Elon Musk: el Prometeo egoísta
To accomplish his object Ahab must use tools; and of all tools used in the shadow of the moon, men are most apt to get out of order.
Herman Melville, Moby Dick
“Elon, tienes que aceptar que la gente a veces tiene que cagar.”
Kevin Brogan, uno de los primeros ingenieros que se unió a la enorme fuerza laboral que ahora tiene SpaceX le dijo esto, alguna vez, a Elon Musk. Se lo dijo en el contexto de una discusión sobre productividad. Elon Musk, en su obsesiva cultura de ética del trabajo, en algún momento, quiso manejar neuróticamente todo lo que hacían sus empleados. Esto llegaba hasta observar, hora por hora, minuto por minuto, cómo utilizaban su tiempo. Y sí, supervisar las pausas para comer o ir al baño.
La leyenda de Elon Musk empieza entonces como algo más allá de lo humano. Su fiebre por el trabajo, por los logros imposibles y los cronogramas poco realistas lo convirtieron en un mito dentro y fuera de sus empresas. El tipo parece no regirse bajo las leyes humanas. No come, no descansa y, como el propio Brogan cuenta, orina con una eficacia y rapidez espeluznante.
Musk no es el CEO distante que se aparece a veces para dar palmadas en la espalda. Es el tipo que se ensucia las manos; que pasó 7 días a la semana y 24 horas al día en una fábrica de Tesla supervisando el desarrollo del Model 3; que estuvo constantemente quedándose con su extravagante equipo de ingenieros y científicos en las Islas Marshall, en el Atolón de Kwajalein, supervisando las primeras pruebas del cohete Falcon 1 de SpaceX. Y ese es el mito que sigue empujando su carismática y controversial figura.
El CEO de tres compañías públicas y tercer hombre más rico del planeta gusta de alimentar un cierto culto a la personalidad. Su figura se ha convertido en un encuentro de opiniones apasionadas en quienes lo ven como un falso profeta y quienes se desgarran las vestiduras por defenderlo en línea. En medio de eso, Musk cambió por completo la imagen del CEO carismático de Silicon Valley que había heredado de Steve Jobs.
A diferencia del genio del marketing de Apple, Musk no se resguarda en una vida privada lejana del ojo público. Al fundador de SpaceX le gustan los reflectores, codearse con celebridades, casarse y divorciarse de actrices e ir con Sean Penn de paseo a Cuba para entrevistarse con la familia Castro. Al mismo tiempo, sus apariciones públicas son mucho más espontáneas que las de Jobs.
Musk insiste en que no tiene tiempo para preparar presentaciones. Por eso, en muchas ocasiones, sus conferencias de prensa resultan en desplantes ridículos o simplemente confusos. Todo depende del humor del magnate. En ese sentido, con su comedia internetera, hija de Monty Python, llena de referencias a memes y foros de Reddit, a chistes de videojuegos y nombres sacados de novelas de ciencia ficción, Musk se ha convertido en la encarnación exitosa, vengativa, aspiracional, del geek.
Esta es la era de la revancha de los nerds, de los parias de la computadora, de los Steve Wozniak que siempre estuvieron a la sombra de los Steve Jobs. Y Musk encarna justamente eso. Es un hombre educado en ciencias, apasionado de la física, con un talento nato para escribir código y una comprensión de ingeniería mucho más avanzada que cualquier CEO de Silicon Valley. Es el magnate que está en la fábrica con los geeks debatiendo pormenores de una válvula y jugando shooters con sus empleados antes de ir a una cena con Larry Page, el fundador de Google, y discutir la posible fabricación de medios de transporte utópicos.
Por supuesto, su aura está llena de sueños utópicos. Musk no se vende simplemente como el nerd que logró conquistar el capitalismo tardío. Su venganza no es la de Jeff Bezos levantando pesas. Él tiene una misión que no ha cambiado desde que era un pequeño niño bulleado en la Sudáfrica del Apartheid. Este hombre quiere cambiar al mundo. Sus tres misiones principales se enfocan en reducir los costos de grandes empresas humanas y cambiar por completo la forma en que percibimos la carrera espacial, el desplazamiento automovilístico y las fuentes de energía.
Todos las imágenes de Musk que pueden parecer propaganda maoísta, lo muestran con la mirada ligeramente inclinada hacia arriba, torneada, viendo a un horizonte que nosotros los mortales apenas percibimos en el brillo de sus pupilas. Musk quiere colonizar el espacio, que abandonemos el uso de combustibles fósiles y, en breve, salvar al futuro de la humanidad mientras se hace multimillonario en el intento.
¿Es esta misión un recurso de marketing? ¿Acaso Musk puede salvar a la humanidad a través del mismo sistema capitalista que la está condenando? ¿Acaso Musk es el mesías tecnológico que tanto hemos estado esperando? ¿Aquél que, finalmente, va a usar todo el progreso humano para el bien y no para la inercia de la autodestrucción?
Como pueden imaginarse, es demasiado pronto para saberlo. Lo único que podemos hacer, por el momento, es reflexionar sobre esta polémica figura y preguntarnos sobre por qué decidimos creer, una y otra vez, en nuevos mesías. La figura de Musk es tan culturalmente importante por cómo reaccionamos frente a ella, cómo causa admiración, encono, odio y amor. Musk, finalmente, comprendido como mito, habla mucho de cómo percibimos el futuro y cómo nos imaginamos en él.
El mesías libertario
El mito de Elon Musk empieza mucho antes de su nacimiento. Su abuelo materno, Joshua Norman Haldeman era una figura más grande que la vida. Un hombre de casi dos metros que perdió todo su dinero en la gran depresión de los años treinta, que tuvo que ceder sus tierras de cultivo para convertirse en un obrero de la construcción, un artista de rodeo y un quiropráctico antes de encontrar fortuna y asentarse, por algunos años, en una ciudad perdida en el centro de Canadá.
Ahí, se convirtió en una figura prominente en la política. Un hombre de convicciones fuertes, Haledman creía en la vieja moral canadiense, prohibía la Coca Cola en su casa, las groserías y el tabaco. Su familia creció y él se enriqueció con su práctica de quiropráctico y gracias a la escuela de baile de su esposa. Pero pronto lo dejó todo atrás por una ferviente pasión de aventura.
Además de sus múltiples dotes como quiropráctico, político y moralista, Haldeman era un piloto de aviones dotado. En los albores de los años cincuenta, vendió todo lo que tenía en Canadá, desarmó su avión, lo guardó en cajas y mandó todo a Sudáfrica, un país que no conocía en absoluto. Desde ahí, llevó a su numerosa familia en avión a recorrer el continente africano. En alguna ocasión, con su esposa, viajó desde Sudáfrica hasta Noruega y de Sudáfrica hasta Australia. En varias ocasiones, por supuesto, estuvieron al borde de la muerte. Hasta que, finalmente, Haldeman se rompió el cuello en un accidente aéreo en 1974.
Elon Musk recordará difusamente la influyente figura de su abuelo; un hombre que nunca dictó una educación severa a sus hijos, sino que esperaba todo de ellos y creía en la voluntad férrea de sus propias convicciones. Toda esta educación acabó formando al joven Musk, hijo de la más bella hija de Haldeman, la modelo y actriz Maye Musk y del ingeniero Errol Musk que siempre vivió en el mismo vecindario blanco de Pretoria.
Musk creció entonces con padres permisivos, en un ambiente privilegiado, en una ciudad predominantemente blanca, sumida en la cultura Afrikaans, en la época más reacia del Apartheid. Pero, contrariamente a lo que muchos piensan, la infancia de Musk no fue particularmente feliz.
Ciertamente, Musk no sufrió ninguna de las miserias de sus conciudadanos negros. Sin embargo, la cultura hiper-masculina y deportiva de los Afrikaans privilegiados no era un lugar muy agradable para un niño estudioso, lector voraz, tímido, abstraído y completamente dedicado a las fantasías de ciencia ficción. Para que se den una idea del mito geek fundacional de Musk, una revista de tecnología publicó, en Sudáfrica, el código de un videojuego que escribió a los 12 años.
Musk creció con su padre, alternando lo que luego caracterizó como un constante terror psicológico en casa, con las golpizas diarias de los bullies en la escuela. Desde chico, entonces, su sueño era escapar. Escapar, específicamente, a la tierra donde todo es posible, al hogar del sueño americano, de la carrera espacial, del desarrollo tecnológico de punta y de los sueños de ciencia ficción.
La familia Musk creció en el privilegio blanco y adinerado de Sudáfrica. Pero el joven Elon nunca quiso participar de la cultura Afrikaans que tanto lo había atormentado. Hizo todo por evitar el reclutamiento al servicio militar que lo hubiera hecho un partícipe directo del régimen del Apartheid. En vez de eso, logró huir a Canadá con 2 mil dólares en la bolsa y se abrió camino hasta la universidad de Penn State en donde consiguió un doble diploma en economía y física. La universidad de Stanford lo aceptó para un doctorado, pero Musk nunca ingresó a estudiarlo.
Para esa época, sus intereses ya se enfocaban en otras cosas. Muchos de sus ensayos escolares ya trataban temas que lo seguirán obsesionando como la posibilidad de desarrollar paneles solares a gran escala y ultracapacitores, y la creación de
grandes reservas de energía renovable. Pero el verdadero mito del emprendedor nació con un viaje en carretera con su hermano Kimbal en donde cultivaron la idea, en 1994, de entrar en los negocios en línea.
Con un capital inicial que les regaló su padre de 28 mil dólares, los hermanos Musk fundaron Zip2, una startup para anunciar negocios en internet. Hay que subrayar aquí la enorme suerte con la que corrieron los hermanos. Ahora suena evidente pensar en la publicidad en línea. Pero, en ese momento, era un panorama desolador y nadie creía en las nuevas virtudes de internet como un medio factible para anunciar un negocio.
Sin embargo, los hermanos lograron hacer crecer su negocio tocando puertas. Entonces empezó a crearse otro mito alrededor de Musk. Mientras Kimbal era el hermano carismático que vendía la idea de Zip2, Musk escribía el código con una ética de trabajo que espantaba a los nuevos programadores que contrataban. Tenía, según cuenta la leyenda, un beanbag junto a su escritorio en el que solo dormía unas cuantas horas para pararse y seguir programando. Se bañaba cuando recordaba lejanamente la más mínima higiene personal, una vez a la semana, si acaso.
La compañía creció y, poco a poco, Musk fue perdiendo el control de todas las decisiones. Sin duda, él era el experto en las cuestiones técnicas y siguió siendo el CTO (Chief Technology Officer), pero los inversores en la joven empresa designaron a alguien más para ser CEO. Por los berrinches de Musk al perder, poco a poco, control de su compañía, un trato para unirse a CitySearch, una compañía tasada en 300 millones de dólares, terminó reventando.
Zip2 estaba en problemas y las soluciones que quería ofrecer Musk, encaminando su producto directamente a los consumidores, no le parecía sensata a nadie. La compañía estaba sangrando dinero y, posiblemente, hubiera terminado en la quiebra si Compaq Computer no hubiera ofrecido, de la nada, en febrero de 1999, comprarla por 307 millones de dólares.
Musk terminó con 22 millones en la bolsa y comenzó a buscar en dónde invertirlos. Por supuesto, antes de hacerlo, como un joven millonario ostentoso, se compró un Mclaren F1 de un millón de dólares y empezó a hacer declaraciones irracionales a la prensa. Todos lo vieron como se veía entonces a los jóvenes emprendedores de Silicon Valley: geeks fuera de control con demasiado dinero y poca experiencia de vida. Cuando recibió su Mclaren, Musk dijo en una entrevista que ahora podía comprar una isla, pero prefería crear una nueva compañía.
Una nueva idea llevaba tiempo cocinándose en la mente hiperactiva del joven millonario. El asunto giraba en torno a un nuevo sistema de banca en línea. De nuevo, es algo que ahora nos parece evidente, pero en 1999 nadie creía que el público pudiera tener suficiente confianza en internet para guardar ahí sus cuentas de banco. De alguna manera, la burbuja del e-commerce terminaría por demostrarlo. Sin embargo, Musk empezó a crear un nuevo sistema de banca en línea que llamó X.com en el que invirtió cerca de 12 millones de dólares, más de la mitad de sus ganancias por la venta de Zip2.
La idea de Musk era que el negocio de los bancos estaba en manos de gente inepta que no quería cambiar sus viejas maneras. Los banqueros estaban sumidos en jugadas seguras y problemas burocráticos y él iba a librar todos estos impedimentos revolucionando el mercado financiero.
Por supuesto, el joven empresario sabía muy poco de ese negocio y no midió el poder de los adversarios que estaba provocando. A pesar de todo esto y de que el ambiente dentro de su nueva compañía no era ideal por la problemática relación de Musk con todo el que lo criticara, X.com consiguió una licencia de banca y salió al público en noviembre de 1999.
Pronto llegó un competidor directo que atacó con un esquema mucho más pragmático. Se trataba de una pequeña compañía llamada Confinity que se enfocó solamente en transacciones sencillas a través de la web y del e-mail. Su servicio se llamaba PayPal y sus creadores, Max Levchin y Peter Thiel, comenzaron a causar revuelo.
La batalla entre Confinity y la compañía de Musk se extendió durante meses hasta que, finalmente, las dos compañías decidieron unirse para sobrevivir. PayPal era el mejor producto que ambas tenían, pero X.com tenía la solvencia necesaria. Musk se convirtió en el CEO de la compañía hasta que los inversores organizaron un golpe mientras estaba de luna de miel y lo quitaron del cargo para imponer a Thiel. La compañía cambió de nombre a PayPal y todos parecieron darle la espalda a Musk.
Finalmente, en medio de la crisis del e-commerce, cuando todo Silicon Valley estaba en su momento más oscuro y estallaba la burbuja de esperanza en el internet, llegó otro golpe de suerte para Musk: eBay ofreció comprar la compañía por 1.5 mil millones de dólares en julio de 2002. Con eso, Musk pudo dejar atrás todas las disputas por la compañía y retirarse con unos muy saludables 180 millones de dólares libres de impuestos en la bolsa.
Musk se había convertido en un multimillonario a los 31 años. Y, sin embargo, la imagen que quedó de él en Silicon Valley era la de un tipo demasiado impetuoso, alguien que nunca pudo ser un verdadero líder en ninguna compañía, que se aprovechó de la venta de invenciones que ni siquiera fueron suyas y que llegó a donde estaba gracias a mucha suerte y a pesar de una serie de pésimas decisiones de negocios que mostraba una completa falta de ética profesional.
Sea como sea, Musk era rico y, después de una crisis de malaria que casi lo mata, comenzó a soñar con cosas más grandes. De entrada, se unió a un grupo de científicos aficionados que soñaban con llegar a Marte y organizó reuniones para considerar los pros y contras de mandar ratones al planeta rojo. En esas reuniones llegaron a aparecer futuros directores de la NASA y figuras del entretenimiento como James Cameron.
Estas reuniones se convirtieron en algo más y Elon Musk empezó a buscar la manera de construir su propia agencia espacial. Como es natural, muchos de sus amigos comenzaron a dudar de su salud mental. Sobre todo cuando encontró a un equipo de científicos y negociadores para ir a Rusia a comprar misiles balísticos de largo alcance para hacer un cohete con ellos. Los rusos también se mofaron de él. Lo vieron como un escuincle privilegiado lleno de dinero y ambiciones demenciales al que le podían exprimir una fortuna. Le trataron de vender un misil por 8 millones de dólares. Lo trataron con desprecio.
Esto picó el orgullo de Musk. En el vuelo de regreso de Moscú, empezó a cultivar una idea que, para bien o para mal, cambiaría al mundo: ¿Por qué no reducir todos los costos construyendo, él mismo, un cohete? ¿Por qué tenían que gastar un presupuesto desmedido para hacer una aventura espacial si lo que se necesitaba era, justamente, rebajar los costos de la carrera espacial?
Estableció un plan de negocios, encontró a Tom Mueller, uno de los más brillantes ingenieros de cohetes para construir el motor más ambicioso y barato de la historia, y así nació SpaceX.
A partir de ahí, la historia es conocida. Musk invirtió todo su dinero en SpaceX y apostó por levantar un cohete de la nada en el atolón de Kwajalein en las Islas Marshall. Entre 2005 y 2008, Musk corrió una carrera contra su propio dinero para levantar el Falcon 1 y asegurar contratos gubernamentales que le permitirían financiar sus siguientes proyectos espaciales.
En medio de esto, invirtió poco más de 6 millones de dólares en la compañía Tesla de Martin Eberhard y Marc Tarpenning. Se convirtió así en su principal inversor y tomó control de su brillante intento de crear un coche eléctrico con baterías de litio. Junto al más grande experto en la materia, J.B. Straubel, Musk creó una vorágine de prensa alrededor de un producto que no existía. Y, mientras intentaba mandar un cohete al espacio empezó a sangrar dinero con esta nueva aventura que todos ridiculizaban.
En 2008 vino el gran triunfo de Musk. El cohete Falcon 1 logró despegar sin problemas, después de 4 intentos, en las Islas Marshall asegurando a Musk un contrato de 1.6 mil millones de dólares de la NASA para doce vuelos de abastecimiento a la Estación Espacial Internacional. Unas semanas antes, Musk logró inyectar una ronda de inversión en Tesla que salvó de milagro a la compañía unas horas antes de que tuviera que declarar la bancarrota.
En 2010 Tesla se volvió pública recaudando 226 millones de dólares. A pesar de que había gastado más de 300 millones en siete años y perdido 55.78 millones solamente en 2009, los inversores creyeron en la capacidad casi irreal de Musk de materializar sueños demenciales. Fue la primera compañía de autos en volverse pública después de que Ford lo hiciera en 1956.
En 2012, Tesla sacó el Modelo S, un coche eléctrico de lujo que podía llegar de 0 a 60 millas por hora en 4.2 segundos, con una autonomía de 300 millas por una sola carga que tardaba 20 minutos. El coche se convirtió en una revolución absoluta de la industria automotriz en Estados Unidos. Primero porque nadie pensaba que era factible hacer un coche eléctrico de alta gama que atrajera a los consumidores. El Prius existía, pero era aburrido a morir. Después, porque creó una empresa de coches con un esquema de startup de Silicon Valley y lejos de las grandes plantas de ensamblaje y la burocracia habitual de Detroit. Finalmente, porque el coche se vendió como pan caliente y pronto rebasó la producción de 500 mil unidades al año.
Luego, Tesla compró SolarCity, la más grande proveedora de energía solar en Estados Unidos y creó 2 mil puntos de recarga de coches Tesla en el mundo. Todo con paneles solares.
La fortuna le sonrió a Musk. De un capital inicial de 28 mil dólares financiado por su padre, el joven sudafricano logró crear la primera compañía privada que llevó a humanos al espacio, es el tercer hombre más rico del planeta y sigue tejiendo sueños de ciencia ficción con nuevas formas de transporte en túneles y un plan para colonizar Marte.
Todo esto es una historia casi irreal de éxito sin compromisos en donde Musk, a cada vuelta del destino, ha puesto dinero en apuestas extravagantes que siempre termina ganando. Todo manteniendo el ethos de una compañía que no cesa de hablar del bien común.
Leída en la superficie, la historia de Musk mezcla el triunfo del empresario capitalista, del hombre que se hizo a sí mismo, del CEO poco convencional que se mancha las manos de grasa; es la historia del triunfo de Silicon Valley trascendiendo las aplicaciones frívolas para salvar a la humanidad de su muy certera condena planetaria; del geek bulleado que ahora intimida al mundo. El mito, por supuesto, tiene fundamentos sólidos e irresistibles. Como todo mito, también, esconde otros significados.
El Prometeo egoísta
Martin Tripp llegó a la Gigafactory de Tesla con la esperanza de construir un mejor futuro para sus hijos. Idolatraba a Elon Musk y creía fervientemente en la misión de la compañía de querer erradicar el uso de combustibles fósiles. Tripp empezó a trabajar en el ensamblaje del Model 3 de Tesla.
Después de la gama de lujo del Model S y del Model X, Tesla quería probar que podía crear un coche eléctrico para la clase media. Un coche que solo costaría 35 mil dólares y que podía ser apartado por un adelanto retornable de mil dólares. En semanas, la empresa de Musk tuvo más de 400 mil pagos de apartados. Una locura considerando que la compañía apenas podía fabricar algunos coches por semana, si acaso.
En ese momento, Musk acaba de terminar una relación con la actriz Ambert Heart. Sus más cercanos colaboradores decían que, normalmente, él era 95% genio y 5% locura. Después de esta ruptura, el balance se revirtió.
Musk decidió que debía crear una fábrica completamente automatizada porque había soñado con una hermosa imagen de robots ensamblando líneas interminables de vehículos. Todos pensaron que era una locura. Para no quebrar estrepitosamente, la compañía necesitaba fabricar 5 mil coches a la semana. Y no estaban ni remotamente cerca de lograrlo. Entonces, se desató el infierno.
Musk empezó a vivir en la fábrica haciendo toda clase de desplantes. Despedía gente a la menor provocación, salía a decir incoherencias en Twitter (algunas de las cuales llegaron a costarle multas de 20 millones de dólares), aterrorizaba a todo mundo y empezó a perder el respeto de sus ejecutivos. En dos años 36 vicepresidentes y altos mandos de Tesla abandonaron la compañía, incluyendo a la leal e indispensable asistente personal de Musk.
En medio de este caos, Tripp encontró horrores en la fábrica. Había baterías peligrosas regadas por el piso, los sistemas de seguridad eran ridículos, trabajadores consumían cocaína y metanfetaminas en los baños, algunos tenían relaciones sexuales en las áreas olvidadas del gigantesco complejo de Nevada. El empleado, idealista, trató de comunicar sus inquietudes a sus jefes. Pero nadie le hizo caso. Envió un mail a Musk que, por supuesto, no tuvo respuesta.
Desesperado, Tripp decidió ir anónimamente a la prensa. Entonces, Musk contrató a un equipo de seguridad para que averiguara quién había sido el informante. Cuando supo que era Tripp empezó a acosarlo con mails, lo despidió y filtró a la policía que ese empleado estaba desbalanceado y había amenazado con ir a balacear las instalaciones al día siguiente. Coches de policía rodearon a Tripp que, en llanto, les mostró las manos y les explicó lo que había sucedido. La policía dijo que era un hombre indefenso y desestimó los rumores de un posible atentado.
Entonces, Musk lo demandó por 168 millones de dólares. Al final, Tripp puso una contrademanda y ninguno de los dos procesos legales acabó en nada. Pero el empleado, rodeado de una atención que nunca quiso y en una pelea muy pública con uno de los hombres más poderosos del mundo, huyó con su familia a Noruega.
Musk le escribió en un mail: “Deberías sentir vergüenza por tratar de acusar falsamente a otras personas. Eres un ser humano horrible.” A lo que Tripp contestó: “Nunca acusé falsamente a nadie de estar involucrado en los documentos que produje sobre tus millones de dólares en desperdicios, los problemas de seguridad de tu planta, sobre mentir a los inversores y al mundo. ¡Poner coches en la carretera con problemas de seguridad es ser un ser humano horrible!”
Ciertamente, desde que el Model 3 empezó a salir a la venta y, más aún, cuando Musk empezó a jugar con pilotos automáticos, las dudas sobre la seguridad de los vehículos de Tesla han sido una constante. Pero es aún más interesante la confrontación absolutamente desmedida de Musk con un empleado común. Estos desplantes se suman, por supuesto, a las violaciones de los protocolos sanitarios cuando Musk insistió en volver a abrir sus fábricas en el auge de la pandemia en Estados Unidos el año pasado. Y, claro, a las numerosas críticas por la falta de consideración en la seguridad de sus empleados, las horas completamente ridículas de trabajo que Musk exige y los salarios mediocres que ofrece a cargo, o las estrategias agresivas del magnate para impedir que se formen sindicatos entre sus trabajadores.
Por supuesto, muchos empleados de Tesla están orgullosos de trabajar en la compañía. Al igual que en SpaceX, los trabajadores de Musk están orgullosos de lo que han creado y respetan al CEO por la pasión con la empuja a todos a dar su máximo esfuerzo. Sin embargo, queda planeando una duda que se repite en numerosas entrevistas con personas que han pasado por estas empresas: tal vez Musk ama a la humanidad y hace todo por salvarla, pero definitivamente no tiene ningún respeto por los seres humanos individuales.
Hace un par de años, cuando un equipo de fútbol infantil quedó atrapado en una cueva inaccesible, rodeada por mar, en Tailandia, Elon Musk se ofreció para crear un submarino y rescatar a los niños. Vern Unsworth, un buceador profesional que terminó rescatando a todo el equipo, lo confrontó diciendo que no ayudaba en nada colgándose de una tragedia para hacer stunts publicitarios. Musk se sintió particularmente ofendido y respondió de la forma más ridículamente infantil: acusando en Twitter a Unsworth de ser un pedófilo.
Este tipo de desplantes, como la persecución de Martin Tripp y todas las quejas laborales que se han acumulado con los años, pintan un panorama distinto del mito de Musk. Esta visión mucho más sombría del empresario, sin embargo, es parte de la misma moneda. Como muchos de sus biógrafos y defensores han tratado de demostrar, Musk está obsesionado por el panorama amplio y el legado histórico. Si su misión es salvar a la humanidad, no puede preocuparse por minucias. En la cruzada por la supervivencia, la especie va antes que el individuo, no se puede hacer una omelette sin romper algunos huevos, y todos los pensamientos que ponen un balance racional en la crueldad y frialdad humana, sirven como apología.
Biógrafos cercanos a Musk, como Ashlee Vance, aseguran que es un hombre familiar y amoroso, sensible y cercano. Los Musketeers, o esas hordas de aficionados en Twitter que amenazan e intimidan a reporteros y científicos que osaron poner en duda la palabra del más moderno Prometeo, también lo defienden con el escudo de la razón. La empresa de Musk por salvar a la humanidad es, para ellos, una cuestión de lógica que nada tiene que ver con la ideología. En resumen, éste es un hombre compasivo y sensible, que ha sido incomprendido por una prensa tendenciosa que busca titulares amarillistas.
¿Pero qué tan loable es la misión de Musk?
Tesla habla de salvar al mundo de las emisiones de efecto invernadero, pero la realidad es que la producción de un coche eléctrico (sobre todo por la fabricación de pilas de litio) crea 8.8 toneladas de CO2 frente a las 5.6 que se despiden al crear un vehículo de gasolina. Por supuesto, en el uso, los coches eléctricos son muchísimo menos contaminantes que los motores de combustión interna. Y la jugada de Tesla, en principio, es cambiar la industria para que, poco a poco, todos los productores de coches se sumen a la causa.
Sin embargo, a pesar de la buena voluntad de Tesla, de dientes para afuera, de no combatir el uso de sus patentes para crear nuevas tecnologías para coches eléctricos, la producción de este tipo de vehículos sigue siendo muy limitada. Y, dentro de los 180 mil coches que fabrica Tesla al año, la mayoría mantienen precios incosteables para el común de las personas.
De la misma manera, la aceleración de una nueva carrera espacial ha levantado preocupaciones en torno a lo que pueden causar los combustibles de cohete en la atmósfera. Hasta ahora, con 80 o 90 lanzamientos al año, los efectos no han sido particularmente preocupantes. Pero la intención de SpaceX al reducir drásticamente los costos de los viajes espaciales, es financiar el doble o el triple de lanzamientos en los años venideros.
Todos estos datos no ponen en duda las legítimas intenciones de Elon Musk. El miedo del magnate por la suerte de la humanidad que se transparenta, por ejemplo, en Lo and Behold, el documental de Werner Herzog, parece ser absolutamente sincera. Como también se percibe en la famosa entrevista de 60 minutes en donde Musk habla apasionadamente sobre revivir la curiosidad del hombre hacia las estrellas. Pero las más loables luchas por salvar a la humanidad también han pavimentado el camino de atrocidades.
Elon Musk puede ser el mesías tecnológico, y puede llegar a salvar a la humanidad de su inminente autodestrucción. Pero esta salvación, como cualquier otra, no puede ni debe considerarse como un acto abnegado, a través del cual Prometeo entregó el fuego de la civilización a los hombres a cambio de un castigo eterno.
¿A quién está salvando Musk? Su rebeldía contra la burocracia gubernamental y las imposibilidades de la cinta roja estatal, también le ha acordado más 4.9 mil millones de dólares del dinero de los contribuyentes. Y, con ese dinero, se ha convertido en uno de los hombres más ricos del planeta. Como tal, sus sueños de salvación, a pesar de querer extenderse a toda la humanidad, todavía son el producto de lujo de algunos cuantos magnates que usan aviones y compran su culpa ambiental con un lujoso coche eléctrico.
Musk ha hecho más que nadie por volver a inspirar misiones imposibles, para hacernos soñar con las estrellas y para volver a confiar en la ciencia en una era que quiere destronar la razón científica y crear realidades individuales de paranoias antivacunas, de conspiraciones ridículas y de creencias en que la tierra es plana. Pero, si Musk es un Prometeo, es un Prometeo egoísta.
¿Pervive esa sombría letanía de que el trabajo nos hará libres?
La necesidad de creer en el mito de Elon Musk transparenta la necesidad de seguir creyendo en el sistema que lo alimenta: en la meritocracia, las historias de éxito y el emprendedurismo, en la inevitable explotación necesaria del hombre para salvar al hombre.
El mito de Musk alimenta el mito del individuo y las salvaciones espontáneas por el genio de uno solo. Aquí no hay ningún pensamiento social a largo plazo, sino la complacencia de creer en un genio que reparará todo el daño que seguimos haciendo. Todo pensamiento mesiánico nos debe recordar que la salvación se paga y que el camino a la perdición siempre se ha pavimentado con buenas intenciones.