Tierra Adentro
Ilustración realizada por Julissa Montiel Miranda

Diría que escuché Mujer contra mujer en septiembre de mil novecientos noventa y siete. Fue Gustie quien me obligó a escucharla, igual que otras tantas canciones de Mecano. Y una sola canción podría no significar mucho, pero esa en particular hizo tres cosas para mí: la primera, me abrió un panorama musical, porque a los doce años mi repertorio se reducía a lo que sonaba en Radio Variedades y su hora de viejitas, pero bonitas; la segunda, que Mujer contra mujer no hablaba de relaciones amorosas entre hombres y mujeres, sino entre dos mujeres; la tercera, que imaginaba en colores, y que Mecano casi siempre me sonaba en rosa. Cuando una canción me gusta mucho tengo la mala costumbre de escucharla una y otra y otra vez, hasta el cansancio, hasta que aprendo la letra y por mi mente desfilan todas las posibles combinaciones de colores y la he analizado por todos lados para encontrar algo de mí misma en ella. En el noventa y siete, a los doce años, ¿qué podía hallar de mí misma en Mujer contra mujer? Nada que pudiera comprender.

Al poco tiempo, de manera natural me quedé como el elemento asexuado del grupo en el que, evidentemente, Gustie era el líder. No me molestaba, la verdad mis preocupaciones se reducían a sacar buenas calificaciones para no hacer enojar a mi mamá y estar en la casa antes de las cuatro y media de la tarde para ver Sailor Moon. Era una especie de acuerdo implícito que teníamos con Gustie y a veces con Bernie, que no era tan fan como nosotros dos, pero que también disfrutaba dibujar las historietas cuyo estilo nació de imitar los trazos y colores de Naoko Takeuchi.

Al principio usábamos a los personajes que veíamos en el canal siete a diario, pero a los pocos meses evolucionamos y empezamos a representar nuestras propias historias alternas. Muchas veces estas se dirigían a los personajes que, aunque en ese momento no los nombrábamos así, pertenecían a la comunidad LGBTTTQI+. Nuestra pareja favorita era la de Haruka y Michiru, pero muchos de nuestros dibujos representaban la relación ambivalente que nos hubiera gustado ver en pantalla si Serena hubiera decidido quedarse con Seiya y no con Darien. Usábamos tinta azul, roja, negra o un lápiz, pero podíamos colorear a nuestro gusto, o no hacerlo. Al terminar una viñeta que decidí no colorear, en la que Sailor Moon y Sailor Star Fighter, ambas mujeres, se besaban, me lo pregunté por primera vez: ¿cómo sabes cuando te gusta una mujer si también eres mujer?

Muchas cosas se piensan sin sentir la necesidad de decirlas. El tema estuvo en mi mente desde entonces, aunque no me obsesionó. Era como tener dentro del refrigerador una rebanada de flan napolitano, guardado hasta el momento preciso de sacarlo y saborearlo. Mantuve reservado ese flan durante casi tres años. Mis amigas tenían novios, terminaban con ellos, se reconciliaban o conseguían otros. A mí me gustaba Alfonso, luego Jaime, después Fernando, pero al mismo tiempo pensaba: el brasier de Liliana se ve más lleno que el mío, Luz tiene los ojos más bonitos, Norma sonríe y como sea siempre se ve guapa. No asociaba que alguna de mis amigas pudiera gustarme. ¿Cómo, si en mi casa había un papá y una mamá, y las niñas eran niñas y los niños, niños? A las niñas les gustaban los niños. A mí me gustaban los niños. Y eso pensé, hasta el día que Gustie lo dijo: me gusta Luis Manuel. Sabía quién era, un niño bonito, de pelo y ojos claros, dos años menor pero un poco más alto que ellos y que yo. Esa fue también la primera vez que me lo pregunté así, con todas sus letras: ¿cómo sé si me gusta alguna niña? Claro que una vez salida esa pregunta vinieron todas las demás: ¿Se siente igual que cuando te gusta un niño? ¿Si me gusta un niño me puede gustar una niña también? ¿Cómo te dicen cuando eso pasa? ¿Se lo tienes que decir a tu mamá y a tu papá? ¿Cómo eliges quién te gusta más? Al poco tiempo de salir de la secundaria Bernie dijo que también le gustaban los niños, pero pasaron un par de años antes de que yo me diera cuenta de que una amiga me gustaba lo suficiente como para hacérselo saber.

En mil novecientos noventa y nueve entré a tercero de secundaria. En ese mismo año se estrenó Boys don’t cry, película protagonizada por Hillary Swank que cuenta la historia de una mujer que se identifica como hombre y se enamora de otra mujer; el amarillo predomina cuando recuerdo alguna escena. En el dos mil vi por primera vez el video Marilyn, de la banda francesa Indochine, en donde la idea de femenino y masculino se entrelaza al tiempo que se difumina; contraste entre el blanco y el negro de manera permanente. Por una colaboración entre Nicola Sirkis y Bryan Molko en la canción Pink Water conocí e investigué también a Placebo un par de años después; color lila bajo el agua. Por esos años también en Dowson’s creek presentaron a Jack, el estudiante recién llegado que ponía los ojos en Joey y, después de insistir hasta que la hizo su novia, decidió salir del clóset; colores pastel. Después de pensar y repensar fue muy evidente para mí que, el que Jack confesara que se sentía atraído por los hombres, no le restaba legitimidad a lo que había sentido por Joey, y esa fue la primera representación que validó fuera de mí la bisexualidad. El azul y el rosa como extremos de un amplio abanico de colores.

Por accidente alguna vez di con la película Maurice en televisión abierta; protagonizada por Hugh Grant, esta es una adaptación muy aceptable de la novela homónima de E. M. Forster; hasta ahora mi mente se tiñe de amarillo y naranja cuando pienso en ella. Luego llegó Gravitation y todos los animes shonen ai que consumí durante la preparatoria; color fucsia, principalmente. Ellos me llevaron a los shojo ai, su contraparte, todos en rosa mexicano, y entonces entré al mundo de la comunidad de Fanfiction.net, habitada por aquellas personas que, como yo, intentaban explorar todas las posibilidades, universos paralelos, finales alternos y todos los subgéneros narrativos pertenecientes al fanfic. Yo escribía sobre Slam Dunk, mi anime favorito, y me inventaba maneras que me parecían más o menos creíbles para que se desarrollara la imposible relación entre los dos enormes jugadores de básquetbol enemistados de manera natural. Luego volví a Sailor Moon, a Haruka y Michiru y a Sailor Star Fighter.

En dos mil diez llegaron Las Aparicio, en violeta y morado, y con la pareja de Julia y Mariana y su dilema entre el poliamor y la monogamia las preguntas se me desbordaron por fin. Podría decir que fue un alivio ver fuera de mí una representación de aquello que ya había experimentado, en secreto y con algo de culpa. Nadie me dijo que eso que me sucedía también pasaba en la vida real, y sin embargo fue tan grande que tuve que dejarlo fluir. Y fluyó tanto que se convirtió en río y fue recibido y abrazado por aquella que, al hacerlo crecer, se convirtió en esa nueva primera vez. Luego llegó Lagertha, en azul cyan, que en automático me recordó a Xena, en rojo quemado. Ambas mujeres fuertes, dueñas de sí mismas, independientes. Ambas habitantes de sus cuerpos, que gritaban en la batalla y en la cama. Ambas con una compañera a quien amaban. Astrid y Gabrielle, respectivamente, que recibían la fuerza que las guerreras contenían en sus entrañas, que hacían por ellas lo que fuera necesario. Pero además, Lagertha y Xena amaban sin importar el género. Y sus cuerpos sentían porque podían, no porque estuvieran sujetos a los estímulos de los otros cuerpos, fueran de Astrid, de Gabrielle o de cualquier personaje masculino por el que se sintieran atraídas. Lagertha y Xena han sido los modelos más importantes para construir mi propia expresión de la sexualidad, de lo que hay de sensualidad en mí, de mi deseo por el otro o la otra y de mi ruptura con la culpa que tanto tiempo me coartó en el pasado.

En dos mil quince se estrenó Hotel Transylvania 2, continuación de la historia de amor de Mavis y Johny después de que nace Dennis, el niño con retraso dental. Quizá esta película transmite el mensaje más necesario para los niños y niñas del mundo. Pero quizá también este mensaje es el que los adultos y adultas no deberíamos olvidar: cada persona es única, pero también cada persona toma su propio tiempo para descubrirse única. Cada persona crea sus propios colores. Erich Fromm decía que a los seres humanos nos aterra la unicidad, propia y ajena. Que el miedo es lo que mueve nuestra crueldad, y que a través de eso justificamos una posición de ignorancia que nos lleva al rechazo de lo que no reconocemos como nuestro en el otro. Probablemente la mejor manera de asumir que la diversidad nos habita es abrirnos un poco a la historia de un vampirito con retraso dental que terminará por emparejarse con una lobita fuerte que puede defenderlo tanto como puede defenderse a sí misma. Y quizá ese no sea el límite de los colores.