, algunos artículos de “El curioso parlante”, comenzados a publicar en 1836.

Yo, sin antecedente alguno, publicaba con el seudónimo de Don Benedetto mis primeros cuadros, y al ver que Mesonero quería escribir un Madrid antiguo y moderno, yo quise hacer lo mismo, alentado en mi empresa por Ramírez, mi inseparable compañero.9

Ramón de Mesonero Romanos fue un costumbrista español nacido en 1802 y fundador, en 1836, de El semanario pintoresco español, en donde aparecen los artículos —o cuadros de costumbres— a los que Prieto se refiere. En México, se publicaron a partir de 1840 en El Almacén Universal, aunque es claro que el mexicano ya tenía noticia de ellos. Es necesario destacar que, a decir de Enrique Rubio Cremades, Mesonero de Ramos confiesa en el capítulo “Adiós a la historia” de Memorias de un sesentón, que tuvo escaso interés por la política, de ahí que “[…] fundara una publicación propia exclusivamente ‘literaria, popular y pintoresca’ […] a semejanza de las que con los títulos Penny Magazine y Magasin Pittoresque había visto nacer en Londres y París”.10 Y es en esta cuestión en donde Prieto urdiría su propia visión y escritura, bajo uno de sus seudónimos más recordados: Fidel. Si Mesonero se alejó de la política, Prieto no sólo se acercó: la vivió, la hizo y la padeció. Incluso en sus cuadros de costumbres, la vena política que marcarían sus ocho décadas de vida está presente; para Prieto, el nombrarlo es visibilizarlo, y al hacerlo, se inscribe, de manera inmediata, en la polis.

 

Si se quiere moralidad y progreso, debe comenzarse por corregir las costumbres. ¿Y cuál es el paso previo? Conocerlas. ¿Y de qué manera mejor que describiéndolas con exactitud?11

 

Precedido por el Pensador mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi, acompañado de Facundo —José Tomás de Cuéllar— y sucedido por Ángel de Campo, Prieto ve en el cuadro costumbrista la oportunidad para señalar los vicios de una nación joven y titubeante:

 

[…] el verdadero espíritu de una revolución verdaderamente regeneradora ha de ser moral, los cuadros de costumbres adquieren suma importancia, aunque no sea más que poniendo a los ojos del vulgo, bajo el velo risueño de la alegoría y entre las flores de una crítica sagaz, ese cuadro espantoso de confusión y desconcierto […] El escritor de costumbres, auxiliar eficaz de la historia, guardará el retrato del avaro que se enriqueció con las lágrimas del huérfano; entonces la caricatura del rastrero aspirante será une lección severísima…12

 

Si bien a nuestros ojos de lectores de la vigésimo primera centuria la “didáctica” y la “moralidad” pueden parecer un tanto ingenuas, habrá que preguntarse antes si no es este espejo feroz de la ironía el azogue en el que mejor nos reflejamos; con humor infinito y una mirada aguzada de Prieto nos recuerda a cada instante que la ciudad, como sus habitantes, está viva y que quizá, no es tan ajena aquella del XIX a la que vivimos en nuestros días, por ejemplo:

 

La enchiladera tenía su lugar aparte, próximo, por supuesto, a la pulquería, y allí gritaban “Cómeme, cómeme” los envueltos y chalupas, las quesadillas y las tortillas en su hojalata con manteca chillante, sus ollas con salsas picantes, sus montones de cebolla picada, y su sal y pimienta, según lo requieran los potajes.

            Ojo liso, nariz chata, lengua retozona y fácil, la palabra que interrumpía, la carcajada escandalosa, o cortaba la injuria precursora del araño, la mordida y la desmechadura.13

El escribir la ciudad es también hacerla nacer, es intentar concederle una identidad propia, alejada tanto del pasado colonial como del prehispánico, pero conformada en su urdimbre por los cimientos de ambas. El consolidar el sentido de nación y de raigambre era la tarea de los escritores de costumbres, y en ella su pluma se volvía pincel o punzón para develar los rasgos de una sociedad naciente. En palabras de Vicente Quirarte:

 

La saga callejera de Guillermo Prieto halla su traducción en la litografía; Hilarión Frías y Soto compara sus textos a un álbum fotográfico […] José Tomás de Cuéllar bautizó su aventura novelística como La linterna mágica, esa invención que proyectaba frente al espectador una imagen fugaz.14

 

La vida de Guillermo Prieto, como su obra, es inagotable no sólo por su extensión —sus obras completas abarcan treinta y nueve tomos y vivió casi ochenta años—, sino por lo que nos revelan de nuestro pasado inmediato. En 1836, con dieciocho años, funda la Academia de Letrán, cuya marcada tendencia fue “mexicanizar la cultura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar”,15 tarea no menor que cuatro jóvenes comenzaron a tramar en el cuarto ruinoso de José María Lacunza, en el Colegio de San Juan de Letrán —al que Prieto había ingresado gracias a la generosidad de don Andrés Quintana Roo—.

Entre las cuatro paredes del cuarto, el mencionado José María —al que se le debe el insufrible, pero bien intencionado cuento de “Netzula”—, su hermano Juan Nepomuceno, Manuel Toussaint Ferrer y Guillermo Prieto, pertenecientes todos al Colegio, leían sus versos y los aprobaban o corregían, quizás sin otra intención que el de bruñir la pluma y compartir autores: Fray Luis de León, Byron, Goethe, Schiller, Horacio o Virgilio, contagiados tal vez del entusiasmo del poeta Francisco Ortega, su profesor de latín en las reuniones que éste sostenía en su casa de Escalerillas. Una tarde de junio de 1836:

 

[…] resolvimos valientemente establecernos en Academia que tuviera el nombre de nuestro Colegio […] Nos pusimos en tres de inauguración, pronunciando el discurso de apertura Lacunza J.M. […] Terminado el discurso, entre abrazos y palmoteos, parecía dirigirnos el jarro del agua de la mesita vecina miradas de frío desengaño…

            —Falta el banquete, dijo Juan; hagamos una requisición de bolsillos.

            La colecta produjo real y medio.

            Era necesario desechar el licor y los bizcochos.

            Convenimos en la compra de una piña y en aprovechar algunos terrones de azúcar que esperaban envueltos en un papel el advenimiento del café.16

Rebanóse la piña, se espolvoreó sobre ella el polvo de azúcar y… el banquete fue espléndido.

 

Así quedaba establecida la Academia de Letrán, que tuvo entre sus miembros, además de los cuatro fundadores, a Andrés Quintana Roo, como presidente vitalicio, Fernando Calderón y Beltrán, Manuel Carpio, Manuel Eduardo de Gorostiza, José María Lafragua, José Joaquín Pesado, Ignacio Rodríguez Galván y el egregio Ignacio Ramírez, quien en su discurso de ingreso pronunció el preclaro e inmisericorde que afirmaba: “No hay dios. Los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos”.

Así Guillermo Prieto, quien tenía la patria por oficio, comenzaba a servirla. Su devoción por ella lo llevaría a espetar, ante el pelotón que se aprestaba a fusilar a Benito Juárez, en 1856, en Guadalajara, la perenne frase: “Los valientes no asesinan”, y a enfrentarse, años antes, a la amenaza del Trabuco, Antonio López de Santa Anna, quien le recriminaba por un artículo publicado en El Monitor republicano. Guillermo Prieto lo describe así:

 

Me parece que es usted un insolente, y yo sé castigar y reducir a polvo a los que se hacen los valientes […] Usted o se desdice de sus injurias y necedades o aquí mismo le doy mil patadas. ¿Qué sucede?

            —En esas estoy, en ver lo que sucede.

 

La respuesta de Prieto es hilarante, si se considera que Santa Anna había perdido una pierna desde 1838. Así, tanto en Memoria de mis tiempos como en las decenas de publicaciones en las que colaboró —tan sólo en el Siglo XIX escribió por más de cuatro décadas—, así como en los que fundó —La Chinaca, El Monarca, Don Simplicio y un largo etcétera— Prieto hizo vivir en sus páginas a los personajes —también sus defectos— que, hasta hoy y si aguzamos la mirada, podemos todavía encontrar entre nosotros.

Nuestro caminante, cronista él mismo que supo bien de los secretos del oficio, sonríe ante el recuerdo del humor costumbrista de Prieto; eleva la vista hacia el lugar donde estuviera el Colegio de Letrán y enfila sus pasos —diablinos por inquietos, justo como los de Fidel— hacia Mesones, llamada antes Portal de Tejada. Para él, las calles ya no son Eje Central, Madero o 16 de septiembre, son San Juan de Letrán, Plateros y Coliseo Viejo; las recorre acompañado de su Musa callejera y se detiene en una cantina que ya no existe. Entra, pide un trago de ron, prende un Delicado sin filtro y comienza a fumar para saber del tiempo y sus espirales.

  1. Vicente Quirarte, “La Patria como oficio”, en La Patria como oficio. Guillermo Prieto. Una antología general, México: FCE, FLM, UNAM, 2009, p. 23.
  2. José Francisco Conde Ortega, “Respuestas y correspondencias. Algunas historias de la literatura mexicana (1860-1988)”, en Diálogo en voz baja. Ensayos de literatura mexicana, México: Instituto Politécnico Nacional, 2000, p. 9.
  3. Andrés Bello, “Alocución a la Poesía. Fragmentos de un poema titulado ‘América’”, en Emilio Carilla, Poesía de la independencia, Venezuela: Biblioteca Ayacucho, 1979, p. 40.
  4. José Francisco Conde Ortega, “Joaquín Arcadio Pagaza, escritor nacionalista”, en Diálogo inmediato, México: Conaculta / Instituto Cultural de Aguascalientes, 1996, p. 18.
  5. Id.
  6. Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos 1828 a 1840, tomo I, México: Librería de la Vda. De C. Bouret, 1906, p. 3.
  7. Ibid., p. 32.
  8. Pedro Ángel Palou, “Guillermo Prieto, imaginar y recordar la patria”, en Guillermo Prieto. Crónicas de amor, de historia y de guerra, México: FCE, 2020, (colec. 21 para el 21) p. 15.
  9. Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos 1828 a 1840, tomo II, México: Librería de la Vda. De C. Bouret, 1906, p. 72.
  10. Enrique Rubio Cremades, Periodismo y literatura. Ramón de Mesonero Romanos y el Semanario Pintoresco Español, Valencia: Institu de Cultura “Juan Gil-Albert”, 1995, p 12.
  11. Guillermo Prieto, “Literatura nacional. Cuadros de costumbres”, en Malcolm D. McLean, Vida y obra de Guillermo Prieto, México: El Colegio de México, 1960, p. 81.
  12. Ibid., p. 86.
  13. Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, t. I, p. 342 y 343.
  14. Vicente Quirarte, “Presentación”, en Blanca Estela Treviño, op. cit., p. 11.
  15. Guillero Prieto, Memoria de mis tiempos, t. I, p. 165.
  16. Ibid., pp. 166 y 167.