Tierra Adentro
Ilustración realizada por Iurhi Peña
Ilustración realizada por Iurhi Peña

Durante el porfiriato, se publicaron en la prensa un gran número textos sobre hombres que por sus acciones públicas y diversiones cotidianas se salieron de la heteronormatividad, lo que contrastaba pronunciadamente con las imágenes del campesino humilde y del aristócrata, tipos que, a decir de los autores de la época, eran los constructores del orden y progreso, con su trabajo y sus valores sociales.

Así, era frecuente que los domingos aparecieran en las columnas dedicadas a las lectoras narraciones de los ocios, los hábitos de consumo y la galantería de los jóvenes en la antigua Ciudad de México. En ellas se relataban las faltas al buen tono, las cuales fueron denunciadas por autores anónimos y editores que utilizaban las narraciones periodístico-literarias para señalar las prácticas que les parecían riesgosas, no tradicionales y sí muy femeninas de estos caballeros, y así, en contraste, recordar con moralejas y metáforas cuáles eran los hábitos y las costumbres correctas

Una de las características más sobresalientes de estos relatos fue la necesidad de nombrar a este grupo de hombres, lo que provocó desde diversos análisis hasta debates sobre cuál era el mote correcto, destacando palabras como gomoso o lagartijo, apodos de origen francés que se castellanizaron y fueron reutilizados por los columnistas. Muchas veces, estas “nuevas” palabras se entremezclaron y confundieron con otras como afeminado y maricón, de mayor uso en la época, las cuales referían a diversos fenómenos: desde la flojera y la inutilidad hasta los hábitos y gustos “delicados” de los jóvenes.

Con la divulgación periodística de la redada policiaca del Baile de la Paz, mejor conocido como el Baile de los 41, los conceptos se asociaron con el afecto físico, erótico y amoroso entre hombres, transformando así su significado y representación como un fenómeno de lo que poco después fue llamado homosexualidad, cuando en un inicio eran representaciones de masculinidades diversas.

Los periódicos, las crónicas y lo literario

La relación entre la prensa y lo literario puede referirse a diferentes objetos de estudio y aspectos de análisis, pero hay dos que me interesa resaltar. El primero: los periódicos y las revistas, como medio de difusión de crónicas, ensayos, poemas, etcétera, son las principales fuentes históricas sobre estos jóvenes y sus prácticas; es decir, desconocemos la versión de ellos y utilizamos las letras de ciertos columnistas para analizar a un grupo de personas que no han dejado registro de sí mismos. Las publicaciones de la época, más que presentar la realidad, revelan un sistema de valores y transforman el fenómeno que describen o relatan, por ello, necesitamos conocer el contexto de los soportes que difunden estas historias y debemos recordar que fueron una voz pública, no única, pero sí poderosa, debido a la protección y respaldo del gobierno o de un grupo empresarial o cultural.

El segundo aspecto es el uso del lenguaje literario en las noticias: la presencia de las figuras retóricas en el lenguaje público, la utilización de metáforas en el ejercicio de nombrar lo que les parecía nuevo o distinto. Es importante mencionar que el uso del lenguaje literario fue una constante en la vida pública de la época y no es exclusivo de este tema. Carlos Monsiváis, en Historia mínima de la cultura mexicana en el siglo XX, explica que en el movimiento literario que conocemos como Modernismo, propio de la época a la que nos referimos, la poesía “crea una prosa que modifica el periodismo, sitúa ‘lo bien escrito’ y contribuye a la ampliación de vocabulario y el gusto por las alegorías”, es decir, la época porfiriana estuvo poetizada. Pero no solo eso, Monsiváis también menciona que “entre 1884 y 1921 los poetas vitalizan el idioma, regionalizan influencias como el simbolismo, reencausan las ideas sobre el arte, agregan elementos ya reconocibles de sexualidad y erotismo”, ante lo cual podríamos afirmar que los escritores de prensa siguieron sus pasos, pues proponen nombres, traducen apodos, describen e imaginan escenas y escenarios para sus personajes de “verdad”, además de preocuparse por las formas y los movimientos de los paseantes, el cuerpo, los afectos… aunque, sin duda, de forma mucho más tímida que los poetas a los que se refiere Monsiváis. 

Es en Le Trait d’Union, periódico francés de la Ciudad de México, donde aparecen por primera vez los términos gommeux (gomosos) y lézards (lagartijos) como apodos para jóvenes mexicanos. Después serán adoptados, explicados y difundidos en los demás diarios de la época, principalmente en los impresos de la Ciudad de México, entre los que destacan, por la repetición de la palabra gomoso: El monitor republicano, de Vicente García Torres, y El diario del hogar, de Filomeno Mata, ambos de tendencia liberal con críticas y resistencia al gobierno de Díaz; La patria, de Irineo Paz, cercano al presidente, así como los tres diarios católicos del país, La voz de México, El tiempo y El nacional. Todos usan repetidamente el mote. En el caso del término lagartijos se sumaron las publicaciones El chisme, El imparcial, El popular y El porvenir. No todos hablaron del mismo modo de los gomosos y después de los lagartijos; en los momentos más extremos, los medios católicos emprendieron una campaña de castigo contra ellos, los liberales radicales los insultaron y evidenciaron su falta de educación, y los liberales más moderados vieron en ellos aspectos de libertad y de disfrute, pero tarde o temprano también malmiraron o se quejaron de sus prácticas.

Podría sorprender que tanto medios liberales como católicos hayan coincidido en sus apreciaciones sobre el tema, pero hay que recordar que todos están enmarcados en un contexto histórico donde la “conformación de un nuevo individuo comprometido con su nación y patria” se refiere a un modelo varonil que fue reproducido principalmente por la pequeña élite urbana y educada, así que es posible vislumbrar cómo la cultura y el ideal masculino vincularon a polos que en otros aspectos suelen no solo diferir, sino ser opuestos. 

Los orígenes de los motes

Es en documentos franceses de 1870 donde se registró por vez primera el insulto gomoso; el más antiguo de ellos describiendo a “un idiota con una raya en medio de la cabeza como de mujer”, y uno de los más famosos para referirse a Angenor Gommeux y a los hombres que se arreglaban con los productos de la época imperial francesa. En nuestro país, será en junio de 1874 que Le Trait d’Union publique una anécdota, a modo de nota, donde narre la vista de un gommeux al teatro, y será en 1875 cuando se registre el apodo ya traducido al español, en una crónica sobe la Ciudad de México llena de extranjerismos, en el diario de política El eco de ambos mundos, donde se escribió que “en la high life se designa con los nombres gráficos de gomosos, lyones, dandis…” a los hombres que piensan poco y hacen gala de no sentir, que les gusta ser vistos en el teatro, y que durante los paseos fijan su atención en la ropa de los escaparates, en vez de en los ojos de las damas. Fue hasta un mes después, en la columna “Charla de los domingos”, en El monitor republicano, donde el autor anónimo se quejó de que las chicas solo quieren bailar un “magnífico schotis o un vertiginoso wals” con sus novios, dejando sin practicar a los demás pollos, que era la manera común de referirse a los jóvenes más lozanos. Las pollas, pues, dejaban a los aspirantes sin pareja, incluido al gomoso, por lo que el autor solicita: 

como veis lectoras, van dos veces que se me escapa la palabra gomosos, nombre que los parisienses dan a esos animalejos que vosotras llamáis osos. Hacedme favor, si a bien lo tenéis, de aceptar el mismo término y llamar gomosos, no solo a esos bípedos que se miran y se zarandean y se enamoran de su propia persona, sino a todos los pollos en general… queda abolido el nombre de pollo en la raza humana, sustituyéndose por el de gomoso. Así se ayuda al lenguaje universal y se dan nombres más propios a las cosas.

Sin embargo, el consejo no fue tomado literalmente, al menos no por los otros articulistas y escritores, ya que pollo continuó utilizándose para hablar de los más jóvenes y el término gomoso quedó relacionado con los vanidosos e inútiles. 

Es muy significativa la elección de nombres para referirse a grupos de hombres. Los más socorridos de la época son los de animales: el oso, el lion, los cotorros, los gallos… todos ellos congruentes con la taxonomía científica que acompañaba la idea de orden, asentada entonces desde el poder. De igual manera, nombrar a los varones por productos industrializados como pomosos, o bien, mediante el uso de extranjerismos como dandies o dudes, se podría asociar al comercio internacional, elemento clave del progreso, la otra idea imperante del régimen; pero pocos términos fueron tan exitosos como gomosos y lagartijos, y aunque no siempre es fácil definirlos o diferenciarlos, por la cotidianidad del uso de ambos términos en las crónicas, pareciera que al menos los autores, y muy posiblemente los y las lectoras, los diferenciaban sin problemas. 

De todos ellos solo lagartijo aparece en el Diccionario de mejicanismos, de Félix Ramos y Duarte, donde se indica que es una expresión del otrora D. F. y es sinónimo de “lechuguino, galfarro, ocioso, vago, petimetre”, sin embargo, no se explica ninguno de estos otros términos. Llama mi atención que en la edición sí aparece la palabra joto, también mencionada como una palabra propia de la capital, y se define como “afeminado”. Hubo muchos más términos asociados o vinculados con los gomosos o los lagartijos, que trataron de apodar, insultar o describir las actitudes de algunos caballeros, por ejemplo, cuando José Juan Tablada escribió en El universal sobre la vida en el Boulevard en 1891: “tourlourou es sinónimo de ‘lagartijo’, de ‘gomoso’, de ‘fashionable’, de ‘dude’…”. Sin embargo, la mayoría de los términos eran usados como calificativos y no como categorías urbanas, salvo petimetre

Se puede rastrear los antecedentes de los gomosos y los lagartijos en los petimetres novohispanos, con quienes compartían algunas características, en particular su gusto por la moda y por salirse de los estándares de su época. Sin embargo, el término todavía estaba asociado, principalmente, a las élites que podían viajar y que regresaban con modas y vocablos extranjeros, como fue el caso de petit maître, traducido como “pequeño señor” o “señorito”. El concepto fue utilizado ampliamente en España y en la Nueva España, extendiéndose su uso hasta inicios del siglo XIX, en el ya México independiente. 

En un texto publicado en el Diario de México, en 1810, se explica cómo el buen tono educa, pero no con arrogancia, sino con sutileza, a diferencia del tono dogmático de la escuela, y recuerda que es la cualidad que permite ser alegre y regocijarse sin perder la decencia:

los jóvenes indiscretos confunden a menudo con el buen tono, cierto aire exterior, que más pertenece a una extremada petimetrería (permítaseme esta voz) y de que se forman un patrimonio: pero la petimetrería es en parte dependiente de la mayor enemiga del buen tono, que es la vanidad. Sin embargo, si un petimetre lo es sin querer esmerarse en serio, puede pasar; pero si lo solicita, ya no vale nada.

La palabra aparece en varios diarios mexicanos tras la Independencia, con versos y notas como los que escribió Rafael Solagave también en el Diario de México, en 1810: “Amigo querido:/Amigo deseado:/Dicen que en la corte,/anda muy plantado/cierto Petimetre/que no mayorazgo”; o la queja publicada en El mosquito mexicano, en 1835, acerca de que “los afeminados petimetres leen puras picardías y obscenidades, por lo cual había que quemar o quitarles los materiales aunque se vuelvan ignorantes, ya que preferible eso, a que estén corrompidos y sean bellacos”. 

Pero no es sino hasta la década de 1830 cuando el periódico conservador El mosquito mexicano le dedica varias páginas a la moda masculina, dirigiendo sus palabra a los petimetres, donde les recuerda que pertenecen al “sexo feo, o a lo menos bello”, y que por tal motivo son déspotas y llevan la idea de la opresión y la dureza, lo cual está asociado con su manera de vestir: “vamos a tratar de barbas, de patillas, de pantalones, de puros y cigarros, y de otros objetos igualmente propios para probar la tosquedad de quien los emplea y sujetos al imperio de la moda”. Para ese momento había regresado el uso de la barba y del bigote como, se decía, en tiempos de Jesucristo, Herodes y Pilatos; sin embargo, se advertía que si los varones se dejaban crecer toda la barba parecerían cocheros, frailes capuchinos o gente ordinaria, y que si se dejaban crecer las patillas monstruosamente parecerían picadores o toreros, por eso se recomendaba: 

dejar descubierta la parte anterior de la barba y rodearla de pelo artísticamente recortado, frotado y bruñido de modo que baste para formar un contorno o un contraste sencillo, es el non plus ultra de la elegancia en Rusia, y por consiguiente en México, porque los mexicanos no hemos de ser menos que los señores rusos, porque tan dueños somos nosotros de nuestras barbas como ellos de las suyas, y si ellos tienen razones de convivencia, respecto al clima en que viven, para hacerlo así, nosotros tenemos otra razón más poderosa todavía, y es que nos da la gana. 

Es interesante notar cómo el tema de la elección de la apariencia y la moda empieza a ser visto como un asunto de libertad, pero no por ello deja de estar sujeto a reglas para indicar cuál es el buen gusto. Décadas después, el término petimetre caminó de lado de los gomosos y lagartijos, los cuales tuvieron mayor difusión en los impresos que contenían análisis exhaustivos durante el último tercio del siglo XIX, lo que vinculó dichos términos con la prosperidad material y comercial del porfiriato. Si los petimetres fueron reflejo de las élites novohispanas, los gomosos y los lagartijos estuvieron asociados con grupos urbanos no aristócratas ni populares: la naciente clase media.

¿Cómo era un gomoso?

Una de las descripciones más completas de este término fue la que apareció en El álbum de la mujer, donde se afirmó que el gomoso fue un tipo exclusivamente de la época y que no hay que confundirlo con el lechuguino, ni el currutaco, ni el petimetre, ni siquiera con el dandy, ya que todos estos son exagerados en su moda, pero el gomoso también lo es en su forma de proceder y pensar, es decir, “los gomosos lo son por fuera y por dentro”. 

Lo más notorio de la crónica es la oposición entre hombres “verdaderos” y gomosos. Los primeros tienen los atributos del sexo fuerte: “naturalidad, fuerza, sencillez, espontaneidad y desembarazo…”, mientras que “el gomoso es lo opuesto a toda apariencia de virilidad”. Los describen como sietemesinos, que parecen criaturas contrahechas y enfermizas que de fondo no lo son, ya que en realidad son mal vestidos y exagerados; por ejemplo, nunca llevan un sombrero a la medida. Otras de las señas son el uso de un bastoncillo cuyo puño se hace cambiar cada mes; nunca salen sin guantes, para que sus manos compitan con las de las muchachas, y tampoco salen sin corsé y cinturones para lucir la delgadez de cintura más exagerada: “la exhibición de su cuerpo es la misión sagrada… su vida es el ocio…”, por eso se encontraban rondando en las principales calles de las grandes ciudades del mundo. En México, su sede fue Plateros, hoy Madero. 

Es importante decir que sus salidas son una actividad en grupo ya que “el gomoso no se considera hombre sino en corporación”. Los gomosos gustan de decir piropos a las muchachas tímidas, sin embargo, todos les sale mal: el gomoso “cree que seduce y aburre; piensa que le buscan, y le evitan, está convencido de que conquista y repugna”. La descripción, que en realidad es una serie de insultos encadenados, continua profusamente: “tiene figura de hombre y apenas llega a serlo, habla y no dice nada, trata de embellecerse y se hacen grotescos, está entre hombres y le toman por mujer, alterna con mujeres y lo tratan como niño”, firma el argentino Luis Ricardo Fors. 

Si bien algunos han supuesto que los lagartijos fueron la continuación de los gomosos, la verdad es que muchas veces se utilizaron simultáneamente; sin embargo, los lagartijos fue el mote con mayor éxito de la época, agrupando en él al mayor número de calificativos y descripciones para aquellos “hombres con faltas”. 

Rebautizo de lagartijos

Como localizó Clementina Díaz y de Ovando en una nota del 1 de marzo de 1871 en el periódico El mensajero, el término lagartija ya era utilizado para referirse a los escritores que solían difamar, las lagartijas políticas: “Ese nombre merecen aquellos escritorzuelos desheredados de la sociedad: no teniendo oficio ni beneficio toman la pluma e insultan y calumnian a todo el mundo, para llamar a atención con la audacia de sus ataques ya que no pueden hacerlo con talento”. 

Aunque la parte política del término se conservó en algunas notas, la palabra se rebautizó como lagartijos en un texto provocador y muy citado en la época, que se publicó el 9 de marzo de 1882 por Jean-Louis Régagnon, editor del periódico Le Trait d’Union, con el título de “Le lézards de Mexico”. Monsieur Régagnon, recordando la clasificación del conde de Buffon sobre los lagartos, escribió que se olvidó de los tipos mexicanos, que son muchos, y él está puesto a enlistarlos; los primeros de ellos son los lagartos del buen tono:

Camine desde las once de la mañana hasta el mediodía por la banqueta de la derecha de la calle de Plateros y vea a todos esos jóvenes hermosos, bien rizados, bien pomados, vestidos más elegantes que un plato de moda, y que forman grupo de diez en diez, sin preocuparse por las molestias que suponen al tránsito. No están ahí por intereses públicos, tampoco es con intención de protestar los gestos grandes que hacen frente a los postes publicitarios. Se trata simplemente de seguir el “tono adecuado”, de merecer diez veces más fama de elegantes. Cuando ven una niña encantadora, ellos murmuran con voz más o menos suave, levantan los ojos al cielo, ponen la mano en el corazón y le dicen: “hermosa, divina, muy chic”. 

Pero no son los únicos, están los lagartos burócratas: aquellos de las administraciones gubernamentales que solo fuman sin ninguna preocupación; los lagartos del jobardisme: esos que se la pasan en el teatro y escenarios, y las lagartijas de la borrachera: hombres, mujeres y niños que se la pasan en las pulquerías a las afueras de la ciudad. También los cocheros que siempre tardan en llegar a su destino y los diputados que beben antes de defender los intereses del pueblo son lagartos. De hecho, sus colegas, que nunca quieren salir al campo, y Dios, que descansó el séptimo día, también lo son. Estos tipos urbanos tienen en común el ocio, no están trabajando, sino que descansan mientras los demás “construyen la patria”.

De la clasificación de Régagnon, el término que se popularizó fue buen tono, el cual se utilizó para referirse a las clases sociales privilegiadas por su dinero y algo de prestigio, que se caracterizaban por su ociosidad y por vestirse a la moda, de forma contraria a la vida de trabajo, miseria y vestimenta del pueblo, pero que tampoco pertenecían a familias adineradas: gustaban del gasto, pero no podían darse el lujo de ello. Ambas características ayudan a entender que los lagartijos no son una parte de una clase social específica o que se les pueda asociar con una, pero es cierto que se mantuvieron en el límite de identidades y normas, actitud con la cual generaron especulación y malestar. 

Un mes después de que Régagnon publicara su disertación sobre los lagartijos, El monitor republicano sintetizó: “Lagartijas, así llama nuestro colega Le Trat d’ Union a los hombres sin oficio ni beneficio que se instalan en las calles de Plateros para decirles tonterías a las señoras que pasan”. Esto último viene a cuento por una queja que presentó la Señorita C. en The Two Republics sobre cómo al salir sola por las calles de México provocó miradas insolentes y comentarios de “hombres sin educación”. Varios periódicos tradujeron y replicaron la nota dando la razón a la americana, sin embargo, El telégrafo le aclara que ese grupo de “jóvenes y ex-jóvenes en las calles de Plateros, pegados a los aparadores de las casas de comercio”, que causan graves disgustos para las damas, no son parte de la buena sociedad. Le hacen ver que no todo el que lleva levita (prenda masculina parecida al frac, pero que termina recto y no en cola de dos puntas) es un verdadero caballero, puede ser un calavera.

Y por si nos faltara prueba de que Monsieur Régagnon dio nombre a esta fauna urbana de la ciudad porfiriana, Irineo Paz sentencia:

¡Oh lagartijas que os pegáis con tanta calma y estupidez a lo largo de los almacenes de la calle de Plateros, nos debéis eterna recompensa! ¡Os hemos dado vuestro nombre propio y no merecéis otro, sois lagartijas, es decir, bichos inútiles, animales que de nada sirven, ni siquiera para ser delicados!”.

Desde ese momento la palabra fue utilizada en versos, caricaturas, grabados, corridos y calaveritas de Día de muertos. 

Es importante recordar que las descripciones y las quejas que aparecen en los periódicos sobre los lagartijos, al igual que las de los gomosos, son de autores anónimos o de los editores, que hablan por las mujeres o por los comerciantes. En realidad, es la clase media conservadora, como la de los medios de comunicación, la que siente molestia con esos personajes. En una tabla de las siete plagas de la Ciudad de México, publicada en el diario La política en 1887, aparecen en el número 6 los lagartijos, junto con los garitos, las cantinas, los toreros, los compañeros, las espumosas, y los duelistas. Este embate no solo era por lo que representaba, sino también porque, al parecer, las autoridades no hacían nada contra ellos, pese a que su placer era escandalizar. 

Ahora bien, si este placer hacía de estos hombres personas incómodas, ello no quería decir que fueran delincuentes; rompían ciertos esquemas de la heteronormatividad y, al mismo tiempo, de la tradición; no cumplían con los requisitos básicos del hombre porfiriano: liberal, trabajador y discreto, y no representaban ni a la clase popular ni eran propiamente aristocráticos, sino que eran hombres con gusto por las artes y la moda, bebedores felices, indiscretos y seductores, que podrían o no haber sido afeminados. Es importe mencionar que no se les llamó maricones hasta 1901, cuando se les asoció con la redada de los 41. 

Sobre la participación de los lagartijos en el famoso baile tenemos referencias difusas, pero importantes. Tal vez la primera y la más popular fue la Hoja suelta de 1901 titulada “Aquí están los maricones, muy chulos y coquetones”, donde aparece el grabado de José Guadalupe Posada. La imagen de hombres con frac bailando con hombres con vestidos ajustados, todos bigotones, es acompañada por algunos versos:

Hace aún muy pocos días

que, en la calle de la Paz,

los gendarmes atisbaron

un gran baile singular. 

Cuarenta y un lagartijos 

disfrazados la mitad 

de simpáticas muchachas 

bailaban como el que más. 

La otra mitad con su traje, 

es decir, de masculinos, 

gozaban al estrechar 

a los famosos jotitos. 

Este fue uno de los cuatro grabados que Posada realizó sobre el Baile; sin embargo, ya había ilustrado en diferentes ocasiones a los lagartijos: para el número 24 de la Colección de canciones modernas, en 1894; también, para el corrido “Los lagartijos”, y en un grabado titulado “El lagarto”, pero en ninguna de estas tres obras hay sugerencia a la mariconería de los ilustrados, solo destaca la caricaturización de los hombres elegantes. 

El 24 de noviembre de 1901, en la primera columna de El diario del hogar, se ironizó sobre lo triste que había amanecido la calle de Plateros porque lucía desierta. El autor anónimo se preguntó por el paradero de los buenos lagartijos, pero él conocía la respuesta a su pregunta: “¡Estaban enfangados!… ¡Habían ido al baile!”. En la columna se narra cómo los boulevardiers buscaron con ahínco la invitación, provocando que la gente imaginara el evento suntuoso, brillante… como hecho por y para elegantes; por ello, fue toda una sorpresa entre los curiosos saber que el baile clandestino fue organizado por pepitos escapados de Gomorra: “cuarenta y un individuos al parecer de uno y otro sexo, pero que en realidad eran de ambos sexos, como los coros de las zarzuelas de género”. 

Dos días después del baile, la calle ya no estaba desierta, pero sí hubo disgustos. La Patria informó que “en la mañana a la hora que estaba más concurrida la gran avenida, dos elegantes lagartijos tuvieron un serio disgusto que degeneró en una riña plebeya”. Justo debajo de esta nota se escribió sobre el “Baile de los maricones” y se informó que dos de sus participantes fueron enviados a Yucatán y otros seguían presos en la Gendarmería Montada de la ciudad. 

En las notas, como en el imaginario de la época, los lagartijos y los maricones están cerca, pero no siempre entremezclados, y es que, antes del baile de la calle de la Paz, los gomosos y los lagartijos eran parte de la diversidad de las masculinidades porfirianas, que se había desarrollado en las calles, pero también en las páginas de la prensa, y no de lo que ahora llamamos homosexualidad, término que apareció a finales del siglo XIX en Alemania y que no se presentó en la prensa mexicana sino hasta la década de 1910. En La opinión, en febrero de 1908, y en La gaceta de Guadalajara, en marzo del mismo año, se registraron dos sucesos donde su utilizó el vocablo, el primero lo usó como un insulto contra un clérigo de Guadalajara, y el segundo se refirió a una acusación que sufrió el canciller alemán de ser homosexual.

La palabra lagartijo, pues, tuvo que “competir” con otras mucho antes que con homosexual. En una crónica de Rafael López para la Revista de revistas, en junio de 1916, se lee:

confieso que la denominación de lagartijos para indicar a los eternos y elegantes ociosos ha caído ya en desuso. Ahora son más conocidos y elegantes con el mote esotérico de los ‘niños góticos’. Ignoro por qué, y los exégetas en esta materia no abundan. Por lo demás y desde la remota antigüedad sus nombres son múltiples y estrambóticos como los colores de sus corbatas… Sea como lo que fuere, el hecho es que por cuestiones de nombres no hemos de reñir… los ‘góticos’ de este momento efímero son los herederos consanguíneos de cuturracos, lechuguinos, petimetres, mequetrefes, liones, muscadines, incroyables, dandies…

Los niños góticos tuvieron mucho menos impacto que otros términos como los de fifís o rorros, palabras usadas profusamente durante la posrevolución, en parte para evidenciar el gusto físico, amoroso y erótico de un hombre por otro, como podemos ver en la caricatura de José Clemente Orozco sobre los rorros, publicada en El Machete en 1924, y donde es mencionado el escritor Salvador Novo, uno de los mayores representantes de la figura del fifí. Sin embargo, tales términos tuvieron otros significados y no fueron utilizados solo como un insulto por afeminamiento e inutilidad, como sí pasó con los términos petimetre, gomoso y lagartijo, los cuales atravesaron un largo camino temporal en donde se desarrollaron descripciones, insultos y estereotipos de jóvenes con sus gustos y prácticas diversas, que ahora amplían nuestra idea del hombre decimonónico, en especial del porfiriano, donde el paseo, el ocio y el consumo fueron detonadores y estimulantes para las masculinidades diversas. 

Fuentes consultadas

  • Benhumea Bahena, Belén, “Reflexión histórica sobre el ideal del varón moderno del siglo XIX mexicano y su impacto en las masculinidades del siglo XXI”, Dignitas, núm. 40, (México, enero-junio de 2021).
  • Diario de México, (México, 28 de junio de 1810), p. 4. 
  • El Eco de Ambos Mundos, (México, 21 de noviembre de 1875), p.2.
  • El Monitor Republicano, (México, 19 de diciembre de 1875), p.1. 
  • _____, (México, 02 de abril de 1882), p. 2.
  • El Mosquito mexicano, (México, 16 de junio de 1835), p.2. 
  • _____, (México, 01 de enero de 1837), p. 375.
  • El Telégrafo, (México, 09 de abril de 1882), p. 2.
  • El Universal, (México, 14 de junio de 1891), p. 1.
  • La Patria, (México, 16 de abril de 1882), p.3.
  • La Política, (México, 02 de diciembre de 1887), p.3. 
  • La Voz de México, (México, 27 de junio de 1890), p. 2.
  • Le Trait d’Union, (México, 13 de junio de 1874), p.3. 
  • _____, (México, 09 de marzo de 1882), p.3.
  • Littré, Émile, Dictionnaire de la langue française, París, L. Hachette, 1874. 
  • López, Rafael, La Venus de la Alameda, México, Secretaría de Educación Pública, 1973.
  • Monsiváis, Carlos, Historia mínima de la cultura mexicana en el siglo XX, México, El Colegio de México, 2018.
  • Ramos, I. Duarte, Félix, Diccionario de mejicanismos, México, Herrero Hnos., 1898.