Tierra Adentro
Ilustraciones: Eduardo R. Trejo

Simon Critchley es autor de un emotivo libro sobre Bowie, donde hace un repaso a la obra y la carrera del músico inglés para tejer una reflexión ulterior: la manera en que transformó la muerte en un arte y el arte en muerte.

Lado A

Quisiera comenzar diciendo quién es Simon Critchley porque todo mundo sabe, o debería saber, quién es David Bowie.

Barajeo varias posibilidades.

Si hablo de su físico, diría que Critchley es un filósofo clásico: su cráneo y rostro marcial pueden servir como modelo para esculpir el busto de un sabio antiguo. Su mirada cavernosa ofrece una visión igual de atribulada y solemne que el pensamiento de un Aristóteles a punto ya no de revelar, sino de callar una verdad metafísica. Pero con clásico no me refiero al aura de complejidad que rodea a todo filósofo canónico, porque su obra, si acaso tiene un mérito, es la fácil legibilidad que le ha ganado legiones de lectores jóvenes. El humor para Critchley es, antes que un mero tópico de disertación, un arma política, y recurre a él constantemente. On Humor, un libro pendiente de traducir y promover en México, es muestra de ello.

Si, por el contrario, hablo de sus libros, diría que es uno de los filósofos vivos más interesantes que nos ha dado un Reino Unido cada vez más dividido. Su principal preocupación es la teoría política, pero también habla con soltura sobre futbol, música y cultura pop: escribe con la misma pasión sobre Hegel o Derrida que de Pussy Riot o el Ejército Zapatista de Chiapas, y entrevista con la misma acuciosidad y respeto a artistas como Liam Gillick que al actor Philip Seymour Hoffman —con quien sostuvo una conmovedora conversación dos años antes de su fallecimiento por sobredosis, en la que discuten el amor, la felicidad y, ay, la muerte—. A diferencia de un Žižek, el «Elvis de la teoría» omnipresente en cada portada de revista o diario europeo, Critchley prefiere caminar por la orilla de los reflectores antes que ponerse en plena luz. Ha escrito libros indispensables para entender la democracia, la política y la ética contemporáneas, entre ellos Ethics-Politics-Subjectivity, Infinitely Demanding Ethics of Commitment, Politics of Resistance, The Faith of the Faithless y, tal vez mi favorito, The Book of Dead Philosophers, donde relata la muerte de casi todos los filósofos desde la antigüedad hasta nuestros días y en la que, por lo demás, predice su propia muerte: asesinado por un oso.

Si hablo de Critchley desde mi mera subjetividad, diría que es un filósofo que ha cambiado no sólo mi forma de ver la vida, sino de morirla. Siendo un diletante, cuando lo leo me hace sentir filósofo. Y el filósofo, dice parafraseando a Sócrates, es un ser siempre moribundo; aprende a vivir para saber morir y, a veces, tristemente, la mejor forma de hacerlo es experimentando la muerte de los otros.

LADO B

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En On Bowie, editado en 2014 por primera vez, pero con el deceso del músico británico reescrito y ahora publicado como Bowie en versión española —sí, de España, por Sexto Piso, de México—, Critchley de nuevo habla en cierta medida de cómo lidiar con la muerte. Un mes antes del inesperado fallecimiento del músico, la madre de Critchley murió dejándolo a él abismado en una afasia de la que no podía escapar, mas «La muerte de Bowie desbloqueó la incapacidad de hablar sobre mi madre. Las palabras empezaron a salir a borbotones. Y ahora estoy escribiendo éstas. Como eran sobre él, en cierto modo eran sobre ella». Más que ser un mero elemento anecdótico o narrativo, este paralelismo tiene una repercusión en la vida del filósofo tanto en la forma como llevó su duelo como en la forma en que Bowie influyó en su vida.

Sheila Patricia Critchley, su madre, fue quien le compró una copia de Starman días después de que Simon, de doce años, viera la aparición de Bowie en la televisión británica en el programa Top of the Tops el 6 de julio de 1972, interpretando aquella canción donde habla de un extraterrestre que se comunica por medio de la radio y la televisión con los niños. Se dice que millones de padres ingleses a esa hora cambiaron el canal o apagaron el televisor para que sus hijos no vieran tal desparpajo de sexualidad ¿bisexual, andrógina, alienígena? Desde entonces, dice Simon, «ninguna persona me ha proporcionado tanto placer como David Bowie a lo largo de toda mi vida».

Más que ser un recuento de la obra o una biografía de Bowie, lo que Critchley propone en su libro es una confesión de lo que significó su música para un niño de barrio obrero en un Reino Unido pre Thatcher, conservador de ambas maneras, sexuales y políticas. Bowie fue un cometa que tardó toda una década, la de 1970 —la que más pondera el autor—, en cruzar el cielo, y con su luz guiar (o perder) a los jóvenes que lo escucharon. Podría decirse que Bowie, en realidad, fue la banda sonora de toda una generación. «Bowie hilvana mi vida como ninguna otra persona que conozca» y, a pesar de ello, al contrario de las enseñanzas ñoñas de Disney, «Bowie nos mostró otra manera de ser chico o chica o algo completamente distinto». Bowie no predicaba en sus canciones paraísos ni fantasías, sino distopías, rupturas del tiempo y del espacio; no proponía una manera de ser extraña, sino extraterrestre. Critchley, aunque lo reconoce como una gran influencia, evita escribir con la solemnidad que el alumno habla de su maestro y lo trata, por el contrario, como un cómplice, un compañero de vida. Pues de Bowie se podría decir lo mismo que Henry Miller escribió de Rimbaud: fue el progenitor de muchas escuelas y al mismo tiempo el padre de ninguna.

Lo interesante de Bowie, para Critchley, fue su capacidad para crear personajes de la misma manera que un novelista de ciencia ficción. La forma en que mezclaba su música, sus atuendos y maquillaje le recuerdan a los artistas de vodevil, una especie de bufón mesiánico que baja del cielo para contar fábulas sin moraleja, visiones falsas, y que en lugar de traer las buenas nuevas canta las malas nuevas a una generación sin esperanza, ya debilitada del sueño del 68, pero que a la vez, en su mensaje catastrófico, abre otros caminos a seguir. Tomando las palabras de Jacques Attali, la música de Bowie, como todas las grandes obras, no canta la revolución sino la carencia de ella, y eso lo hace revolucionario. «La distopía de Bowie es», dice Critchley, «en la misma medida, utópica». Y él responde: «el mañana les pertenece a aquellos que pueden escucharlo venir».

Sin embargo, advierte el filósofo, la finalidad de Bowie no fue convertirse en los dos extremos de la fama: por un lado, no buscó convertirse en rockstar, activista ni filántropo «como el espantoso Bono», «una versión descafeinada de Salman Rushdie», mucho menos «soltar tópicos liberales sobre el estado del mundo y lo que podemos hacer para remediarlo»; por otro lado, no cayó en la tentación de vivir una vida de glamour y desparpajo como un popstar, aunque tuvo sus malos momentos y tentaciones. Hay que recordar las palabras de Bowie en una entrevista, Hitler fue la primera estrella pop de la historia, y él no quería ser Hitler a pesar de que, por algunas declaraciones poco agraciadas, muchos lo tildaron de fascista. Desde sus inicios hasta sus últimos videos, como «The Stars (Are Out Tonight)», Bowie criticó esa fábrica de celebridades plásticas que buscan imponer ya no una moda sino un estilo de vida en las personas. Él no quería convertirse en un producto, sino en un personaje. O, mejor aún, muchos personajes: Ziggy Stardust, Aladin Sane, Pierrot, Major Tom, entre otros que son protagonistas de sus canciones y de las distintas etapas de su vida artística. Bowie ansiaba lo alienígena y la alteridad, no la alienación de las celebridades musicales.

Y, a pesar de ello, tuvo sus altibajos. Critchley identifica los años ochenta como una de los más decadentes de Bowie: cambió el maquillaje y las ropas coloridas por un estilo más relajado y glam que se refleja en «Let’s Dance». Curiosamente, es en esta década cuando yo, siendo igualmente un niño, descubro a Bowie, y la considero, al contrario de Critchley, como una de sus etapas más memorables: «Let’s Dance» y «China Girl» son dos de mis canciones favoritas cuyos videos son verdaderas declaraciones políticas: denuncia el racismo y el clasismo occidentales poniendo en escena a dos nativos australianos y una modelo asiática como protagonistas (se dice que la modelo era la novia de la entonces mala compañía de Bowie en Berlín, cuando intentaba rehabilitarse: Iggy Pop). Además, fue en la década de 1980, en 1987 para ser preciso, cuando Bowie dio uno de sus conciertos más simbólicos, justo al lado del Muro de Berlín, frente a una Alemania entonces resquebrajada por la Guerra Fría. Él lo recordaría así, según cuenta su biógrafo Nicholas Pegg:

Fue uno de los conciertos más emotivos que he dado. Yo estaba hecho un mar de lágrimas. Habían colocado el escenario justo en el muro de tal forma que éste servía de telón de fondo. Más o menos nos habíamos enterado que algunos berlineses del Este podían escuchar la música, mas no sabíamos realmente cuántos había del otro lado. Pues fueron miles de personas que se habían acercado; fue como un concierto doble dividido por el muro. Los podíamos escuchar aplaudiendo y cantando. Caray, todavía hoy se me hace un nudo en la garganta. Me partió el corazón. Nunca había hecho algo así en mi vida, y supongo que nunca más lo volveré a hacer. [La traducción es mía]

La canción que marcó esa noche fue «Heroes», escrita precisamente en Berlín diez años antes y cuyo tema habla precisamente de volar, nadar, besarse y saltar fronteras como si nada fuera a caer. Pero cayó. El muro de Berlín cayó y algunos fans de la época dan crédito a la influencia de Bowie en ese acontecimiento.

Rechazando los dos lugares comunes de las súper estrellas, lo que definió la carrera de Bowie fue su disciplina y constancia para crear y generar una crítica aguda más que mediática, certera y no espectacular. Sus letras, de las cuales se ocupa Critchley extensamente, reflejan a un artista complejo que a primera oída no parece serlo. De hecho, descubrí en ellas una agudeza que antes había pasado por alto: «Compraremos drogas e iremos a un concierto / Luego saltaremos al río tomados de la mano» («Candidate»); «No creas en ti mismo / No engañes con la fe» («Quicksand»); «Los dioses han olvidado que me han creado / Entonces yo también los he olvidado / Escucho sus sombras / Y juego entre sus tumbas» («Seven»). Letras desoladoras que «alcanzan su máxima fuerza cuando son más evasivas» y que para el filósofo definen toda la obra bowieana en una sola palabra: el anhelo. Bowie cantaba un sueño agotado, pero con la esperanza de llevarlo a cabo al despertar.

ENCORE

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Su muerte misma tampoco fue decadente ni trágica, no se intoxicó con drogas ni mucho menos se suicidó, sino que se presentó como una forma más de su proyecto artístico. «Lazarus», otra de sus últimas canciones, es una vuelta al Bowie interestelar de los años setenta, pero ya no desde la ciencia ficción sino de la mística. Consciente de su enfermedad, que mantuvo en secreto, Bowie parece confrontar la muerte para reconciliarse con ella. Mas no se trata de una muerte inminente, sino imposible: es un Lázaro que no puede morir. «Blackstar», el preludio inminente, es una especie de obra negra goyesca donde una vez más vemos a un Bowie extinguiéndose en su propia reflexión sobre lo que pasa después de la muerte. «Bowie transformó la muerte en un arte y el arte en muerte», dice Critchley, y de la paradoja de su vida lo único que nos queda es un mensaje desde el más allá: «We can be heroes just for one day». Ese día, tal vez, sea el de nuestra muerte.