Cumbia
¡¡¡¡¡¡¡CÙÙÙÙÙÙÙÙÙÙMBIÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁ!!!!!!!
—silencio de esos preñados de desastres, de inminencia pura y muda.
Silencio de antes de que: desenlácese su propia polifonía aturdidora, sus gritos revueltos.
Y rómpanse los tímpanos:
Fue un aullido de proporción gigavática y replicación viral: la consagración de la fiesta desde las rancherías más remotas hasta los canales navegables del Río de la Plata, la bailanta total, la estereofonía absoluta: cumbia.
Fue una precipitación vertical y telúrica como pistolitas veintidós, como clavos, como locomotoras, como misiles aire tierra, como todas las ollas Essen arrojándose al suelo y perforando las baldosas de las cocinas; arrancándose de cada cosa, sumándose en violento arrebato al imán del centro del planeta, el magma ardiente, la ebullición elemental.
De cada parlante online: cumbia. Un grito monstruoso, la consumación del arte hacker de la periferia. Al toque, al toque del aullido, el craquelado de los vidrios que rechinaron como casi toda cosa cuando se rompe, rechinaron los vidrios cuando explotaron en rectas y en diagonales filosas y enseguida lo peor: el estrépito de las caídas guillotinescas sobre los cuerpos vivos y el coro de aullidos, ay, ese último acto de miles y miles. La ciudad entera se inundó de sangre y la sangre llegó al río: en su caudal flotaron brazos, piernas, dedos y cabezas desprendidas con la misma expresión de pavor y sorpresa que habrá tenido Juan El Bautista pero multiplicada por cincuenta mil, como cientos de pantallas las cabezas cortadas transmitieron paradójicamente sin cortes ese pavor y esa sorpresa durante los días y días que pasaron hasta que se dispuso de ellas. Tantos fueron los trozados en las bocas de tormenta que al final las taparon: cada esquina floreció como un cantero de miembros humanos erguidos en ramillete y resistiendo al empuje de la sangre que quería, como todo líquido que camina en Buenos Aires, irse al río, asumir su hidrodestino sudamericano.
Fue el primer vidriomoto urbano de la historia: caída, sangre, polvo y caos. Fue así: primero, el aullido. Después, un silencio que duró menos que lo que tarda en decirse, “silencio” digo, diga “silencio” para tener la medida, pruebe, dígalo: hablo de ese tiempo, la casi nada que pasó entre que el aullido les voló las gorras y los cascos a los negros policías y el impacto con la tierra, liviano el de las gorras antes de rodar a las zanjas y hundirse en el agua podrida —no hay otra agua— y pesado el de los cascos que cayeron un poco más abajo que las gorras: sumergiéronse a fuerza de inercia sónica primero y gravitatoria después: a doble fuerza se hundieron los cascos.
Se suspendieron las cosas ese instante mudo. Como si el tiempo se hubiera salido de ellas para tomar envión: se vació de sí el tiempo y volvió en estallido, acelerado y veloz de esas velocidades que matan, que sólo las explosiones dan. Todo el instante y todas las cosas muertas como si un museo fuera bomba: instante de advenimiento porque fue el antes de la victoria aplastante de la gravedad, una especie de megamaldición babélica y rascaciélica, de origen celestial y fines de averno. Los vidrios rotos, astillados en pedazos filosos, se hundieron en cuerpos vivos. O se pulverizaron, porque terminaron siendo polvo todas las cosas que alguna vez habían sido arena.
Esto es lo que cuento, el aullido, el impacto del aullido sobre cada vidrio, el avance silencioso de las fisuras, la estrepitosa precipitación primera, el gran desastre que se fragmentó en pequeños: las cosas que rebotaron y le pegaron a otras cosas y volvieron a caer y rebotaron cada vez más bajo y menos vertical hasta que cayeron del todo: hasta que cesó la inercia y yacieron como los muertos que ellas mataron, yacieron las cosas convertidas en raíz y apoyo de los sucesivos desmoronamientos que siguieron.
Todo fue cuestión de dos minutos. El resto, el avance capilar del desastre, fue un tiempo de esos que suceden sin prisa y sin pausa, casi imperceptibles, que no necesitan velocidad ni violencia, que en materia de tiempo son casi la misma cosa, porque tienen de aliada a la naturaleza misma: un tiempo como el del agua que no cesa de comerse las casas aun después del aluvión. Lo que no paró, quiero decir, fue el proceso de ósmosis del desastre, una radicalización lenta pero incesante como si algo del aullido se les hubiera metido adentro a las cosas para siempre, una fisión atómica hecha de ruido: cumbia. Radicalización, digo, porque este ruido hizo de cada cosa que tuviera vidrio una parte de sí, como una raíz que creciera para arriba transformando todo en sí misma. Que de eso, y no de otra cosa, está hecha la monstruosidad.
Y en eso, en el principio de la raíz del fin de un mundo —porque, ay, nada de la nada sale: nada empieza sin que termine otra cosa, sin tragarse a la otra—, llegó la Negra Sombra.
Y empezó la diversión. Porque lo que acabo de contar, el aullido y la precipitación vertical y los desangrados al fin —el casi fin porque no, la cosa no terminaba ahí, obviamente: si no quién ahora acá— pasó en dos minutos y pareció el principio del apocalipsis y fue y no fue porque hubo más, monstruoso como cualquier principio tomado desde la primera molécula de su radicalidad, empezó queriendo ser una fiesta:
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Lo que estoy contándoles es más que vidrios rotos, más que caos urbano, más que el colapso último de la General Paz: es la caída del capitalismo global en su localización porteña y granbonaerense. En el primero, segundo y tercer cordón, ese ahorcamiento sucesivo de miserias que asfixian hasta llegar a la nada misma: la pampa y las siempre ajenas, las vaquitas de los otros. Y si no cayó, la miseria, como sí se precipitaron los frentes de los rascacielos y las vidrieras de los shoppings y los parabrisas de los autos blindados, fue porque la arquitectura ranchera está rota de entrada y hasta el fondo, se hace de pedazos de cosas y entonces es más blanda y más nómade: no se cayó nada que no pudiera arreglarse con un palo o atarse con un alambre. Y así fue. Se torcieron más los ranchos, se tornaron más laberínticos los pasillos, se volaron algunas chapas y se murieron un par de pendejos y un par de minas y un par de viejos: muertes que la biomasa miserable reemplaza y multiplica constantemente.
Pero capitalismo sí cayó en su versión Reina del Plata, presa, como estaba escrito, de sus propias tecnologías, que es como decir desgarrado por sus propias garras o cocido en su tinta o muerto de su propia medicina en el sentido más farmacológico del asunto, ese del remedio venenoso y el veneno sanador, ¿se entiende que quiero decir que ganó la parte envenenada? Que se desinfló la globalización, así de sencilla fue la cosa: lo que quedó fueron los globos pinchados de un fin de fiesta y una resaca bárbara que duró décadas, que dura todavía.
Por eso digo que estoy contando más que eso, más que vidrios rotos y desmoronamientos y fiestas muertas y fiestas recién nacidas, digo, les digo a ustedes, el futuro de mí, y no miento pero tampoco digo la verdad: estoy contando mucho menos, ni siquiera
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entera puedo contarles. Sólo lo que veo y veo un quilombo de breves filmaciones archivadas con el solo criterio de su última modificación. Random miro, no puedo más que someterme al azar de lo que sea que coincida un poco y me llame la atención. Dejo pasar el barrido que me muestra alternativamente y en cien pantallitas a la vez los miles de videos y empiezo a mirar cuando me alerta el chirrido computadoresco que salta cada vez que algunas coincidencias de colores o de sonidos se marcan en los gráficos que también miro y analizan las imágenes saltando de a treinta minutos más o menos o eso creo.
Veo, ahora, en este mismo momento, la imagen pixelada de la Negra Sombra: está vestida de naranja, con una túnica, a lo Sai Baba, como si lo hubiera pensado la Negra, como si hubiera previsto que para ser vista más vale un color vibrante y uniforme: la veo en las cien ventanitas de mi pantalla, en el barrido de las miles de filmaciones que están cargadas en el archivo del Museo del Origen, mi genealogía, la nuestra, la de la mártir, la matriz de nosotros, la matrificada: la madre sacrificada que vivió para contarlo, nuestra hipócrita abuela, nuestra hermana, nuestra verduga: la súper madre, la Negra Sombra, el objetivo de todas las cámaras ese 11 de septiembre de 2015 en el único terreno que no había sido tomado ahí en el Camino de Cintura, un campito tan calvo, tan rasurado de miseria que ni yuyos, que ni pastaban gatos ni cataban ratas.
Todas las cámaras para la Negra dije porque lo veo y sin embargo ninguna lente la agarra entera: como si los miles de 100% negro cabeza que portaban celulares de última generación conseguidos como fuera para la gigabailanta —la fiesta había empezado días antes con un sinfín de arrebatos telefónicos que sorprendieron a policías y medios, que por eso lo sabemos ahora, porque quedaron papelitos prensa— se hubieran puesto de acuerdo en hacerla salir linda. Y el único modo de que Frankenstein se vea bonito es mostrarlo en sus partes, en lo más central de sus fragmentos: lo liso, lo más alejado de las costuras. Así que eso filmaron de la Negra: pedazos. Entre el amontonamiento de gente se ve: un rulo rubio, los agujeros de la nariz, el lóbulo blanquísimo de una oreja, un brazo, la boca, las uñas comidas de sus manos negras. Por momentos, media cara: no digo prolijos perfiles, nada de eso, apenas los ojos y la frente o la nariz y la boca para esa Frankenstein tardía y primeriza, nuestra causa motora, la semilla, la ideóloga de La Bailanta Más Grande Del Mundo.
En fin, de a pedazos, como a cualquier todo pero más que a ninguno, la veo a la Negra Sombra ahora también en contrapicado: la coronilla le veo. Se habrán subido los monchos de su corte a las terrazas, a los postes de luz, a los fierros pelados de las puntas de las columnas que erizaban los techos de las casitas como evidencia de la certeza de la multiplicación familiar que tenía la biomasa por entonces. La veo a la Negra dejando caer su burka, veo los pelos rubios que aparecen, las cabezas negras que se apartan, la burka que cae lentamente como si alguna brisa la meciera para amortiguarle la caída a la seda para que flote sobre el charco de la zanja crística la burka en milagro suburbano y subhumano: bonaerense.
Lo que armo con todos los pedazos es a la Negra. Veo, por sobre su coronilla rubia de cabecilla de la negrada, cómo levantó la mano y arrojó su burka, que más que caer, descendió: se bamboleó en una lentitud que tal vez fuera el fruto de los últimos rebotes del primer aullido, melodioso ya de gastadas sus aristas contra tanto suelo y tanto ciudadano. Por los motivos que fueran, descendió sedosa la burka y sedosamente tapó las gorras y los cascos de los primos o los hermanos o los cuñados policías enfrentados a la negrada que se venía mucha, aluvional se venía. Terminó de caer la burka naranja y sedosa o de seda y cuando se le empezaron a hundir los bordes en el agua por eso de la ósmosis que hablábamos antes, la Negra movió un poco esa cara de muñeca nórdica que se había ligado y gritó otra vez, gutural, funesta, fiestera y apocalíptica:
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Y, ahí sí, estalló la música: Re loco re mamado yo bailo cumbia Re loco re mamado Siempre descontrolado bailo mi cumbia Al baile voy mamado. Cantó Lescano desde arriba del tropicamión que se había armado como escenario y toda la negrada empezó a mover el orto y a dar esos pasitos que daban en los bailes de esa época. Llegó con los vidrios rotos el camión pero los tachos de luz habían zafado porque venían metidos adentro de cajas de telgopor: los rayos de colores hicieron círculos sobre la biomasa que respondió bailando y abriendo las heladeritas portátiles llenas de birra y de jarras locas que habían traído: ardió la fiesta. Y se multiplicaron los negros como gremlins estimulados por el alcohol y las luces. Y duró días en el Bloque, que así se llamaba esto en el principio, antes de llamarse El Pueblo. El Bloque: acá, donde nadie se había muerto porque todavía no le habían puesto vidrios a las ventanas, donde nadie lamentó los muertos de la ciudad porque no se enteraron hasta tres días después. Habían llegado bastante puestos al sapucai del Bloque, que así le habían llamado los hackers a su chiste, que no había sido otra cosa que poner a aullar a todos los parlantes online a la vez para que sí, que esa vez, la fiesta fuera
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