Tierra Adentro
Fotografía: Flickr/ Gene Wilburn.

¿Y si escribir fuera como ese momento del parto, cuando ya no hay fuerzas ni para mantener los ojos abiertos, cuando escapa la energía en los gritos, cuando es mejor cancelar para poder irse a dormir? Cuando escribo, me asomo a ese otro mundo donde viven las historias, como a través de un agujero en el hielo, y las pesco para traerlas a este lado materializadas en letras. Entro en trance: para parir y para escribir. Aunque recuerdo mis partos, no registro los momentos en los que escribo ni reconozco mis textos como propios cuando los releo más tarde.

Empecé a escribir después de haber pasado todas mis tardes leyendo: durante el invierno, en un sillón de un solo cuerpo en el que me estiraba transversalmente, escondida en una parte de mi casa adonde nadie iba nunca; y en la cama del cuarto más caluroso de alguna casa durante el verano. Los estantes de la biblioteca se doblaban por el peso de los libros. Con mi hermana nos repartíamos esos títulos que pertenecieron a un abuelo con cualidades de prócer al que nunca conocimos; intercalábamos manuales de anatomía con clásicos literarios. Entre esos objetos que nadie sabía cómo leer, una tarde de tormenta encontré unos cuentos que mi madre le había robado a su hermana en un rapto de odio. Ese libro me hizo sentir que quizás yo también podía escribir. Que las ideas y las escenas que vivían en mi imaginación podían nacer a este mundo.

No escribo todo el tiempo, sino cuando no puedo evitarlo: cuando una línea rebota sin parar adentro de mi cabeza y sé que hasta que no la haga letras no se callará. Cuando empiezo, no paro hasta que quedo seca. Entonces dejo de ser yo: mis dedos tejen como arañas sobre las teclas y al final no sé qué pasó qué hice ni durante cuánto tiempo. Muchas veces no me atrevo a leer lo que escribí porque me avergüenza: sospecho que dejé alguna parte secreta de mí titilando en la pantalla, impúdica, exhibicionista.

Hace unos tres años decidí dejar la Argentina junto a mi familia. Al mismo tiempo tomamos la decisión de tener un hijo. No era la primera vez que hacíamos alguna de esas dos cosas y, como siempre que tomamos una decisión que cambia radicalmente nuestras vidas, no le dimos muchas vueltas.

El proceso mental que hicimos para dejar nuestra vida en Buenos Aires fue lineal: uno busca en el fondo de su memoria y encuentra las mil razones de esos otros migrantes, los primeros, los que nos dieron nuestros apellidos. Posibilidades y oportunidades completan en segundos la lista innecesaria de pros y contras, que nos da el envión para lo que uno ya sabe que va a hacer. Mi salida fue caótica, confusa, convulsionada. Y la llegada al nuevo destino fue inversamente proporcional: todos los “no” se convirtieron en “sí”. Cada día nos reafirmaba lo necesario del cambio. Era como si este lugar, que nunca habíamos visitado y del que no sabíamos absolutamente nada, nos hubiera estado esperando.

Pero en la búsqueda de nuevos horizontes me despedí de mi ciudad, la musa caprichosa e incomprensible que día y noche me susurraba palabras al oído. Recuerdos de infancia disparados por un aroma, historias imposibles imaginadas en el cruce de una mirada, poemas nacidos del chillido de un camión de basura. El cambio me encontró con los brazos llenos de niños, los míos, convertida en la única madre posible para ellos, a quienes había dejado sin otros familiares que pudieran ayudarlos o reconfortarlos. En Buenos Aires tenía un trabajo que me permitía escribir en la tranquilidad de la oficina. Aquí trabajo en casa, mientras cuido a mi hija menor, que se divierte más trepando por mi cuerpo que en los juegos del parque. Mi agenda de actividades está organizada por los horarios del distrito escolar, a los que no solamente adapto la hora en la que sonará la alarma del despertador, sino hasta qué momento del día trabajaré y cuándo debe dormir la siesta mi hija.

Las experiencias son nuevas de verdad: no disparan recuerdos ni paralelismos con mi vida anterior. Y, como si fuera la primera vez, no dejan de llegar a toda velocidad y de estimular mis sentidos. Me ajusto al nuevo mundo una y otra vez. De pronto me definen partes de mi identidad en las que ni siquiera pensaba: sudamericana, carnívora part-time, hispanoparlante. Debo comprender qué soy, para luego completar formularios: “ethnicity: latino; race: white”. Busco acomodarme en mis papeles de madre a la salida de la escuela, vecina en una nueva comunidad, empleada de gente a la que sólo conozco telefónicamente, amiga de personas a quienes jamás había imaginado. Quiero dejar atrás partes de mí que no me gustan y que tienen mucho que ver con la ciudad violenta y caótica de la que provengo y a la que extraño todos los días. Como es adentro es afuera, y sé que si me siento feliz y optimista, podré irradiar sonrisas. Pero primero debo aprender a sonreír un poco más; a ser más tranquila; a suponer lo mejor de las personas. Como una madre monstruosa, Buenos Aires se me aparece en la forma de recuerdos vívidos y recurrentes: una librería en una esquina, frente a una escuela; una cuadra en el barrio chino donde estacionamos el auto una sola vez; el olor de una plaza por la noche en verano, circa 1996. Los recuerdos me atacan cuando estoy sola, sin otro testigo que defina qué es la realidad y qué es el pasado.

Toda mi creatividad, mi imaginación, las historias y la poesía que descubro en el mundo, no se vuelcan al papel sino en la crianza de mis hijos. Invento frases que dejarán al adolescente helado para derretirlo segundos más tarde; cuentos cuando paseamos por la calle para el de siete años; canciones mientras manejo para la de dos. Espero poder recordar las historias que valen la pena para cuando tenga uno de esos momentos de trance frente a la pantalla de mi computadora. Y si no puedo, no me importa: al menos habrán embellecido algunos momentos, como flores o mariposas que quedan prendidas del aire en el instante de una tarde de verano y luego se escapan por una costura suelta del día.

Escribir es como parir, como cazar animales invisibles dentro de un ropero sin fondo y depositarlos en la mesa del comedor. Escribir es como colgarse del cable de la luz y electrocutarse un poco. Es como meter la cabeza a través de un agujero en el hielo y descubrir un mundo al revés, en el que si te acuestas en el piso te caes contra el techo; como dormirse cuando ya se hizo de día y empiezan a oírse los motores de los autos que taponan la autopista para llegar, todos juntos, al centro.


Autores
(Buenos Aires, 1975) es autora de los libros Superhéroes (Cara de Cuis editora, 2009) y Karaoke kiss (Textos de Cartón, 2010).