Tierra Adentro

Hace unos días recibí en mi buzón de correo un mensaje de María José Cabrera. Ella vive en Lima, tiene dieciséis años y el motivo de su comunicación es muy concreto: quiere que le ayude a continuar con una novela que se le ha ocurrido; necesita ideas, pues de pronto se quedó corta de imaginación. Me cuenta que un libro mío, Historia sobre un corazón roto… y tal vez un par de colmillos le dio el golpe de inspiración necesario para comenzarlo, pero no le duró mucho acabó quedándole un argumento muy endeble.

No es el primer mensaje que recibo con una petición semejante, y suelo responder a todos ellos, pero naturalmente no es posible leer y asesorar todo lo que me mandan. Sin embargo hay algo en el mensaje de María José que me hace interesarme. Le respondo que estoy dispuesta a ayudarla, pero necesito que me diga de qué va su novela y en qué se atoró.

María José me contesta que es una historia de amor, que comienza cuando el señor Fulano, que no tiene nombre porque es la primera persona que narra la historia, pierde lo único que tenía en la vida: una mujer llamada Angelina. Él es un anciano que siempre estuvo enamorado de ella, pero Angelina nunca se fijó en él.

“¿Nada más?”, pregunto yo en mi respuesta. “Nada más”, contesta ella. Sonrío a medias y le pido que me mande lo que lleva escrito, sin la certeza de que algo llegue a mi buzón, al menos en un corto plazo. No obstante, a la semana llega el mensaje con un archivo adjunto. Leo un principio de historia bastante simple, pero una voz narrativa más o menos bien lograda, a pesar de ser ella una chica de dieciséis y su narrador de la tercera edad. Y en ese momento me propongo encaminarla. Las razones son variadas; por una parte, reconozco que el hecho de que un libro mío la haya inspirado para escribir una novela, me conmueve y me motiva; hay suficiente entusiasmo en sus mensajes y en su texto y, además de ese vago pero honesto principio, encuentro una redacción más que razonable. Admito que no es una empresa fácil y que hay grandes posibilidades de que quede en un efímero pin pon de mensajes. Pero igual estoy dispuesta a hacerlo.

Hay quien diría que lo más seguro es que lo que escriba María José ahora no tendrá un brillante destino editorial. Que quizá ni siquiera llegue a convertirse en una novela. Puede ser. Para mí es imposible saberlo. Pero por lo pronto, su caso se ha convertido en un reto. Porque sé que lo que sí me es posible es darle algunos elementos que para mí son fundamentales cuando se trata de formar a un escritor. Aquellos escépticos que dudarían del éxito de mi empresa, son probablemente los mismos que afirman de manera contundente que las escuelas y talleres de escritura son inútiles porque el talento es algo que no se puede enseñar ni infiltrar de algún modo.

Estoy de acuerdo con eso. Si una persona no tiene talento no habrá escuela capaz de lograr convertirlo en un buen escritor. Pero sí estoy convencida de que, cuando lo hay, muchas veces esa persona talentosa carece de las herramientas necesarias para convertir una buena idea en una obra. Quienes hemos sido jurados de concursos lo hemos comprobado. Hay originales que tienen la semilla de una gran idea, pero mal (o muy mal) desarrollada. Por eso siempre he pensado que en esos concursos, además de “el” o “los” premios, podría hacerse una selección de finalistas y ofrecer un taller para ellos. Justamente para dar esos elementos de los que hablaba antes: motivación y herramientas.

En estas dos categorías solía dividir la naturaleza de las clases que recibía en la Escuela de Escritores de la Sogem. La clase de Hugo Argüelles, por ejemplo, era motivacional por anecdótica. Escucharlo era puro gusto y después de sus clases una llegaba a casa con ganas de escribir. Pero Hugo no solía darnos herramientas concretas que pudiéramos usar en la construcción de nuestras obras. Nos daba ideas. A su modo nos echaba a andar las neuronas y serían otros profesores, como Tomás Urtusástegui o María Eugenia Merino quienes nos mostrarían la manera de organizarlas, de darles forma, de convertirlas en algo no solo legible, no solo comprensible, sino en algo que un lector pudiera disfrutar.

Hay también quienes dicen que no es posible enseñar a crear. La imaginación se tiene o no se tiene. Quizá sea un poco audaz afirmar que todas las personas tienen alguna dosis de imaginación, pero así lo creo. Que no se enseña. Puede ser. Pero también es posible despertar una que está medio aletargada. Hay ejercicios para hacerlo que pueden resultar entretenidos, pero el modo infalible siempre será la lectura. A lo largo de los años que llevo escribiendo y relacionándome con otras personas que lo hacen, siempre hemos coincidido en que hay ciertas obras que funcionan a manera de combustible para el autor. En mi caso hay un par de autores que siempre y de manera infalible me han proveído de esa chispa que me impele a sentarme frente a la computadora y ponerme a escribir. Se trata de Mark Twain y de Jorge Ibargüengoitia. Tanto que la influencia de ambos en mi obra es, a veces, evidente. A Ibargüengoitia le aprehendí el sentido del humor para narrar historias o anécdotas sencillas y cotidianas, y de las obras de Mark Twain la mía intentó heredar algo de su irreverencia, su crítica social no siempre obvia pero sí contundente y, también, su sentido del humor, distinto en forma al de Ibargüengoitia pero similar en agudeza.

Mucho más adelante he descubierto autores como Philip Pullman, que escribió la trilogía magnífica La materia oscura; Bjarne Reuter y su Buscando amigos para salvar el mundo, que es de los mejores libros dirigidos niños y jóvenes que me he encontrado, ambos han ejercido sobre mí esa fuerza combustible. También he obtenido inspiración y ejemplo de muchos colegas mexicanos que tienen una obra sólida y admirable, como los hermanos Malpica, Juan Carlos Quezadas, Jaime Alfonso Sandoval y Ana Romero, por mencionar sólo algunos. En mis clases acerco a mis alumnos a los libros de todos los autores que he mencionado Y lo hago presa del entusiasmo que me provocan. Ese es otro elemento indispensable cuando una intenta transmitir el encanto por las letras.

Y es por eso que, hasta el momento, mi fuerte ha sido la Literatura Infantil y Juvenil. Me apasiona en verdad. Debo decir que no ha sido fácil. A pesar de que ha demostrado en la última década ser uno de los géneros más dinámicos y más prósperos en el país, existe esa tendencia general a definirla como subgénero y a no tomarla muy en serio que digamos. Yo lo padecí. Cuando gané el Premio Barco de Vapor en el año 1996, estudiaba el segundo semestre del diplomado de la Sogem. No podemos decir que no fuera un acontecimiento importante: gané con mi primera novela, era el primer premio Barco de Vapor que se otorgaba en el país y, además, contaba con una dotación económica que ninguno de mis compañeros ni yo hubiésemos soñado ganar —al menos no por escribir—. Y sin embargo no faltaron reacciones y comentarios displicentes o, en el mejor de los casos, cargados de condescendencia. “Pero es un premio de literatura infantil”. “Bueno, ya tienes tu premiecito, ahora ya ponte a escribir algo serio”. No hice caso. Seguí escribiendo para niños, y a fin de cuentas muchos de esos compañeros, al darse cuenta de que un escritor de libros para niños puede, en efecto, considerar la posibilidad de vivir de sus libros, intentaron emprender proyectos de esta naturaleza. Algunos lo lograron. Algunos no. Es absolutamente falso que escribir para niños sea más fácil. Es más divertido para algunos, lo admito. Para mí, por lo menos. Hay quienes lo intentan una y otra vez y no lo consiguen. Hay autores con cierta fama que deciden de pronto que van a escribir para niños o editores que se lo solicitan porque ven buenas posibilidades económicas en un nombre. Esos libros se publican, pero no necesariamente tienen un buen recibimiento por parte del público al que van dirigidos. Y es que a los niños no les importa quién sea uno. Por muy rimbombante que suene el nombre, si al niño no le gusta la historia, si el dueño de ese nombre no fue capaz de engancharlo con su prosa, de nada le sirve llamarse como se llame.

Los libros para niños se venden, sí. Hoy representan una parte importantísima del mercado editorial en el país, sí. Pero los escritores debemos escribir motivados por un interés real, no persiguiendo grandes tirajes o presencia en las aulas de los colegios. No pensando que es más fácil, que es más corto, que es más elemental. Que basta con reducir el vocabulario y plantar por ahí alguno que otro diminutivo. No.

Para escribir para niños y jóvenes es indispensable leer libros para niños. Estar al tanto de lo que otros escriben y de cómo día a día el espectro temático es más amplio. Es recomendable también enterarse de lo que niños y jóvenes pasan el tiempo, de cómo piensan; de cómo viven una infancia que para nosotros es tan compleja comparada con la que tuvimos, cuando aún podíamos pasarnos la mañana en el parque y no había teléfonos inteligentes ni Netflix, y las pocas películas infantiles que se estrenaban en verano se tenían que reestrenar el verano siguiente porque no había nada nuevo. Cuando los únicos libros para niños que había disponibles eran los de cuentos clásicos de hadas, los de aventuras de Salgari, de Verne, los lacrimógenos de Amicis. Ninguno de esos estaba mal. Pero ninguno de esos hablaba de alguien como nosotros. Si uno quiere escribir para niños conviene leerse la serie de Harry Potter. Y a Francisco Hinojosa; y a Elvira Lindo y su Manolito Gafotas, y a Michael Ende y a Roald Dahl; incluso hay que leer la grosería infame de Crepúsculo, si no por otra cosa, sí para analizar los porqués de su éxito. Hay que ver dibujos animados —no basta con recordar Don Gato y los Picapiedra, que para los niños de hoy resultan obsoletas y hasta un poco aburridas—. Hay que ver las películas de Pixar. Hay que hablar con los niños que uno tenga a la mano. Preguntarles por lo que les interesa e interesarnos asimismo en sus respuestas.

Y para enseñar a escribir narrativa para niños… no hay fórmulas, como no las hay en otros géneros ni para otros públicos. Hay recomendaciones, hay posibles guías para no caer en los errores en los que frecuentemente se cae. La mejor, insisto, es acercarse a los grandes autores para tomarlos como ejemplo. Es posible enseñar a reconocer esa grandeza y a emularla.

No sé cómo vaya a terminar la historia del anciano de María José. El resultado final no está en mis manos. Pero sé que si, como creo, en ella hay alguna dosis de talento, mis mensajes la harán entusiasmarse y continuar. Y, quién sabe, en una de esas, al cabo de los años, me encuentro en un estante de la Gandhi un libro firmado por María José Cabrera.