Federico Fellini: cinco retratos
I
En la fotografía, la figura ceñuda parece interpretar uno de sus propios personajes. Algo tiene de cómica. Sostiene el megáfono con máxima concentración. Su mano izquierda flota y la derecha aprieta el botón que permite a la voz reproducirse fuerte y distorsionada. Corbata y suéter. A su lado la maquinaria fílmica rueda y, detrás de él, el mundo real aparece borroso; indefinido. Lo único cierto, enfocado, es el artificio del cine. Ahí es donde radica la verdad.
II
En sus propias palabras, Federico era un hombre que nada tenía que decir, pero que sabía cómo decirlo. Esa sentencia recuerda el prólogo del Quijote, en el que Cervantes usa la figura de la concesión para presentar al “hijo seco, avellanado, antojadizo” que nació de su “estéril y mal cultivado ingenio”.
Con tan “modesto” talante, ambos lograron conmover por generaciones la emoción y consciencia de desocupados lectores y espectadores. Algo tienen de familiar la lealtad eterna, entreverada y suspicaz del escudero; el entrañable caballo, todo cuero y huesos; el rostro lacrimoso, sobriamente dolorido de Cabiria; la atávica candidez de Giulietta —Masina— de los espíritus o los niños que se vuelven adultos y siguen teniendo pesadillas despiertos. Ese aspecto común sea, quizás, el hambre.
Y Federico supo realmente cómo cautivarnos con cada historia: colocó tetas gigantescas sobre las cabezas de los promotores de la decencia. Hizo que sus personajes conquistaran una libertad épica al atajar el tránsito invencible de Roma volando sobre los cofres de interminables autos, o asaltaran por las noches las fuentes que adornan la pacífica vida de las personas de bien.
III
Nació en Rimini, Italia, el 20 de enero de 1920. Creció. Marchó hacia Roma. Hizo muchos dibujos, trabajó en la radio, amó a Giulietta Masina, dirigió más de veinte películas (entre ellas, algunas de las más significativas de la historia del cine); no tuvo hijos. Hizo navegar un rinoceronte. Al final de su vida rodó un par de comerciales. Murió en Roma el 31 de octubre de 1993.
IV
Federico Fellini pasó a la posteridad como director de cine, pero en su más íntimo espacio era un dibujante. Atesoró durante toda su vida un desaforado libro en el que plasmó sus sueños a plumón. En él habitan sus más intensas pasiones, los secretos de su creación, las mujeres de su vida y los rostros carnavalescos de sus personajes.
V
Fellini constató que el arte tiene una dimensión más profunda y significativa que la propia experiencia vital, o, como afirmó José Revueltas[1], se trata de una “síntesis” de la misma; más decantada y sensible. Por lo tanto, más asequible. Así, los actores repetían secuencias numéricas en lugar de pronunciar diálogos durante la filmación de sus películas. Después hacía que doblaran sus propias voces en un estudio. Con ello conseguía concentrarse en la representación visual, en los gestos y la expresión corporal. En el significado oculto detrás de los movimientos cotidianos, que revelan todo lo que una persona es.
Por otro lado, las locaciones de rodaje casi siempre fueron decorados construidos en los estudios de Cinecittá en Roma, donde reconstruía el universo exterior, pero siempre mejorado, aumentado o condensado. Siempre más real.
[1] José Revueltas, El conocimiento cinematográfico y sus problemas. Ediciones Era, México, 1981.