En la guerra estas cosas suelen acaecer: 500 años de la Noche Triste
Tiene esta gran ciudad sobre agua hechas
firmes calzadas, que a su mucha gente
por capaces que son vienen estrechas;
Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana
El caminante anda por una ancha calzada. En ella, el vestigio de recuerdos ya casi empañados por el tiempo regresa a los labios que sueltan una bocanada de humo, mientras sus ojos se pierden en el largo camino recorrido de una ciudad tres veces fundada. En la primera de ellas, el caminante advierte que la calle que arropa sus pasos unía el centro del imperio con tierra firme, con un inmenso lago entre los dos; en la segunda, como escribiera Luis González Obregón, fueron “arrasados uno a uno sus teocallis y edificios, [y] abandonada después de glorioso sitio a causa del insoportable hedor que despedían los mil cadáveres”;[1] varias decenas de años después de su tercera fundación, tanques y halcones recorrerían con sevicia su historia centenaria para reprimir salvajemente una manifestación estudiantil.
El caminante también sabe que en los siglos de esta calzada están sus propios pasos que la caminaron fervorosamente, primero, y despechados, después. “En la guerra estas cosas suelen acaecer”, se dice mientras se sienta en una de las tres únicas mesas del área de fumar de un Toks. Acompañado de un café desabrido que va olvidando con cada nuevo cigarro su calor, el caminante fija su vista en los restos de un ahuehuete casi marchito, cuyos restos muestran todavía las cicatrices que un incendio le infligiera un 10 de enero de 1980. Sin embargo su mirada no ve las llamas ni escucha el crepitar de la madera, en realidad, se remonta muchos años atrás, a una fotografía en donde un maestro, que lleva sobre las canas un sombrero claro, platica con un joven de chamarra a cuadros y pantalón obscuro que lleva entre sus manos un pedazo de papel: artificio, quizás, al que acudirá la memoria días o años después. En la instantánea, es Manuel Gamio quien habla, y Miguel León Portilla lo escucha con la juvenil curiosidad que nunca lo abandonó.
En Forjando patria, Manuel Gamio escribe sobre los aspectos de la Historia. En el libro, describe los dos valores que ésta posee: el especulativo y el trascendente. Cuando la Historia está pasivamente en las bibliotecas o en la mente de los hombres su valor es especulativo, y si se le considera como un “copioso índice, como fuente inagotable de experiencias por medio de las cuales la humanidad ha alcanzado sus diversas etapas de florecimiento y decadencia”[2], entonces, se vuelve trascendente. Dentro de estos aspectos de la Historia, Gamio menciona —junto a los “prejuicios corrientes”, el “criterio integral” y los “límites específicos, geográficos y cronológicos”— el “bello aspecto”, que es, en palabras del insigne historiador, un aspecto “puramente descriptivo y encaminado a instruir agradable, aunque superficialmente, al lector”. Y quizás sea este aspecto el que ha acompañado al caminante en su travesía por la calzada que abriga al vetusto ahuehuete. Si como escribe Vicente Quirarte, a propósito de Guillermo Prieto, “la vagancia es un arte, una educación que se afirma conforme se complican los códigos de la ciudad”,[3] el andar de nuestro caminante ha encontrado en la calzada un código del que se cumplen quinientos años, y en ella, una historia que se anida en sus centros.
La tradición indígena, realista, vigorosa […] nos deja mirar cómo era […] la vida de los mexicanos antes de que llegara la Conquista: artes originales y novísimas[…]Industria ingeniosa de múltiples manifestaciones. Organización social compleja, fuerte y sabia. Rituales extraños en los que sangre fresca, copalli cristalino y goma ennegrecida, constituían la más devota ofrenda; panteón ilimitado, donde tuvieron cabida desde el dios generador de la existencia hasta los cuatrocientos dioses del vino y de la embriaguez. Instituciones militares que pusieron asombro en los capitanes hispanos.
Estas y otras manifestaciones reviven a nuestros ojos a la raza vencida; percibimos el ambiente de gloria en que se hizo grande, la miramos de relieve, palpamos casi, su carne cobriza, oímos su alarido bélico, sentimos el pavor y la admiración que llevaban consigo los guerreros de Cortés cuando en la “noche triste” hallaron medida a la pujanza de ese pueblo que sabía perder la vida como arrancarla.[4]
La historia —una de tantas— que en esta calzada se enquista tiene, como Cerbero, tres cabezas: los sucesos aciagos —para los conquistadores españoles— de aquel 30 de junio de 1520; el apelativo de “noche triste”, y el ahuehuete que se afincó en la memoria colectiva mexicana como el lugar donde Cortés lloró su derrota. Manuel Gamio escribió Forjando patria en 1916, por lo que “noche triste” ya estaba en el imaginario nacionalista.
Francisco López de Gómara, en su Historia de la conquista de México, de 1552, escribe: “fue aciago el día, y la noche triste y llorosa para nuestros españoles y amigos. Regocijaron aquella tarde y noche los de México con grandes fuegos, con muchas bocinas y acábales con bailes, banquetes y borracheras”.[5] Y si bien cabe la posibilidad que esta fuera la primera vez que el sustantivo y el adjetivo se emparentaran para nombrar una batalla por la conquista de México, Gómara hace alusión a una derrota posterior, cuando Moctezuma Xocoyotzin ya había muerto, al igual que su sucesor Cuitláhuac, y en el trono estaba el último tlatoani: Cuauhtémoc. El caminante tendrá que recorrer tres siglos en su memoria para buscar el epíteto en un artículo de El siglo XIX, en donde se consigna que:
En la próxima exposición de la Academia verán un magnífico cuadro histórico que ha ejecutado el hábil pintor mexicano don Francisco Mendoza. […] Representa la tremenda batalla conocida en la historia de la conquista con el nombre de la Noche Triste. […] Infinitas son las figuras del cuadro, y muchas de aquéllas son retratos verdaderos. Allí están Hernán Cortés, Alvarado, Sandoval, doña Marina, el señor de Iztapalapa, Cacamantzin, los hijos de Moctezuma y otros […] le excitamos a que siga cultivando con su diestro pincel la historia no explorada del país.[6]
En esta “historia no explorada del país”, será hasta el año de 1885 en donde el melancólico epíteto encuentre reposo —treinta años antes del libro de Gamio— en una pintura de José María Velazco: El ahuehuete de la noche triste. El año en que la pintura se fecha es relevante si se piensa que en 1880, Manuel Orozco y Berra publica su Historia antigua y de la conquista de México, en donde escribe que: “Tan profunda fue la impresión causada en el ánimo de los conquistadores por aquella sangrienta derrota, que bautizaron la jornada con el epíteto significativo de la Noche triste”. [7] Sin embargo, en 1892, Alfredo Chavero publica su Explicación del Lienzo de Tlaxcala, el códice fechado alrededor de 1550, y que da cuenta desde un lugar privilegiado, por el papel que tuvieron los tlaxcaltecas en la campaña, de la bienvenida y de la guerra a los conquistadores. En este texto, Chavero escribe, sin miramientos, en su descripción de la lámina decimonovena:
Los que aceptan la fábula de que Cortés lloró bajo el ahuehuete de Popotla, o en el teocalli de Tacuba, como quiere el Sr. Orozco, no están en lo cierto: si con esto lo rebaja la leyenda en la tremenda lucha de aquella noche memorable, la historia, por el contrario lo realza, pues no se bajó un instante del caballo, y no se detuvo ni en Popotla ni en Tlacopan; y ni tiempo tuvo para llorar, sino sólo para batallar sin descanso.
La idea del mito fue y es necesaria para establecer una noción de “patria diamantina”, de un nacionalismo tan necesitado en el siglo XIX después de una guerra de independencia, de luchas fratricidas, de invasiones extranjeras y de un proceso que llegaría a cierta engañosa calma con la pax porfiriana; así, la frase del citado Prieto, “Los valientes no asesinan”, la defensa del Castillo de Chapultepec o la Noche triste, son intentos de construir un arraigo en la historia y en la memoria. Y éste no debiera ser motivo para fútiles diatribas o encendidas arengas en pos de una nación fragmentada, diversa y compleja. Lucas Alamán escribió que: “estos trastornos que de tiempo en tiempo han sufrido todas las naciones; estas revoluciones que mudan la faz del orbe y que tienen el nombre de conquistas, no deben ser consideradas ni en razón de la justicia, ni en la de los medios que se emplean para su ejecución, sino más bien en razón de sus consecuencias”.[8] Y en esta pesquisa, pretextada por quinientos años de aquella batalla, convendría revisar los diferentes testimonios con los que se cuentan.
La andanada del pueblo mexica en contra de los teules que se encontraban hospedados dentro de la ciudad se debió, indudablemente, a la ausencia de Cortés en la capital del imperio, puesto que Pánfilo de Narváez había llegado a la Villa Rica de la Vera Cruz, desde Cuba y con la venia del gobernador Diego Velázquez, para contraponerse a la campaña del extremeño. López de Gómara refiere que Cortés, al enterarse, le dijo a Moctezuma:
Señor, conocido tenéis el amor que os tengo y el deseo de serviros, y la esperanza de que a mí y a mis compañeros haréis, cuando nos vamos, muy crecidas mercedes. Pues ahora os suplico me las hagáis en estaros siempre aquí, y miréis por estos españoles que con vos dejo, y que os encomiendo, con el oro y joyas que les queda y que vos nos disteis; porque yo me parto a decir a aquellos que poco ha llegaron en la flota, cómo vuestra alteza manda que yo me vaya, y que no hagan daño ni enojo a vuestros súbditos y vasallos, ni entren en vuestras tierras, sino que se estén en la costa hasta que nosotros estemos para poder embarcar y nos ir, como es la vuestra voluntad y merced […][9]
Moctezuma accedió a los ruegos de Cortés, y éste partió a una campaña que terminaría con la prisión de Pánfilo de Narváez. Mientras tanto, y como refiere el mismo López de Gómara:
[…] pocos días después de ido Cortés a Narváez, vino cierta fiesta solemne que los mexicanos celebraban, y qui-iéronla celebrar como solían, y para ello pidieron licencia a Pedro de Alvarado [quien] se la dio, con tal que en el sacrificio no interviniese muerte de hombres ni llevasen armas. Juntáronse más de seiscientos caballeros y principales personas, y aun algunos señores, en el templo mayor; otros dicen más de mil. Hicieron grandísimo ruido aquella noche con atabales, caracoles, cornetas, huesos hendidos, con que silban muy recio, […] desnudos, empero cubiertos de piedra y perlas, collares, cintas, brazaletes y otras muchas joyas de oro, plata y aljófar, y con muy ricos penachos en las cabezas, bailaron el baile que llaman mazeualiztli […] Estando pues bailando aquellos caballeros mexicanos en el patio del templo de Uitcilopuchtli, fue allá Pedro de Alvarado. Si fue de su cabeza o por acuerdo de todos no lo sabría decir; más de que unos dicen que fue avisado que aquellos indios, como principales de la ciudad, se habían juntado allí a concertar el motín y rebelión que después hicieron; otros, que al principio fueron a verlos bailar baile tan loado y famoso, y viéndolos tan ricos, que se acodiciaron al oro que traían a cuestas, […] y sin duelo ni piedad cristiana los acuchilló y mató, y quitó lo que tenían encima. Cortés, aunque le debió pesar, disimuló por no enojar a los que lo hicieron.[10]
Al regresar Cortés de su expedición encontró al pueblo sublevado en contra de los invasores por la matanza. Y después de soportar los embates de los guerreros mexicas, el conquistador tuvo que pedir a Moctezuma que intercediera por él y por los suyos ante su pueblo. Moctezuma Xocoyotzin, quien en el juicio de la Historia ha pasado por un gobernante de feble temple respondió: “¿Qué quiere ya de mí, Malinche? […] Han propuesto de no os dejar salir de aquí con la vida; y así creo que todos vosotros habéis de morir”. [11] Al salir al pretil del templo, Moctezuma murió, dicen los vencedores, lapidado por su propio pueblo, y en eso coinciden tanto las historias de los cronistas de la conquista como plumas como la de Francisco Cervantes de Salazar. Sin embargo, como quisiera Manuel Gamio, si quisiéramos apelar al valor trascendental de la Historia y viéramos la historia de la conquista de América Latina en su conjunto, veríamos que es probable que a Moctezuma lo mataran los propios captores, para después dar la versión de que fue su propia gente, como un modo de expiar culpas y afirmarse como salvadores, en vez de conquistadores.
Lo cierto es que a la muerte de Moctezuma se eligió como sucesor a Cuitláhuac —su hermano, ambos hijos de Axayácatl—, quien dirigió por ochenta días la embestida contra el enemigo. Ante el asedio del pueblo mexica, Cortés decide abandonar la ciudad, no sin antes llevar consigo el oro que habían recolectado. Relata Cristobal del Castillo en :
Era media noche exacta y además lloviznaba, caía una lluvia fina. […] Entonces salieron los españoles. Nadie alzaba la voz, sólo iban llamándose disimuladamente. […] llegaron […] hasta el cuarto gran canal, llamado Canal Tolteca, pero ahí fueron vistos que salían, que se iban perdiendo en la noche, que iban a escapar secretamente de noche los españoles y todos los tlaxcaltecas. Y primero los vio una mujer que recogía una red allá, a la orilla del canal. En cuanto fue oído su llamado, todos […] se levantaron […] De ambos lados eran flechados los españoles, en ambos lados eran muertos […] Fue a causa de todo el oro y la plata […] que se hicieron pesados, que se hundieron en el agua […] Cuando llegaron al lugar llamado Popotla ya se había hecho de día.[12]
Esta crónica de Cristobal del Castillo se escribió alrededor de 1599, y junto a los textos de Bernal Díaz del Castillo y del propio Hernán Cortés en sus cartas de relación, entre muchos otros, son lo más cercano a conocer el olor de la sangre mezclada con el agua, del miedo surcado por las flechas, del sonido de la pálida sensación de asfixia entre las aguas hoy perdidas de la Ciudad. Escribió Bernal del Castillo: “volvamos a Pedro de Alvarado; que como Cortés y los demás capitanes le encontraron de aquella manera y vieron que no venían más soldados, se le saltaron las lágrimas de los ojos”.[13] Del mismo modo, Diego Muñoz Camargo, historiador tlaxcalteca, escribe a mediados del siglo XVI —relato que podemos conocer gracias a una edición preparada ex profeso para la exposición de Chicago de 1892 por el mencionado Alfredo Chavero—:
[…] salieron los mexicanos con tan gran alboroto, ira y furia, y en tan breve espacio, que parecía que el mundo se acababa; y en un momento se hincharon las plazas y calles y azoteas de tantas gentes, que no cabían unos y otros, y vello era la cosa más horrible y espantosa que se vio jamás […] y comenzaron a arremeter y dar en los nuestros tras cruelmente y con tan gran ira, ímpetu, y coraje y furia, que no parecían sino leones fieros y encarnizados y hambrientos.[14]
El sonido de la carne atravesada por el tiempo llega hasta los oídos de nuestro caminante. El café se ha tornado insoportablemente solitario. Él sabe del tiempo y sus espirales. Si el llanto del conquistador del “mito negro”, como escribiera Paz, cayó entre las raíces del ahuehuete, en realidad no importa. Es la historia de la calzada lo que llena la memoria de sus pasos, los sonidos que alimentan esta Ciudad tres veces fundada. Es el trayecto que ha recorrido hasta encontrarse de pie, frente al árbol de la noche triste, enclavado en sus recuerdos, en una acera del siglo veintiuno, bajo el sol que quema sus labios que en la México-Tacuba repiten: “En la guerra estas cosas suelen acaecer”.
[1] Luis González Obregón, México viejo, México: Editorial Offset, 1982, p. 7.
[2] Manuel Gamio, “Aspectos de la historia”, en Ernesto de la Torre, Lecturas Históricas Mexicanas (tomo III), México: UNAM, 1994, p. 438.
[3] Vicente Quirarte, “La Patria como oficio”, en La Patria como oficio. Guillermo Prieto, una antología general, México: FCE, Fundación para las Letras Mexicanas, UNAM, 2009, p.23.
[4] Manuel Gamio, op. cit., p. 442
[5] Francisco López de Gómara, Historia de la conquista de México, Venezuela: Fundación Biblioteca Ayacucho, 2007, p. 267.
[6] Ida Rodríguez Prampolini, La crítica de arte en México en el siglo XIX (tomo II), México: UNAM, 1997, p. 158.
[7] Manuel Orozco y Berra, Historia antigua y de la conquista de México, Tipografía de Gonzalo A. Esteva, 1880, p. 454.
[8] Lucas Alamán, “La conquista de México”, en Ernesto de la Torre, op. cit., p. 106.
[9] Francisco López de Gómara, op. cit., p. 190.
[10] Íbid., pp. 197 y 198.
[11] Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, México: Editorial Pedro Robredo, 1939, p. 78.
[12] Cristobal del Castillo, Historia de la venida de los mexicanos y de otros pueblos e historia de la conquista, México: Conaculta, 2001, p. 145 y ss.
[13] Bernal Díaz del Castillo, op. cit., p. 86.
[14] Diego Muñoz Camargo, Historia de Tlaxcala, México: Oficina tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1892, p. 223 y 224.