Tierra Adentro
Ilustración: Flickr / .gsr.

Breve noticia de “Canto de la Nena vista”

Del vasto acervo de la Ciudad y las Tierras, el “Canto de la Nena vista” es, sin duda, la flor más retorcida. De autor desconocido —aunque abunden, por supuesto, las hipótesis—, su composición se sitúa en los tiempos de esa Revuelta por la Larga que sacudió los cimientos de aquella sociedad. Los críticos subrayaron después, una y mil veces, la extrañeza de que una obra de fuste, redactada al calor de esos fuegos y dedicada a rescatar la figura de una de sus heroínas más cantadas, eluda cualquier referencia al movimiento. El “Canto” es, sin dudas, una composición culterana que no busca popularidad ni intenta intervenir en los combates del momento. No sirve en absoluto a la causa en la que militó la Nena: ni siquiera la ataca. Esta prescindencia es una toma de partido. El autor parece postular que, en medio de la tormenta, los mismos materiales que se usan para agitar pueden utilizarse para otros propósitos; si no fuera así, es evidente que podría haber escrito más o menos lo mismo tomando como protagonista a cualquier otra persona. El autor parece afirmar, con el “Canto”, que la belleza —o lo que él considera, supongamos, la belleza— puede apoderarse de cualquier trinchera. El problema es que su composición no responde —ni por estructura ni por temática— a ninguno de los cánones aceptados, clásicos, de la belleza en la Ciudad y las Tierras.

Y, aun así, sobrevivió a los siglos y llegó hasta nosotros, en la bellísima traducción que debemos primero al francés del caballero Alphonse des Thoucqueaux y por fin, modestamente, al castellano de un servidor. Sin ánimo de abusar de la paciencia del lector, dos o tres aclaraciones imponen su necesidad: en la lengua de la Ciudad y las Tierras, el tiempo se mide en estaciones —tres estaciones igualan un año—, válvula significa vulva y los pelos verdes son la marca que siempre identificó a la Nena en la iconografía revolucionaria.

 

Canto de la Nena vista

Cuando su madre la veía, le veía lo azaroso del tiempo, cuando la miraba, despacio, los ojos entornados, lo que veía eran bastantes Nenas. Muchas Nenas se le mezclaban cada vez que intentaba mirarla. Mirarla era de vértigo para Raquel, su madre: se le escapaba todo el tiempo cada cara. Las veía todas cada vez, mezcladas. Cuando su madre la veía,veía cómo fue que se le abrió la cara cuando dio el primer grito, recordaba: la cara era una arruga arrepollada, como una feta todavía de las carnes desde donde tan recién había llegado. La cara era de adentro y sólo –una feta todavía, una mordida rebanada– se hizo de afuera cuando se le abrió brutal la boca para el grito, cuando se vio que la Nena también su adentrotenía, hecho de rosadito resbaloso; nada más teniendo adentro puede alguien pasar a ser de afuera.

Cuando su madre la veía, veía también la primera cara de feroz que puso una tercera, bien mezclada. La cara de feroz era redonda como un racimo de uvas, recordaba: por aquí un poco hinchada, por allá más hinchada por la cólera de chupar sin que nada saliera, rechinando sobre esa mama flaca. En esa cara los ojos le quedaban ranuras, la boca un aspaviento, la nariz apretada, todo, todo y la cara se habían cerrado: todo estaba afuera. La crueldad es una cara que cierra sus agujeros.

Lo azaroso es el tiempo; cuando su madre la veía, veía también la cara de la Nena la primera vez que le dio un beso con su lengua, recordaba: ya de seis estaciones, casi siete, la Nena con el pelo rapado para mostrar que la cuidaban, sus manitas fregando sin parar la una a la otra, sus ojos que nunca se quedaban en una cosa sola, sus rodillas que tanto se enredaban, unas palabras que ella sola entendía y la manera en que le contestó su beso con un beso, estirando extremando, expatriando, enarcando o casi serpenteando su lengüita de iguana puntiaguda y entendió que una parte de adentro podía pasar afuera y después adentro de otro adentro, mezclarse en otro adentro no por hambre o un grito sino por ganas nada más, por estar yendo.

Lo azaroso, cuando su madre la veía en un momento, en ése, el tiempo, le veía su cara también una primera, antes de despertarse, con colores y después, esa misma primera, al despertarse, con sus pelos pintados, recordaba: la cara de la Nena en su sueño que rebosaba de colores que mal se le escapaban de las manos y después la cara de la Nena cuando se despertó, de pánfila inocencia, ya de veinte estaciones, mirando a ningún lado, y con sus pelos mal pintados del verde que siempre llevaría. Le pareció que había entendido —que Nena había entendido: a la madre le pareció que la hija había entendido— que hay por lo menos dos lugares: si adentro es rosadito resbaloso, afuera tiene que ser de otro color: el verde era decirle que ya se le había ido.

Le tenía tantas caras.

Una madre en la cara ve muchas veces caras de una primera vez, y otra y aquella vez que nadie se acordaría si no fuera porque ahí está, para eso, sin querer o sí queriendo, nadie sabe, ella.

Le puede ver y recordar y cada vez verle también las caras —mezcladas, amalgamadas, confundidas— que otros le vieron, recordaba: cómo vio que los ojos de Juanca la veían, igual que tantos de otros hombres, compungida por tan igual que la veían, más que nada como la cara que una válvula de esas gordetas puede permitirse tener; una manera de prometer su adentro desde afuera, un modo de decir que su cara no es su cara.

Una madre en la cara ve muchas veces caras de una primera vez, y otra y aquellas veces que no recuerda nadie, muchas caras que poca cosa, una que se miraba en un espejo, una que se golpeó la nariz y le sangraba, una que no podía dormir, lloraba y se le hizo de nuevo la primera, una de asombro por una hormiga viva, una de gran felicidad por nada, una que cerraba los ojos y jugaba a ser ciega, una que entendió que su madre era otra cara, una que parecía de mucho espanto, una que parecía de acuchillarse, una que parecía ser tantas, una que nunca supo qué era, todas en lo azaroso bien mezcladas —entreveradas, confundidas, bien mezcladas.

Amalgamadas, bien mezcladas, entreveradas las veía: el grito adentro afuera, la lengüita enarcada, los ojos apretados, la válvula gordeta, la manera de decir no es su cara, el aspaviento de haber cerrado todo, hormiga viva, felicidad por nada, chupandina, el espejo de pánfila, la marca de sangre en la nariz, pavor, la mueca de ver que no era ella, la lengüita expatriada, ojo ciego, los colores, rapado el pelo tanto cuanto verde, el rosadito adentro afuera, todo lo azaroso del tiempo lo mezclaba.

Lo azaroso del tiempo lo veía en esas mezclas de una cara, lo tarado del tiempo: no es azaroso, es tonto. Ella sabía que tantas caras de la Nena se perdían con ella. Es más que tonto: es azaroso, el tiempo: caras que se perdían porque sí, con ella.

No pudo verla en otras, nunca pudo verla en los ojos del soldado ni de algunos que la vieron después ni de los tantos que después la tuvieron en las manos. Su cara en tantas manos ya sin hacerse ni ser hecha, ya sin quedar, porque no tenía dónde. Ya su madre, ella, Raquel, su madre se había muerto. El tiempo se esconde de las caras. Después de muerta madre le quedaba a la Nena —a cualquiera le queda— sólo una cara sola, cada vez distinta, pero una cada vez, sin amalgama. En nadie se le mezclan. Para eso sirve madre, decía, para hacer que el tiempo se confunda un poco, tropiece, trastabille y vuelva a ser de nada.

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