El vehículo del crimen
Este cuento está en venta. Es casi nuevo. Tiene sólo 1,055 palabras y todos los papeles en regla, pero necesito deshacerme urgentemente de él porque fue utilizado en un crimen.
Ocurrió hace poco, cuando decidí llevarlo a un taller literario en el que nadie encontró manera de echarlo a andar. Según me explicaron tiene un problema grave en la suspensión de la incredulidad, ya que nadie considera verosímil la premisa de un cuento que también es coche y que transcurre en un taller literario literal, en el que las paredes están tapizadas con recortes de revistas y calendarios con fotografías de escritores famosos en traje de baño. La idea de un calendario Alfaguara 2014 con doce fotografías de Mario Vargas Llosa enfundado en provocadores y entallados trajecitos de vaquero les pareció sencillamente absurda.
Utilicé mis mejores argumentos para defenderme pero no escucharon razones. El cuento tiene un problema irremediable con la suspensión, y para acabarla de joder también se le rompió la dirección porque nunca llega a nada y parece escrito para alargar una ocurrencia que en realidad no daba para más de un par de renglones. ¿Qué le vamos a hacer?
Uno de los miembros del taller, después de examinar mi cuento detenidamente, bajarle el volumen a La Ke Buena y acomodarse las gafas de pasta gruesa, me dijo:
—Pasa de que hay un desgaste grave en la objetivización del cuento como punto de partida para desarrollar una narrativa coherente, jefe.
Después de pedirle que me hablara en español, el susodicho me explicó que, en pocas palabras, la premisa no funcionaba porque la historia no tenía un detonador. Respondí que ese no era problema, y acto seguido extraje del bolsillo de mi chamarra un pequeño cilindro negro con un botón rojo y le pregunté si ese era el tipo de detonador del que estaba hablando. Todos los presentes entraron en pánico y se echaron al suelo.
—¡Quietos todos o volamos! —exclamé blandiendo el detonador con la mano derecha.
—¡No lo hagas! —gritó una mujer desde debajo de una mesa—. ¡Sólo estás intentando ganar tiempo mientras se te ocurre un final para el cuento y si oprimes ese botón la historia se termina!
—¡No me importa! —mentí con risa macabra.
Como efectivamente no tenía un plan maestro, decidí contarles entonces sobre mi plan de internet, y sobre el sitio de venta de armas en línea a través del cual había comprado el detonador, mientras por dentro rogaba que algún inesperado héroe entrara en acción y me detuviera a medio discurso.
—Con ese detonador no se arregla el cuento —murmuró alguien.
—Yo creo que la historia se resolvería mejor si nos dejaras ir a todos —agregó el individuo de las gafas.
Desesperado me acerqué a él y lo callé con una patada en las costillas, primero por intentarme ver la cara y después para que pasara algo en la historia, ya que no se me ocurría cómo salir de aquella incómoda e inesperada situación de rehenes en la que me había metido.
Les quité sus celulares, cerré la puerta del taller, y sin soltar el detonador de la historia me senté a pensar sobre la cubierta de un libro titulado «Pérdida total». Así pasaron cuarenta minutos, hasta que el cretino de los lentes se envalentonó y comenzó a amenazarme, utilizando como arma un gato que había levantado del suelo.
—¡Salgan todos! —les gritó a los demás empuñando el gato con ambas manos y sin quitarme la mirada de encima.
Cuando el último rehén había salido, el hombre de las gafas se acercó a la puerta con mucha precaución y antes de echarse a correr me arrojó el gato a la cara. El animal, que hasta ese momento había permanecido tranquilo y dócil a pesar de la situación, aterrizó sobre mi boca con las cuatro zarpas abiertas y entre bramidos histéricos me acuchilló con las garras hasta que finalmente logré quitármelo de encima y echarlo por la ventana con una patada.
—¡Hidráulico! —gritó su aterrado dueño al verlo caer hacia el vacío, que pronto se llenó con entrañas de gato.
—¡A que no veían venir ese giro! —grité orgulloso desde la ventana.
—¡A que tú no veías venir éste! —respondió el dueño de Hidráulico con lágrimas en los ojos, y extrayendo un rifle con mira telescópica de una caja de madera con la inscripción Deus Ex Machina S.A. de C.V.
Dos disparos pasaron zumbando a un lado de mi cara y el tercero me dio de lleno en el pecho. En ese momento caí estrepitosamente al suelo en medio de una súbita negrura, pero mientras agonizaba decidí que por ser mi cuento, al llevarme las manos al pecho y abrirme la camisa, descubriría que un chaleco antibalas me había salvado la vida.
Aprovechando el descarado uso de Deus Ex Machina de mis colegas, recordé que varios años atrás había tomado un curso para pilotear helicópteros y subí corriendo hasta el helipuerto que acababan de construir dos días antes sobre el techo del edificio.
Después de cierta dificultad con los controles, finalmente logré despegar un helicóptero artillado y lo guie hasta donde se encontraban los miembros del taller, que con miradas incrédulas y los pelos revueltos por el ventarrón, comenzaron a correr en todas direcciones.
—¡Ya nada tiene sentido! —gritó el de las gafas antes de volar por los aires con el misil que le disparé.
—¡Termina con de una vez con este sufrimiento! —dijo tirado en el suelo el dueño de Hidráulico el gato, mientras maniobraba el helicóptero y apuntaba las ametralladoras hacia él.
Cuando me di cuenta de lo que había hecho ya era demasiado tarde. Aterricé la nave junto a los ocho cadáveres quemados y cercenados de los integrantes del taller, y después de limpiar las evidencias y de cubrir mis huellas, decidí que lo mejor era hacerme de una guayabera y un sombrero Panamá, subir al helicóptero y exiliarme en una isla caribeña para vivir en el anonimato hasta que se calmaran las cosas.
Con las prisas de la huida, sin embargo, no me pude deshacer de este cuento, y ahora lo estoy ofreciendo a precio de remate, para venderlo por partes o para usarlo como vehículo de escape en caso de un crimen o de extremo aburrimiento en la oficina. Pido pago de contado y el precio se puede negociar.