El ensayo: ejercitar la duda
Soy ensayista, para bien o para mal. No creo que muchos jóvenes sueñen con convertirse en ensayistas. De niño, siendo tan libresco y ñoño como fui, fantaseaba con ingresar a las listas de los mejores libros de novela y poesía, aquellos géneros glamurosos y ungidos de nobleza a los que año con año se les otorgan los Nobel, los Pulitzer y los National Book Awards. Si Freud estuvo en lo correcto al afirmar que sólo podemos ser verdaderamente felices si vemos cristalizados nuestros sueños de la infancia, entonces debo estar satisfecho con sentirme acaso realizado.
Disfruto de la libertad que impone tener bajas expectativas. En la categoría de no ficción, los libros de memorias llaman más la atención que, digamos, las colecciones de ensayo, las cuales se publican de forma modesta y casi invisible, acorde con el volumen escaso de ventas que anticipa la industria editorial. No obstante, aun con aquellas oleadas de alerta que anuncian el fallecimiento del ensayo, éste continúa publicándose y, a decir verdad, el género ensayístico goza en la actualidad de un nuevo empuje y vitalidad. Me pregunto si este fenómeno se debe a que el ensayo está en sintonía con el sentir contemporáneo, a que conversa con el presente. En suma, estamos profundamente inseguros, divididos, y el ensayo se alimenta de la duda.
Desde que Michel de Montaigne, el padre del ensayo moderno, dictó como su lema aquella pregunta cargada de perplejidad, que sais-je?, poniendo en juego una visión de la humanidad como una subjetividad vagabunda e inconstante, el ensayo se convirtió en terreno fértil para la contradicción, la paradoja, la irresolución y la duda. El ensayo construye una cartografía de la conciencia: si se es consciente del propio pensamiento, ocurre que éste comienza a reflejarse sobre sí mismo, registrando pequeñas fugas de ambivalencia e incredulidad.
De acuerdo con Theodor Adorno, la ley de hierro del ensayo es la herejía. ¿Y qué es la herejía sino una expresión de duda contraria a la noción común y la ortodoxia? A este proceso mental se le denomina «pensamiento crítico», un objetivo ostensible en la educación dentro de una democracia. Pero debido a que este tipo de pensamiento en ocasiones pone en jaque la estabilidad, en realidad es poco promovido en las escuelas. Por lo general, el ejercicio de la duda es aquello que el individuo debe aprender a cultivar por sí mismo, en privado, mucho antes de tomar el vuelo para exponerla en, digamos, un ensayo.
Recientemente, debido a la competencia salvaje por ingresar a la universidad, el «ensayo de ingreso» se ha convertido en una obsesión del personal administrativo de las preparatorias, así como de padres y estudiantes. Esta etapa del proceso de admisión requiere que cada aspirante redacte una declaración personal, una reflexión escrita en prosa que retrate su sensibilidad personal, su experiencia y visión del mundo.
Los tutores se promocionan en las mamparas de los pasillos ofreciendo cursos después de clases donde se prepara al estudiante para escribir un ensayo de ingreso seductor y entrañable. (Me encanta ver el florecimiento de esta rama profesional para los ensayistas indigentes). El problema radica en que, con mayor frecuencia, se espera del aspirante una representación de sí mismo que es más una forma de publicidad, un embuste plano y cívico que elude invariablemente el don ensayístico para la duda cándida y robusta.
Cuando mi hija Lily, hoy en su primer año de carrera, se encontraba en el proceso de ingresar a la universidad, escribió lo que puedo calificar como un perfecto y típico ensayo de ingreso acerca de su atracción ambivalente a la noción de melancolía. Su consejera en la preparatoria, aunque concedió que estaba bien escrito, la incitó a abandonar el tema debido a que podría dar la mala impresión de ser «depresiva». Con anterioridad, Lily, a quien he alentado a llevar su ambivalencia con orgullo, había sido reprobada por sus maestros por escribir trabajos escolares sin tomar una postura clara sobre el tema, argumentando la validez de ambas posiciones.
Supongo que los maestros buscaban que afilara su habilidad retórica. La argumentación es una habilidad excelente que debe cultivarse, pero el verdadero debate debe ser con uno mismo. Especialmente cuando se trata del desarrollo de jóvenes escritores, es crucial incitarlos a traspasar las arremetidas farisaicas, esa posición defensiva, estridente y de un solo carril que resulta tan perjudicial para la escritura del ensayo personal y las memorias, y estimular una aproximación cercana a la polifonía, al juego. Tal vez sea por esta razón que una técnica clásica de la escritura ensayística es sostener un debate interior argumentando contra uno mismo.
La duda es mi compañera bendita, ese perro San Bernardo siempre fiel a mi lado. Ya sea escribiendo ensayos o sólo divagando sobre la vida diaria, estoy dudando continuamente de mí mismo. Mi mente está llena de réplicas escépticas, como «sí, pero», «¿y qué?» y otras tantas. Estoy en constante monitoreo de mí mismo, en busca de rastros de sinsentido, insensibilidad, arrogancia, falsa humildad, crueldad, estupidez, inmadurez y, adivinen qué, sigo encontrando ejemplos. La edad no me ha hecho más sabio, excepto, tal vez, en retrospectiva. Mi esposa se queja en ocasiones de que nunca admito mis errores. Por supuesto que lo hago, concedo menos veces de las que debería, pero no se debe únicamente a mi necedad y al hecho de que me disgusta ceder mi punto de vista en medio de una discusión acalorada. La principal razón es que una parte de mí asume que siempre estoy equivocado, en cierta medida; esto me parece tan obvio que ni siquiera necesito argumentarlo. Es cierto que a menudo olvido decirlo en voz alta, pero lo pienso.
Por extraño que parezca, la duda no debe impedir la acción. Si se entabla amistad con la duda, se puede seguir adelante y tomar riesgos a sabiendas de que, invariablemente, habrá cuestionamientos en todo momento. Es parte de la vida, de vivir, y la concibo como una adaptación evolutiva saludable. El error yace en tratar de desconectarnos de nuestras dudas. Debemos aceptarlas como un soundtrack necesario (o al menos ineludible).
El único peligro, entonces, es darse a la pedantería con respecto a la capacidad de uno mismo para dudar; y este sería uno de los riesgos profesionales del ensayista, al cual sucumbo con frecuencia. He encontrado que el ejercicio de la duda es una ayuda enorme para la escritura ensayística, pues me permite partir de la premisa de que tal vez no pueda alcanzar la perfección en la página. Por lo tanto, puedo perdonarme con antelación por no dar el ancho, pero avanzo, escribiendo.
* Traducción de Natalia de la Rosa