Él es ella
Son muchas las escritoras que, a lo largo de la historia, han tenido que utilizar un seudónimo o disimular su nombre para que su obra sea tomada en cuenta. Y, aunque los ejemplos son en su mayoría antiguos, no sorprende encontrar casos recientes como el de J. K. Rowling, autora de la exitosa saga de Harry Potter.
¿Por qué plantearnos la identidad de la autoría femenina como un problema y por qué resulta un dilema en todo caso? Tal vez en este momento no sea tan frecuente el hecho de que las escritoras oculten su verdadero nombre y utilicen seudónimos generalmente masculinos, aunque sigue habiendo casos en los que autoras contemporáneas firman sus obras con nombres falsos o artísticos, pero no necesariamente por las mismas razones que orillaban a hacerlo a muchas de sus antecesoras.
Si nos sumergimos en la historia de las mujeres como escritoras, encontraremos numerosos y variados ejemplos de algunas que signaron sus obras con seudónimos masculinos. La razón general resulta evidente: no se consideraba que las mujeres fueran capaces de hacer «buena» literatura; tal capacidad era exclusivamente masculina. De ahí el dilema: firmar con el nombre verdadero o sustituirlo por uno masculino, a final de cuentas, «to be or not to be», se reducía a ser o no ser formalmente una escritora. Pero no se piense que tal situación ha cambiado del todo. A la fecha, aunque cada vez con menos frecuencia, hay todavía un gran desprecio por la escritura de mujeres, a pesar de que el número de autoras ha tenido un enorme incremento que continúa en vertiginoso ascenso.
A este respecto, en una carta enviada en el año de 1920 al crítico literario «Affable Hawk» como respuesta a la declaración de éste acerca de la incapacidad de las mujeres para escribir literatura o cualquier otra cosa, de su inferioridad intelectual frente a los hombres, y peor aún, de la imposibilidad de que existiera un grado de educación y de libertad de acción para las mujeres suficiente como para permitirles superarse y colocarse a la par de los hombres, Virginia Woolf, le respondió:
¿Cómo explica usted […] que el siglo XVII produjo más mujeres notables que el XVI, y el XVIII más que el XVII y el XIX más que los anteriores juntos? [Y tras hacer una larga lista comparativa de mujeres escritoras inglesas, continúa con enorme ironía] El aumento en cuanto a su capacidad intelectual no sólo me parece notable sino inmenso; su comparación con los hombres no me induce al suicidio: y creo difícil exagerar los efectos de la educación y de la libertad1
Como se puede leer, nada más y nada menos es Virginia Woolf, la notable y reconocida escritora inglesa, quien responde a este mediocre crítico literario —en quien se inspiró para configurar un personaje de su novela To the Lighthouse, y que afirmaba de continuo que las mujeres eran incapaces de escribir y pintar debido a su inferioridad artística e intelectual. A pesar de todo, así como Woolf establece que ha habido un gran número de mujeres escritoras en la Inglaterra del siglo XVI al XIX —por situarse solamente en ese país y ese periodo de la historia— muchas de ellas, no sólo británicas, tuvieron que crear bajo pseudónimos masculinos con el objeto de que sus obras fueran aceptadas y leídas.
Un caso particularmente significativo fue el de Emily Brontë (1818-1848), quien escribió Cumbres borrascosas, novela que publicó bajo el seudónimo de Ellis Bell. La novela tuvo éxito aunque fueron controvertidas las opiniones sobre su estructura y recursos literarios, pero la crítica masculina aseguraba generalizadamente que su autor debía de ser un hombre muy rudo, tal vez un marinero, por las pasiones y la intensidad de su escritura. Cuando se reveló que Emily había sido la autora real, la crítica cambió y la desautorización de la novela no se dejó esperar. A pesar de ello, la obra trascendió, fue leída profusamente, y más tarde llevada a la pantalla grande en varias versiones desde la época del cine mudo hasta los años treinta y cuarenta del siglo pasado.
Las hermanas de Emily, Charlotte (1816-1855) y Anne (1820- 1829), también fueron autoras de novelas y poemas. La primera con el seudónimo de Currer Bell escribió y publicó Jane Eyre, su novela más conocida. Anne, bajo el seudónimo de Acton Bell, logró publicar Agnes Grey, que fue bien recibida, y La inquilina de Wildfeld Hall, fuertemente rechazada por su argumento. Cuando trató de dar a conocer su obra poética, su editor se negó a publicarla, aduciendo que una mujer no podía hacer «alta poesía». Un dato curioso respecto a sus seudónimos, además de que se trataba del mismo apellido, Bell, es que conservaron la inicial de cada una en ellos: Currer para Charlotte; Elis para Emily, y Acton para Anne.
A las hermanas Brontë hay que añadir una lista importante de escritoras inglesas, francesas y españolas del siglo XIX y principios del XX que tuvieron que cambiar sus nombres y optar por el de autores masculinos inexistentes.
Marie Anne Evans (1819-1880), inglesa, se decidió por el seudónimo George Eliot, no sólo por el hecho de que como mujer no recibiría el debido reconocimiento, sino también porque quería evitar escándalos ya que tenía un amante, George H. Lewes, circunstancia que la condujo a mudarse a otra población. Era una mujer muy culta; sabía latín, griego y alemán, mantenía correspondencia con los filósofos John Stuart Mill y Herbert Spencer, y estudiaba a otros, como Spinoza y Feuerbach. Cuando empezó a publicar, quería que su obra fuera reconocida como una literatura «seria» y no romántica, etiqueta que se colgaba sobre cualquier escrito hecho por una mujer, de ahí que optara por firmar como George Eliot. Escribió, además de novela, relatos y poesía. Sus dos novelas más reconocidas son Middlemarch y El molino de Floss.
Otra escritora más que utilizó un pseudónimo masculino (George Sand) fue Amandine Aurore Lucile Dupin (1804-1876). Su vida se caracterizó por ser muy agitada, se casó con un noble: el barón Casimir Dudevant, de quien se divorció tras unos años de matrimonio, y tuvo varios amantes. En su afán por ser diferente y parecer un hombre, se vestía ya fuera de manera masculina o femenina. Se desenvolvió en un medio intelectual y artístico en el que entabló amistad con un gran número de escritores como Víctor Hugo, Flaubert, Balzac, Heine y desde luego Musset (de quien fuera amante); además, de músicos como Chopin y Liszt; y también estuvo en su círculo de amistades el pintor Eugène Delacroix. Nos legó una basta obra literaria. Escribió novela, relatos, drama, ensayos de crítica literaria y de política. Sus dos novelas más conocidas son Lelia e Indiana aunque la lista de ellas y de otros géneros literarios es admirable. El ir vestida de hombre le granjeó el acceso a lugares y ámbitos en los que las mujeres de su clase social no podían entrar, con lo que adquirió conocimientos y experiencias que de otro modo le hubieran sido vedadas.
Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954) representa un caso aparte: su marido se atribuía las obras escritas por ella y cambió su autoría para plagiarlas con su propio nombre: Henry Gauthier- Villars, «Willy». La mantenía encerrada con el objeto de que nadie se percatara de que ella era quien escribía las obras que él signaba. Así se publicó la serie Claudine que constó de cuatro números: Claudine en la escuela, Claudine en París, Claudine en su casa, Claudine desaparece. Después de trece años de infortunio matrimonial, se separó de su marido e inició una vida «escandalosa». Incursionó en diferentes géneros de escritura como novelista, periodista, guionista, libretista, dramaturga, además de actriz y artista de revistas y cabaret. Tuvo varios amantes, entre ellos la «Marquesa de Belbeuf», hija de un miembro de la nobleza francesa, y volvió a casarse en 1912. Escribió muchas obras de diversa naturaleza, pero sobresalen Renée, con la que empezó a ser reconocida bajo su propio nombre, y Chéri, que trama los amores entre un adolescente y una cortesana entrada en edad.
Colette, como George Sand y otras escritoras más, tuvo que divorciarse para poder tener una vida propia en toda la extensión y poder realizarse como autora de diversos géneros de discurso, no sólo literarios, así como involucrarse en actividades en las que normalmente no estaba bien visto que participaran las mujeres.
Otra historia semejante es la de la catalana Caterina Albert i Paradis (1869-1966), quien escribía con el seudónimo de Víctor Catalá. Empezó a hacerlo a partir de que su obra La infanticida fuera juzgada como escandalosa por su temática, y peor aún, cuando se supo que había sido una mujer la responsable del tex¬to. Solitud (1905) fue la obra que consagró a Víctor Catalá como escritor y no a Caterina Albert; la novela, un clásico de la literatura catalana, reviste mayor importancia por su contenido: en ella, la protagonista busca su individualidad y lucha por obtener reconocimiento, como una mujer capaz de alcanzarlo.
Ya propiamente en el siglo XX podemos citar a la danesa Karen Christentze Blixen (1885-1962), quien escribía con el seudónimo de Isak Dinesen. Proveniente de una clase social elevada, logró obtener una educación esmerada. Se casó en 1931 con el barón Bror Blixen-Finecke con quien fue a vivir a África para echar a andar una plantación cafetalera. Después de seis años de casados, decidió separarse de él y se quedó en África al frente de la finca. Fue muy querida por los trabajadores y aprendió su idioma. Posteriormente conoció a un experto cazador, Denys Finch Hatton, con el que vivió durante varios años una relación de pareja muy difícil. Él murió en un accidente en su propio avión en 1931, mismo año en el que ella tuvo que dejar la plantación debido a la baja del precio del café y regresar a Dinamarca. Ahí escribió bajo el nombre de Isak Dinesen la obra que la hizo famosa, Memorias de África (1937), novela de enorme éxito que sería adaptada para el cine, décadas más tarde. Fue escritora de cuentos (Seven Gothic Tales), ensayos y novelas.
Más recientemente podemos referirnos a J. K. Rowling (1965) a quien, cuando pretendía publicar el primer libro de la saga Potter, Harry Potter y la piedra filosofal, le recomendaron que no pusiera su nombre, con la excusa de que un libro de tal naturaleza no sería bien recibido si se sabía que había sido escrito por una mujer. A causa de ello, Joan se escondió bajo la inicial «J», agregó la «K» inicial de su abuela Kathelin y decidió conservar su apellido. El misterio se guardó por bastante tiempo.
Rowling había estado casada con un portugués, Jorge Arantes, matrimonio del que nació su primera hija, pero después de un año hubo de separarse de él e imponerle, finalmente, un juicio de interdicción. Fueron años duros, con muchos problemas económicos, hasta que en 1994 logró el divorcio. La situación eco-nómica no cambió, ninguna editorial quería publicar sus obras hasta que una pequeña casa de Londres, Bloomsbury, la sacó al mercado, provocando el desenlace que conocemos: después de Harry Potter y la piedra filosofal continuó la saga compuesta por siete libros más y con ella vino un éxito indiscutible.
Rowling decidió escribir una novela para adultos, para la que empleó el seudónimo masculino, Robert Galbraith. Firmadas así, se han publicado El canto del cuco (The Cuckoo’s Calling, 2013), El gusano de seda (The Silkworm, 2014) y El oficio del mal (Career of evil, 2015).
Ahora podemos regresar a la pregunta que se planteó en un principio: ¿cómo resolver el dilema de la identidad de escrito¬ras tanto de siglos pasados como del actual? No se trata propiamente de una falta de identidad sino de haber sido forzadas a asumir otro rostro, uno masculino, dentro de una sociedad patriarcal que hasta la fecha sigue ostentando prejuicios con respecto a la capacidad creadora de las mujeres en el campo de la literatura. De ahí que algunas de ellas hayan recurrido a una transformación nominal genérica con el objeto de que su obra fuera reconocida. Muchas de ellas tuvieron que separarse o divorciarse de sus esposos, en épocas en las que el divorcio era inconcebible, para poder configurar su personalidad, tener una vida propia sin estar sometidas a ellos, para por fin crear las obras literarias que deseaban, incluso si el precio que había que pagar era ocultarse bajo un nombre prestado y masculino.
1 Virginia Woolf, Las mujeres y la literatura. Selección y prólogo de Michèlle Barrett. Traducción de Andrés Bosch. , Barcelona, Lumen, 1981. Título original: Women and Writing. (págs. 64 y 65).