El intruso
Antes de esa época te lo pude haber contado mejor. Creo que habrías entendido claramente a lo que me refería en aquel entonces, porque ahora mi mirada está turbia, contaminada por la imagen invasora de mí y borrosa después de todo el tiempo que ha pasado desde que dejamos la casa y nos separamos.
Así creo que la recuerdo. La casa era linda. Nunca tuvimos hijos, entonces había un cuarto libre que me servía de estudio. El gusto por los álbumes de fotos lo adquirí en esa época. En ese entonces tenía la costumbre de ir a los bazares de pulgas a buscar fotografías antiguas y curiosas. Alguna vez confeccioné un álbum de puros zapatos; eran imágenes de zapatos de hombres y de mujeres de distintas épocas. Otro que hasta la fecha conservo y que me gusta mucho, está lleno de retratos de fiestas de quinceañeras. En el estudio de la casa en Mixcoac podía pasarme horas reparando las fotografías que estaban ajadas por el paso del tiempo. Me tomaba días concluir con la tarea de encontrar el orden perfecto para darle vida a un nuevo álbum; solo para que te des una idea, llenar uno podía tomarme hasta seis meses. Me gustaba encontrarles nombres a las personas desconocidas y contar sus historias. Eso tomaba tiempo.
El jardín era muy pequeñito. Nunca se dio el pasto, a pesar de que lo intentamos varias veces, el sol no alumbraba el suelo. El musgo se volvió dueño de ese pequeño terreno. A mí nunca me molestó renunciar al pasto. ¿Alguna vez has caminado descalza sobre el musgo húmedo? Es una sensación deliciosa, de una frescura absoluta, aunque en invierno resulta imposible hacerlo. Recuerdo que en la época de lluvias salían caras de niño y me agobiaban bastante. Es uno de esos miedos infantiles que me han acompañado durante toda la vida, y eso que a mí no me asustan las arañas ni los alacranes, pero los cara de niño… ¡Ayyy!
Mi esposo daba clases de física en la universidad. Tenía una plaza de tiempo completo, así que se desaparecía durante el día y llegaba a cenar a la casa conmigo. Yo cocinaba caldos todas las noches. Siempre cenábamos sopa: de cebolla, de huitlacoche, de fideos; caldo de pollo, caldo tlalpeño. De postre nos comíamos un pan dulce o un flan. Y esa cocina era tan linda, sí… con sus azulejos y sus cazuelas colgadas sobre la estufa. Tenía un olor avainillado con despuntes de canela. La cocina era pequeñita y un tanto oscura: como una cuevita. Estaba un poquito más hundida que el jardín. Lo que más me gustaba es que mientras cocinaba o lavaba los trastes podía ver hacia él.
Como te decía, nuestros días eran tranquilos y estaban hilados por una rutina que nos apaciguaba y reconfortaba. No nos llevábamos mal, en lo absoluto, mi marido y yo. Él respetaba mis actividades, mi espacio, mis tiempos y yo los suyos. Compartíamos lo necesario para sentirnos casados. Hasta lo dejaba en paz siempre que venían sus amigos a beber whisky y a jugar dominó. Creo que nunca fui metiche como otras. Luego escuchaba cómo sus amigos se quejaban de que la esposa se ponía de malas si llegaba oliendo a alcohol o que porque ya nunca estaba en casa. Yo creo que yo estaba lejos de comportarme así.
Pero verás, te lo digo para que te fijes bien, a veces creemos conocer a las personas y en realidad no sabemos nada de ellas. Así que, fíjate, chiquitita, fíjate cuando te vayas a vivir con el marido que elijas, porque en una de esas te puede sacar el susto de la vida como si fuera un cara de niño.
Fue cuando se jubiló que las cosas se empezaron a sentir extrañas en la casa. De pronto, la pequeñez del jardín, de la cocina y de la cama matrimonial que antes se sentía suficiente para los dos, empezó a ser insoportable.
El primer pretexto que encontró para entretenerse fue el de la jardinería. Se dedicó un buen rato a quitar el musgo para intentar plantar el pasto que, yo por lo menos, había dado por muerto desde hace mucho tiempo. Como un niño necio y berrinchudo, a pesar de mis deseos, se empecinó en arrancar el musgo hasta desprenderlo por completo. ¡Mi musgo! El musgo que tanto amaba y que en ningún momento nos había hecho daño alguno. El musgo que había crecido libre y despreocupadamente por tantos años.
Teresa, ese musgo hace lucir el jardín tan decrépito. Me da tanta pena que las visitas vean esta mierda de jardín.
Otra de las tragedias se desencadenó cuando un sábado después de ir a visitar a mi hermana regresé a casa y lo encontré sentado a la mesa leyendo un recetario. La luz de la lámpara le alumbraba el pelo. Me sorprendí al ver que había perdido su color cano. Un vértigo terrible me invadió de pies a cabeza al reconocer su tono natural, el de sus fotografías infantiles, poco antes de conocerme y al ver cómo la frescura juvenil de su piel se había recuperado.
Teresa, quiero dejar de comer sopa todas las meriendas. Me aburre esta rutina. ¿Qué te parece si hoy cocino un pastel azteca o un hojaldre de picadillo?
Verás, mi niña, a mí me fascina el pastel azteca y el hojaldre de picadillo. Incluso en aquel entonces ambos platillos me gustaban mucho. Pero al verlo ahí sentado en mi cocina me sentí acorralada por esta nueva persona que se revelaba ante mis ojos y que se disponía a romper el fino equilibrio que había existido en un tiempo que ya se antojaba terriblemente lejano.
La gota que derramó el vaso fue cuando lo encontré en el estudio, mirando atentamente mis álbumes familiares y mis álbumes de chucherías. Antes de su retiro, jamás los había tocado y creo que tampoco se los hubiese mostrado en caso de que me lo pidiera.
Teresa, no sabía que pasabas tanto tiempo encerrada haciendo estas tonterías.
Podrás imaginar, mi niña, cómo me sentí cuando me dijo esas palabras. En sus ojos vi una mirada rejuvenecida, retadora, como si me dijera: “fíjate que no me conoces y en todos estos años te he mentido, te detesto”. La invasión era inminente.
Pero bueno, mijita, como ves, algo sí he podido salvar. Si a la fecha conservo cierta emoción por la casa, las sopas, el musgo y mis álbumes es porque he tenido que trabajar en recuperar el recuerdo. Pero así tal cual como fueron antes las cosas: nunca. Por más que me lo preguntes, jamás te lo podré contar, mi niña.