Extraños de última generación
Ser usuario de Internet orilló a Néstor García Canclini a ampliar su manera de relacionarse con otros. Al principio, esos diálogos sin presencia y con alta dosis de distancia lo llevaron a desconfiar. Sin embargo, poco a poco, fue sumergiéndose en el mundo cibernético. García Canclini habla de cómo fue este proceso, y revisa algunos movimientos ciudadanos marcados por las redes sociales.
A cualquier antropólogo le puede ocurrir que lo pongan en situación de primitivo. Mi modo de pertenecer a una cultura rara, resistirme a cambiar o desconcertarme ante la atracción de lo diferente no me sucede en ninguna escena de manera tan penosa como en Internet.
No me lo contó Stuart Hall cuando nos conocimos en aquella reunión de Stirling, sino uno de sus amigos, tan íntimo que estaba entre los únicos diez a los cuales Stuart había dado su correo electrónico. Como esa restricción me pareció exagerada, yo decidí que mi lista se extendería a veinte y abrí mi cuenta en una ONG confidencial llamada laneta. En el grupo de mis interlocutores digitales no había ninguno de la ciudad de México: si querían comunicarse que me llamaran por teléfono. Entendí que no podía seguir pidiendo a amigos de otros países que esperaran quince días para que su carta arribara a mi casa y les llegase mi respuesta. Los que tuvieran urgencia y quedaran fuera de esa cuenta podían usar el fax. No estoy seguro si ese coloquio de Stirling fue en 1999 o en el año 2000, pero supongamos que fue en el 99 para que parezcan ideas del siglo pasado.
La presión de los internautas crecía y los letrados no podíamos eludir las miradas compasivas. Se produjo la catástrofe cuando dos años después, invitado a un congreso mundial en Rio de Janeiro, confié a los organizadores mi email (con la advertencia de que no lo agregaran a la documentación general). Dos semanas después comencé a recibir invitaciones para otros simposios, publicidad de hoteles cariocas y de Europa del este, avisos de que había heredado en países asiáticos.
Me di cuenta que me había exiliado sin moverme de mi casa. ¿Era posible, como en los destierros geográficos, atenuar la pérdida disfrutando el nuevo paisaje y sus gentes? Este nuevo territorio ampliado o circuito difuso no estaba habitado sólo por “maileros” sino por usuarios de dispositivos que desconocía y se habían vuelto indispensables para escribir, editar o hacer en red lo que hasta entonces requería ir al banco, llenar a mano solicitudes para lo cercano y lo distante. Hasta había quienes proponían mudarse de la realidad a Second Life: que eso haya durado poco me hace creer que el mercado de intercambios virtuales de vez en cuando aterriza en algún tipo de sensatez (¿qué querrá decir sensatez?).
Un poema de juventud que nunca publiqué contenía estos versos: Esperar cada día / como se espera una carta. Cada vez que abro el correo en la mañana siento que esa sensación se multiplica. Pero mientras recorro los mensajes, también encuentro que no puedo delegar ni a los procedimientos más refinados de clasificación la tarea de distinguir entre deseados e invasores.
No me explico cómo los especialistas en política internacional podían imaginar lo que sucedía en otros países dependiendo sólo de sus viajes tres o cuatro veces al año y de las noticias que (sabían) eran versiones manipuladas por las agencias. La visión diaria del mundo se amplió desde que podemos recibir en nuestra casa de la ciudad de México cada mañana El País o el New York Times Pero ese acceso dejó de ser novedoso desde que muchos sitios gratuitos dejan consultar varias veces al día medios españoles, franceses, ingleses y latinoamericanos, al viajar por YouTube, Facebook, revistas virtuales académicas, artísticas y de actualidad y los blogs que las comentan.
Me pregunto si esta apertura del horizonte me ha hecho modificar opiniones más que en otros periodos de cambio (cuando hice el doctorado y viví en París, cuando me exilié en México). Como sucede en las mudanzas de país, ser internautas es más que una expansión de conocimiento: aumenta nuestras dudas y llena de matices lo lejano y también lo local. Ambas cosas se mezclan en la red, como cuando me enteré en la compu del escrache a Peña Nieto en la Ibero, desde donde estaba ese día: en Buenos Aires. La web me hace sentir menos extranjero de Argentina cuando estoy en México y menos extranjero de México cuando estoy en cualquier otro país. A ver en las redes a los jóvenes manifestarse contra la indignidad de los políticos y reclamar otros programas nacionales para un país que saben distinto del que cuenta la televisión, percibimos que van dejando en el pasado los estereotipos de las nuevas generaciones: ya no son simples “estadounidenses nacidos en México” o educados para emplearse en los monopolios.
Veo Facebook sin estar afiliado, cuando me lo prestan. Sé que me pierdo, a veces, de participación en las hablas e imágenes cotidianas, pero es el costo elegido de poder cumplir con un porcentaje razonable de los intercambios que llueven en el mail, en mi página web y en los encuentros personales que me siguen importando. No oculto que, además del desenfado coloquial que me gusta en Facebook, sus anotaciones suelen evocarme una frase que Borges escribió en 1930 para referirse al uso indigente de la lengua en vanguardias literarias de aquellos años: “charlatanería de la brevedad”. El hecho de que esa fórmula, aplicable a Facebook y también a comentarios que al final de artículos periodísticos simulan la participación ciudadana, tenga un origen tan antiguo evidencia que la verborrea fértil u ociosa no es invento de la web.
Tengo en estos días 1672 contactos en el correo. A los veinte originales se acercan ahora el número de los seleccionados para conversar asiduamente por Skype (aunque temo que también esta vía de comunicación se vaya congestionando desde que hace seis años comencé a participar en exámenes por Skype y un profesor junto a mí cuestionaba a la alumna su trabajo de campo en el nordeste brasileño, donde él no había estado, con los datos que veía en Google Earth). Si bien consulto más el Google académico, en el Google generalista me dan curiosidad las mezclas extravagantes de artículos razonados con videítos de fin de curso, rencores erráticos, libros inesperadamente subidos a la red y anónimas noticias de autoelogio de escritores o promotores de mercado. Se sabe que esa proliferación desordenada proviene de la expansión transnacional de los saberes y también de que algunos buscan mantenerse al comienzo de la página pagando a trabajadores virtuales para que multipliquen las consultas. Como sucede con los ejércitos de twitteros contratados para inflar el volumen de seguidores de candidatos electorales o músicos antes de un espectáculo.
Todo puede ser burdo o hipermejorado en la red: la filmación improvisada o photoshopeada de museos que recorremos sin haber estado; los análisis sociales redactados en minutos gracias al corte y pegue de lo que escribieron otros, pero también las investigaciones nutridas en archivos multinacionales cuya amplitud jamás imaginamos; sufrir bullying digital o encontrar ahí solidaridad para defender derechos. propósito de sufrimientos y derechos, también hemos descubierto que todo puede tener eco en la web, pero no todo es virtual: hay cuerpos donde se ama o se tortura, espacios físicos urbanos donde las interacciones tienen otra densidad.
Uno de los motivos para reconocer las ambigüedades de Internet es los distintos modos en que intensifica la interculturalidad. Ni siquiera con el aumento de las migraciones y la expansión de las industrias comunicacionales se había vuelto tan desafiante la confrontación entre mundos. Sentí experiencias movilizadoras al estudiarcomo argenmex las artesanías purépechas y a sus creadores, los vértigos fronterizos entre Tijuana y San Diego. Pero ninguna de estas formas de extrañamiento es tan radicalmente intercultural como las que proponen Internet y su torrente de mutaciones veloces: información textual-visual sonora cada vez más extendida y combinable, disponibilidad “libre” de contenidos, transparencia y nuevas formas de opacidad en las operaciones financieras y políticas, vigilancia junto a incertidumbres.
Conocer es ir deshaciendo ilusiones. Pocas son tan incitadoras para renovar el pensamiento, como las de quienes descubrimos en estos breves años el desatino de querer limitar a diez o veinte los contactos. Este aprendizaje no va en una sola dirección y hoy cabe pensar si es posible contar con 3200 amigos, como los nombra Facebook. Si la distancia y la alteridad son ahora otras cosas, con más beneficios que trastornos, también es momento de averiguar si queremos que nuestra amistad tenga una acústica tan ruidosa.
En todo caso, lo más significativo es que emerjan preguntas inéditas en medio de movimientos sociales que vuelven anacrónicas respuestas anteriores. Cuando en el actual derrumbe europeo la discusión es “¿austeridad o crecimiento?”, las palabras que quedan fuera de esa opción las reponen los indignados en las redes: igualdad, participación, bienestar. A quienes reducen el debate sobre propiedad intelectual a la opción “legalidad vs. piratería”, las prácticas de los internautas les cambian la conversación: ¿y el acceso? ¿cómo ampliar los derechos comunicacionales?
Estas preguntas —necesarias— están hechas todavía con palabras del siglo pasado. Hay otras: ¿si no hubiera hackers y malestar social mejor informado habría mejoras en la transparencia política, económica e informativa? ¿Hubo algún programa de educación activa que volviera tan rápidamente desechable el autoritarismo escolar —y los otros— como la llegada de computadoras y celulares a las aulas, las casas y los espacios públicos?
La conmoción que produjo en el cine la aparición del video en la década de los años ochenta no redujo la hegemonía de Hollywood ni de las majors; la desplazó de las grandes salas al consumo a domicilio. Son las descargas libres y en red las que cambiaron el modelo de negocio, obligaron a las grandes marcas a bajar precios de videos de películas y música, abrieron el mercado a iniciativas multiculturales más diversas en el norte y en el sur. ¿Es sustentable esta redistribución mundial de la creatividad y el acceso o las nuevas concentraciones de redes, como Google, restablecerán el control de lo que podemos conocer y disfrutar?
Hasta ahora encuentro que estas preguntas no se contestan sólo en las redes. Los movimientos de jóvenes árabes, chilenos, españoles y mexicanos liberándose gracias a Facebook y Twitter de las agendas modeladas por los políticos y los medios pueden sugerir que entramos en una época postelevisiva. En realidad, en la política y en las vidas cotidianas Internet viene a modificar una escena que ya era multimedia. Y, como vemos en el cambio de recorrido de los más de 132 en México —que empezaron en las redes, luego llegaron a la prensa escrita y a la televisión, y al final a las asambleas— seguimos necesitando los encuentros cara a cara. Comunicación y presencia.