El rojo silencio de la flor: Cantares de vela, de Dolores Castro
En El libro del desasosiego, Bernardo Soares escribió: “mi patria es la lengua”. Y quizás esta aseveración pueda ser, en ocasiones, inexacta. La lengua, sí, puede ser la patria, asaz el continente de lecturas y tradiciones poéticas y escriturales, pero también puede ser una habitación minúscula, en donde el viaje alrededor de ésta sea un íntimo recorrido por la propia piel y sus sensaciones; por el resabio en la boca de un ósculo impertinente que se quedó para habitarla; por la mirada que fija se pierde y remonta el vuelo por los intersticios de la memoria; por el estruendo de palabras olvidadas que se enquistan en el oído, o tal vez por el aroma del rocío que se posa en la hierba después de haber abandonado el pétalo que la abrigara en primera instancia. La lengua se habita, se reconoce y se desnuda, y al hacerlo quedan sus resquicios expuestos: palabras que la conforman y la limitan, que la renuevan y la distienden y que quedan al cobijo de quien las enuncia para nombrarlo todo siempre por vez primera.
En 1940, se funda la revista América, “por un grupo de jóvenes mexicanos y españoles del exilio vinculados con las Juventudes Socialistas Unificadas de México y de la Juventud Socialista Española”.1 Bajo la dirección inicial de los poetas Roberto Guzmán Araujo y Manuel Lerín, reunió a escritores como Alfonso Reyes y Enrique Diez-Canedo. A partir de agosto de 1942, el poeta Marco Antonio Millán asume la dirección de la revista que tendría, en sus dos décadas de vida, a colaboradores como Efrén Hernández, Margarita Michelena, Alí Chumacero, Rosario Castellanos, Concha Méndez y Xavier Villaurrutia, entre muchos otros. En 1948, la revista cambia el subtítulo de Tribuna de la democracia, por el de Revista Antológica, y desde su creación se dio a la tarea de albergar, en parte gracias a los oficios e instinto de Efrén Hernández, a jóvenes escritores que comenzaban su carrera literaria. Además, América. Revista Antológica publicó, por mencionar algunos, 29 cuentistas mexicanos actuales, de 1945, con notas de Marco Antonio Millán y Manuel Lerín, que antologó cuentos de Ermilo Abreu Gómez, Juan de la Cabada, Jorge Ferretis, Manuel González Ramírez, Jesús R. Guerrero, Rafael F. Muñoz, José Martínez Sotomayor y Francisco L. Urquizo; también, Presentación al templo, de 1952, de Rosario Castellanos y La tristeza terrestre, de 1954, de Margarita Michelena.2 Y en 1949, sale a la luz El corazón transfigurado, de Dolores Castro. El poemario tenía ilustraciones de Francisco Moreno Capdevila, un grabado del pintor Francisco Amighetti y una presentación de Efrén Hernández. Castro habla de su relación con la revista:
La revista América llegaba en un momento en que terminaban una serie de capillas exclusivas, cerradas: Letras de México, El Hijo Pródigo, en fin, cada quien tenía sus escritores. Entonces nosotros, al ver una revista con esa apertura . . . Ahí escribieron todos los que ahora seguimos escribiendo: Juan José Arreola, María Elena Bermúdez […] Sergio Galindo, Emma Godoy, Luisa Josefina Hernández, Margarita Paz Paredes, […] Jaime Sabines, Rodolfo Usigli —en su vertiente poética—, por precisar algunos.3
En 1939, un año antes de su fundación, los que formarían parte de la aventura editorial de América se reunían en un café “cerca del Cine Monumental, en la Avenida Hidalgo […] y trasladaron sus sesiones a un café de chinos de las calles de Dolores. Efrén Hernández invitó a Rosario Castellanos y a Dolores Castro a sumarse a dichas reuniones”.4 Esta invitación, debida en parte al poeta Ramón Gálvez Monroy, sería el punto de partida de una de las voces más vibrantes del medio siglo. Desde su primer libro, Dolores Castro mostró una voz que, si bien tenía como referencia una tradición, también comenzaba a romper con ella. El corazón transfigurado es un poema de largo aliento, una silva por sus versos endecasílabos y heptasílabos, que sigue las huellas del Primero sueño, de Sor Juana. El corazón… inicia con el verso “Es tiempo de las sombras”, y termina con “este sueño es la sombra que se muere/ con la primera estrella matutina”. Es el relato de una noche en la que se vislumbra el eco de la monja jerónima, pero también de la generación del 27, por ejemplo, de Pedro Salinas, por el uso del verso blanco. De su primer libro, Rosario Castellanos apunta:
Es el amor, el amor más entrañable, el que rompe nuestra condición de isla y toma posesión del mundo, el que se ensancha en el tiempo, atrás, hasta el más remoto ayer, cuando Dios estaba aún “hiriendo las entrañas del vacío […] Para elogiar a Dolores es suficiente señalar su presencia. Es superfluo insistir en la novedad de su estilo, en su intención de perdurabilidad, en el vigor o la delicadeza de su aliento. Quienes la lean encontrarán, ineludiblemente, estas y otras cualidades, pues de todas está su poesía transida y resplandeciente”.5
El oficio poético de Dolores Castro encontraría un cauce en la Antología de los 50 poetas contemporáneos en México, de Jesús Arellano, quien recoge sus textos junto a los de Margarita Michelena, Emma Godoy, Margarita Paz Paredes, Concha Urquiza, Guadalupe Amor, Rosario Castellanos y Enriqueta Ochoa. Para Diana del Ángel:
En el libro se incluye […] a un total de ocho mujeres frente a cuarenta y dos hombres. A pesar de la simetría numérica, cabe destacar la opinión de Arellano sobre la importancia que desde 1950 tenían las mujeres dentro de la poesía mexicana.6
En 1955, Alfonso Méndez Plancarte publica Ocho poetas mexicanos, que reúne, además de a Dolores Castro, a Alejandro Avilés, Roberto Cabral del Hoyo, Efrén Hernández, Honorato Ignacio Margaloni, Octavio Novaro y Javier Peñalosa. A este grupo de poetas se le conocería como el grupo de “los ocho de Ábside”, por ser todos colaboradores de Ábside. Revista de cultura mexicana. La investigadora Alessandra Luiselli consigna que “el lema de la generación poética de ‘los ocho de Ábside’, ideado por Dolores Castro, señalaba: ‘Cada uno su lengua, todos en una llama’”.7 A esta antología seguiría la publicación de los libros Siete poemas, de 1952, y La tierra está sonando, editado por la Imprenta universitaria en 1959. En estos tres primeros libros, puede reconocerse lo que Benjamín Barajas, profundo conocedor de la obra de Castro, afirma en su tesis para obtener el grado de maestro en Literatura Mexicana:
La contemplación como principio sobre el cual se funda su poética. […] La poeta se sitúa en un ángulo de privilegio desde donde escucha, palpa, ve siente el transcurrir del mundo, sus fenómenos y sus criaturas.8
Lo que en El corazón transfigurado era el sueño, en los dos libros siguientes será el reconocimiento del cuerpo y la alegoría de éste con la naturaleza: el fruto y el vientre, el hijo que no se tiene y el “dulce dolor de estar viviendo”. La poesía de Castro es inmisericorde en el instante, en el aguafuerte en donde la voz poética confiesa impúdica: “La tierra está sonando/ y yo estoy desolada,/ hueca por dentro, triste”. En contrapunto de la mirada que se posa en los pequeños milagros cotidianos como el viento, la flor o las hormigas, está lo que ésta provoca al posarse en ellos: un breve instante en donde el mundo se aclara y la poeta puede verse “fiel a su espejo diario”, como escribiera López Velarde. En el mirar está el ser, en conocer los mínimos universos que se gestan debajo de los pasos de la poeta para pensar sus propias huellas. Cuenta Dolores Castro:
Para mí, la principal maravilla fue que pudiera escribir poesía. Fui una niña muy inquieta, pero quería saber. Me ponía a ver cómo eran las hormigas, cómo iban todas. Me quedaba pensando, como me habían dicho en la escuela, que los insectos no ven como nosotros. Y si a éstos les dijeran “aquí hay una niña que las está viendo”. Como ellos tienen esa manera de ver, que no es directa, dirían “me están engañando. No existe esa niña”. Y yo decía, “Dios, a lo mejor lo estamos viendo como si fuéramos hormigas. ¿Por qué no creer en él? Y creo que desde entonces, sin ser santurrona, he creído en Dios.9
Ese pensarse como objeto de la contemplación divina marcará la poesía de Castro. En ella, en su poesía, se cumple lo que escribiera Vicente Huidobro: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!/ hacedla florecer en el poema;/ sólo para nosotros/ viven todas las cosas bajo el sol”. Y las rosas de Castro florecen al nombrarlas. En palabras del poeta José Francisco Conde:
[Dolores Castro] afina el oído para conocer la premura del agua, que puede ser lluvia o llovizna, o tormenta o río, aun diluvio. De todas formas, lo primero que se divierte es un sonido que puede anunciarlo todo. Es un espejo sonoro que ofrece la quietud, el remanso o los signos luminosos de la catástrofe; o el delicado puñal del recuerdo y el olvido.10
Y es también el enunciar de Castro un modo de quebrar el viento y la soledumbre de la existencia. El primer poema de Cantares de vela comienza: “A cabezadas rompo este silencio”. Y es una declaración de fe, un ars poetica que, a la manera del autor de Altazor, quiere declarar una verdad, la de la poeta que sabe que escribir poesía es escribir con ella, sin artificios más allá de los que el mismo lenguaje pueda darle. En Cantares de vela los sustantivos que se repiten son “tinieblas”, “muerte”, “noche”, “sequía”, “rota”: que significan un modo de ver el mundo, de estar en él y cuestionarse a sí misma. La poesía de Dolores Castro es breve, contenida y, a la vez, feraz. El poemario, dividido en siete secciones —“Cantar”, “Viento quebrado”, “Viene vibrando como un bosque sombrío”, “Andar”, “Donde crece mi vida”, “Eclipse”, “De la sombra y el fruto”, además del “Epílogo” de Alfredo Cardona Peña— daría paso a un silencio de más de diecisiete años, hasta la publicación de Soles, en 1977, en donde la experiencia da paso a un humor de hechura fina, como en el poema “Intelectuales, S.A.”: “Mientras tú trabajas/ yo pienso por ti”;11 pero siempre con la consciencia del oficio de entretejer un modo personalísimo de mirar la vida.
Dolores Castro, desde entonces, ha publicado, entre otros, la novela La ciudad y el viento (1962), y Qué es lo vivido (1980), Las palabras (1990), Poemas inéditos (1990), No es el amor el vuelo (1992), Tornasol (1997), Sonar en el silencio (2000), Oleaje, (2003), Íntimos huéspedes (2004), Algo le duele al aire (2011), Sombra domesticada (2013), además de su reconocido ensayo Dimensión de la lengua en su función creativa, emotiva y esencial (1989). Su obra se ha erigido entre el rigor y la generosidad, entre el amoroso “rito cotidiano” y el tráfago vital. En las palabras que ha construido con paciencia y lucidez se abriga una parte fundamental de la historia de la poesía mexicana, esas palabras suyas que “ruedan por esa cuesta/ y tratan de ver el sol/ con sus ojos de piedra/ pulimentada”.12
- Samuel Gordon, “Cartas de Rosario Castellanos a Efrén Hernández”, en Literatura mexicana, México: Centro de Estudios Literarios del iif, unam, Núm. 1, Vol. 7, 1996, p. 182.
- Diana del Ángel, Cuerpos centelleantes. La corporalidad en la obra poética de Rosario Castellanos, Margarita Michelena y Enriqueta Ochoa, tesis para obtener el grado de Doctora en Letras, unam, 2019, p. 23.
- Samuel Gordon, op. cit., p. 182.
- Ibid., p.193.
- Rosario Castellanos, Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario Castellanos (vol. 1), México: Conaculta, 2004, p. 55.
- Diana del Ángel, op. cit., pp. 25 y 26.
- Alessandra Luiselli, “Introducción”, en Dolores Castro, El corazón transfigurado / The Transfigured Heart (edición bilingüe. Tr. Francisco Macías Valdés), Estados Unidos: Libros Medio Siglo, 2013, p. 16.
- Benjamín Barajas, La poética de Dolores Castro, tesis para obtener el grado de Maestro en Literatura Iberoamericana, México: unam, 2001, p. 66.
- Dolores Castro, conversación inédita con Jesús Francisco Conde de Arriaga.
- José Francisco Conde Ortega, “Dolores Castro: la certeza en la flor”, en Casa del tiempo, vol. 1, época V, núm. 13, febrero 2015, p. 15.
- Dolores Castro, Soles, México: Jus, 1977, p. 43.
- Ibid., p. 39.