Frenología, but make it cool!
I. Sobre cómo lucir ario atractivo
La distancia entre ser imbécil y ser malvado es cada vez más pequeña. Acaso el accidente común de la gente bienintencionada de este siglo es el de defender banderas ingenuas sobre las que pesan intereses oscuros. Las pseudociencias no son una excepción.
Nací en el año 2000: mis actas y credenciales cargan con el defecto de pertenecer a la generación más conservadora que el mundo ha visto en varias décadas. Con sorpresa decreciente, en los últimos años he visto cómo los miembros de la Gen Z pasaron de ser los caudillos de una moral progresista a convertirse en la planta de reciclaje sociológico de varias costumbres y prácticas rancias que se creían muertas junto con el milenio pasado. Ni Dios mismo pudo haber sospechado que, dentro del turbulento ecosistema del internet post pandémico, convivirían con holgada paz videos de bailecitos jocosos al lado de apologías discretas al supremacismo étnico. Hay algo de parodia y de tragedia en nuestro ecléctico consumo digital.
Hace falta un tropiezo desafortunado con el algoritmo para que el contenido que nos entretiene —clips de mascotas tiernas, digamos, o de comedia inocua— dé un giro hacia los terrenos umbríos de los que hablo. Pongo un ejemplo: a mediados del 2023, se popularizó un tuit de la periodista de ultraderecha Inez Stepman; igual de reaccionaria como de costumbre, citó un video de la actriz Rachel Ziegler para hacer el siguiente comentario:
¿Por qué toda la nueva generación de estrellas tiene los ojos demasiado separados entre sí? Ni siquiera es algo que necesariamente odio, a algunas chicas les queda bien, pero me parece extrañamente omnipresente.
En un sitio normal, una observación tan oligofrénica no hubiera merecido la atención de nadie. Pero hablamos de internet. El tuit de Stepman fue citado por cientos de personas que, dándole la razón, adjuntaban fotos de actrices como Anya Taylor-Joy y Halle Bayle. Aprovechando la queja sobre la supuesta uniformidad fenotípica de Hollywood, salieron de sus alcantarillas varios orates conservadores a decir sinsentidos preocupantes. Adjunto el del usuario @vers_laLune:
Sus ojos son de herbívoro. Hace que parezcan fáciles de cazar. Antes nos gustaban más las mujeres depredadoras con ojos más juntos. Ahora aparentemente nos gustan los herbívoros de ojos grandes. Nos gustaban las leonas, ahora nos gustan los ciervos.
De nuevo: en un sitio normal, una observación tan oligofrénica no hubiera merecido la atención de nadie. Sin embargo, las redes sociales suelen ser un caldo de cultivo idóneo para que ciertos postulados nocivos (como el que implica inventar una suerte de reemplazo estético que pone de manifiesto la decadencia moral de la sociedad) logren expandirse a cambio de decolorar sus tintes extremistas y volverse, con rapidez mutágena, un trend amigable.
Durante días cercanos al incidente de Stepman, algunos usuarios de TikTok (red que es usada en su mayoría por adolescentes de la Gen Z) ya habían comenzado a clasificar tipos de rostros, como si sus poseedores fueran pokemones. En un delirio zoológico que aun me llena de incredulidad y pena ajena, usuarios como @angelinugh y @jojoloranne (con 290,000 y 587,000 seguidores, respectivamente) promovieron el trend de catalogar a todas las mujeres del planeta Tierra como cat pretty, fox pretty, deer pretty o bunny pretty. ¿Con base en qué? En sus facciones.
De botepronto, el único aspecto medianamente ridículo alrededor de este fenómeno es ver a gente con más de seis años diciendo que una chica es linda como un conejito. El problema es que la clasificación morfológica no tardó en migrar hacia un extremo alarmante.
A mediados de 2023, cual ronchas de una infección expansiva, brotaron diferentes cuentas cuya articulación dependía del lenguaje de la fisiognomía: una pseudociencia arcaica que postula que es posible determinar rasgos de personalidad y conducta a partir de las proporciones físicas de un ser humano. Por pura habituación cotidiana ante la irracionalidad, a nadie le sorprendió que esto ocurriera. Si toleramos a la gente que justifica episodios maníacos porque Mercurio está en movimiento retrógrado, ¿por qué no haríamos lo mismo con alguien que asegura estar predispuesto a las artes por culpa de una protuberancia en su cráneo?
Parasitario y oportunista, el supremacismo blanco no tardó en hallar la forma de camuflarse en el trend. Basta una búsqueda rápida en TikTok para comprobar que sobran videos explicando las diferencias entre las mujeres con angel face y witch face. Y bastan tres neuronas funcionales para darse cuenta de que las primeras, en contraste con las segundas, no son otra cosa que mujeres con facciones caucásicas, hegemónicas del mentón a la frente. Ángeles unas, brujas las otras.
Este discurso estético le ha resultado profundamente útil a los creadores de contenido de la alt right. En medio del bullicio de neurosis fisionómica, surgió la práctica de clasificar rostros de mujeres en diferentes variantes de feminidad: masculine female face, normal female face, femenine female face y ultra femenine female face. Como Barbies, a cada una de ellas se les asignó su correspondiente Ken. Los influencers de derecha comenzaron a lamentarse por la escasez de rostros femeninos emparejados con hombres de facciones occidentales. Usuarios con delirios de emperador romano, como @Tocharus, no dudaron en subir a Twitter fotos de hombres tan rubios como musculosos con la leyenda: necesitamos multiplicar la frecuencia de fenotipos como este.
Se me viene a la mente un pintor austríaco que proponía más o menos lo mismo.
II. La estirpe de Gall
Practicamos la taxonomía de rostros desde la infancia. Años y sitios pasan frente a nosotros mientras nos llenamos la mente con un catálogo de personalidades. Las estructuras de la memoria vuelven inevitable que, según el capricho de sus rasgos, asociemos ciertas cualidades a la gente que conocemos a lo largo de la vida. A veces se acierta con ese prejuicio abstracto, porque ocurre que las personas se parecen. Pero las coincidencias no son más que la estadística en acción.
Inconsciente de esto, Franz Josef Gall, nacido en 1758, dedicaría el resto de sus años a comprobar una intuición temprana. Ya desde su infancia en las calles de Tiefenbronn, Alemania, Gall mostró una atracción particular hacia la variación de las características físicas de quienes lo rodeaban; quiso entender por qué incluso él y sus hermanos, a pesar del parentesco que los unía, poseían características que permitían individualizarlos. Observador, coleccionaba todo tipo de plantas y animales con fines clasificatorios. Hizo lo mismo con los cuerpos humanos. En su época de estudio elemental ya se había planteado que la capacidad de algunos compañeros suyos para memorizar cosas mejor que otros residía en la forma de su cráneo. Decidido a ampliar su trabajo, redactó tratados explicando que las propensiones de personalidad residían en diferentes partes del cerebro. Sus esfuerzos por medir cráneos fueron, de cierto modo, el esbozo de una cosmogonía de la conducta humana.
No hace falta conocer los detalles biográficos de Gall para estar familiarizado con la postura de los esclavistas del siglo XIX, quienes justificaban la sumisión de sus presos a partir de supuestas estructuras craneales que los delataban como poco proclives a la actividad intelectual y, por otro lado, dados fácilmente a la servidumbre.
Aun hoy, doscientos años más tarde, sobrevive gente que se mantiene de los conocimientos falsos provenientes de ciencias igual de falsas. En cualquier red social se encontrarán perfiles de profesionales de, digamos, grafología o quiromancia. Abundan quienes aseguran ser capaces de elucidar los rasgos más íntimos de la conducta ajena a partir de los garabatos que se hallan en una hoja de papel o en las yemas de los dedos. La realidad reducida a un simple guiño de carne.
Tengo una humilde regla: no confiar en la gente a la que el mundo le cabe en la palma de la mano.