El mundo es un escenario
Junio es un mes frío en Londres. Los londinenses visten camisetas sin mangas y pantalones cortos. Algunos, los menos, un suéter ligero. Yo encuentro poco refugio en mi gorro tejido, guantes para nieve, sudadera y chamarra. En la calle me miran como bicho raro y eso que Londres es la ciudad más multicultural que he visitado.
A las 6:30 de la tarde llego al Shakespeare’s Globe. Está ubicado a unos cuantos metros del original construido en el año de 1599 y del cual William Shakespeare era copropietario. En 1613, The Globe cayó tras incendiarse durante una representación de Henry VIII; tardó apenas dos horas en ser consumido por las llamas. El teatro actual abrió sus puertas en 1996 y desde entonces presenta novedades cada temporada, además de actividades educativas para la comunidad.
Entro a la tienda cuando empieza a llover y compro un Rain Poncho, que esencialmente es una bolsa de basura transparente con un hoyo para la cabeza. Tiene el logotipo de The Globe en el pecho y quizá eso justifica el precio: dos libras y media; unos 65 pesos. Miro la lluvia desde el ventanal. Londres es la capital mundial de los paraguas. Recorro la tienda para pasar el tiempo y compro un lápiz y una postal. También me decido por un hoodie de Henry VIII con la cita: Hoods Make Not Monks.
A las siete y diez minutos abren las puertas. Contrario a la tendencia actual en que ir a ciertos teatros se considera un lujo, en el isabelino se reservaba un área para la gente sin recursos económicos, quienes pagaban apenas un centavo por ver la obra de pie junto al escenario. Se les conocía como Groundlings y en el Globe actual los groundlings sólo pagamos cinco libras por un boleto, baratísimo si se comparan con las 40 de las demás localidades. Por suerte deja de llover en cuanto los actores toman el escenario. La reinvención del Globe procuró, tanto en exterior como interior, la mayor fidelidad al original. Eso significa que los Groundlings estamos a la merced del caprichoso clima londinense.
Y de pie. Por tres horas. Pronto mis talones exigen descanso, luego las pantorrillas. A la hora no aguanto el dolor en la espalda baja. La obra es una maravilla, pero el cuerpo implora clemencia. En el primer entretiempo me siento en el piso. Se reinicia la función y una mujer me pide, amable pero firme, que me levante. El sufrimiento es general entre los Groundlings, cambiamos el peso de un pie a otro, nos damos masajes en la espalda y hacemos flexiones para aliviar las rodillas.
Pero el goce es inevitable. La obra es As You Like It, a veces traducida en «Como les guste». El argumento sigue a Orlando, hijo de un lord inglés, y a Rosalind, hija de un Duque exiliado tras ser usurpado del trono por su hermano Frederick. La comedia tiene cambios de identidad, un bufón de corte experto en usar el lenguaje para ocultar insultos, canciones que narran hazañas pasadas y muchos enredos amorosos. El texto, como era de esperarse, es fiel al original con ligeras excepciones. Por ejemplo, cuando Shakespeare explica en una acotación que dos personajes luchan cuerpo a cuerpo, la escena no tiene diálogos, sin embargo en la adaptación los actores improvisan y se insultan con el fin de provocar al otro personaje.
El diálogo más citado de la obra y uno de los más conocidos en todo Shakespeare: «El mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres simples actores con sus entradas y sus salidas», es interpretado de una forma que transmite sarcasmo, como una burla a la arrogancia humana. Es sublime, porque aunque el tono se percibe en el texto, para mí le agrega una nueva dimensión de crítica al diálogo. En la carrera llevé una clase que se llamaba Shakespeare, así nada más, y leímos As You Like It, y esa era mi cita favorita y la leía y releía hasta memorizarla y la escribía en cuadernos y en post its. Pero nunca la había asimilado como ahora.
En el primer día de clases de otra materia: Teatro inglés contemporáneo, la profesora dejó claro para quien lo ignorara a esas alturas que el teatro siempre se escribe con el fin de ser actuado. Previo a este viaje releí la obra y me volví a enamorar de ella, le di cinco de cinco estrellas en Goodreads y toda la cosa. Pero después de ver esta puesta en escena, me doy cuenta de que la representación que hice en mi cabeza se quedó corta, muy corta, hasta me da vergüenza, como si la compañía de teatro en mi mente tuviera un presupuesto para llorar.
De las virtudes más sobresalientes del teatro es sin duda la manera en que la interpretación del director y los actores enriquece el texto. A través de la voz, el tono, los gestos, la corporalidad, los movimientos, los actores dan vida a los personajes, pero una vida diferente, una que para el lector es imposible recrear con la mente.
En el Shakespeare’s Globe no hay mayor escenografía que tres puertas al fondo y las columnas que sostienen el techo sobre las tablas. Tampoco hay luces ni música. Por lo tanto se exige más de los actores y, en este caso, la compañía logró mantenerme en una constante y dolorosa ovación de pie durante tres hermosas horas.
Al final me quedé con el Rain Poncho en el bolsillo. Hubiera sido lindo algo de lluvia, eso sí. Para regresar al hotel cruzo el Támesis por el Millenium Bridge, el que los mortífagos destruyen en una de las películas de Harry Potter. El frío entumece mis articulaciones. El cielo londinense sigue gris. Del otro lado, cerca ya de Trafalgar Square, regreso la mirada al Globe y me preguntó: ¿qué pensaría Shakespeare de este teatro reconstruido, de esta obra suya montada a trescientos noventa y nueve años de su muerte, del Londres de hoy cuyo centro es dominado por grúas que levantan edificios de cristal ultra moderno? No lo sé. Del paisaje quizá sólo reconocería el sonido del agua que lleva el río y el eterno color del cielo.