Chiquita linda
La Tirana está en el norte de Chile y apenas podría decirse que es un pueblo. Es una localidad ubicada en el oasis de la pampa del Tamarugal. En ella, cada 16 de julio, se reúnen miles de personas para celebrar la fiesta de la Virgen del Carmen, en la que se desarrolla este cuento.
De vez en cuando, sin ninguna razón, corría la cortina de la ventana del bus. Obvio que nunca iba a adivinar dónde íbamos —¿quién adivina dónde está parado en el desierto y de noche?—, pero la espera me tenía impaciente. Llevábamos demasiadas horas sentadas en ese bus maloliente y, a diferencia de mi mamá, que casi ni había abierto los ojos durante el viaje, yo no podía dormir. Después de toda una vida viendo el verde en Valdivia me presentaban extensas montañas azuladas que iban volviéndose cafés a medida que nos acercábamos. Los azules eran sorprendentes: claros, oscuros, como petróleo, como lirios. Ahora, mucho más tarde, todo lo que quería era descubrir los colores nuevos que podía ofrecerme la noche del desierto, pero parece que la noche es la misma en todos lados y tuve que conformarme con mirar al techo del bus esperando a que pasara algo.
No tengo claro si íbamos a pedir algo o a agradecerlo. Mi mamá nunca ha hablado mucho y no me atreví a preguntar. Tampoco veía que tuviésemos mucho que agradecer, ni pedir. Lo que teníamos se lo debíamos a mi mamá, que para algo trabajaba todo el día. Lo que no teníamos se lo debíamos a ella también, que para algo era tan fría y distante. De haber tenido algo que solucionar hubiésemos podido hacerlo desde nuestra propia ciudad, pero supongo que a veces hay que cambiar de aires, y la idea de no volver a casa se me apareció entonces, en ese bus. Un golpazo que olvidé como se olvida todo lo imposible: con resignación.
Llegamos a Iquique como a las diez. Comimos pescado frito en un restorán y, acto seguido, caminamos para tomar otro bus —uno mucho menos cómodo— hasta La Tirana. Tres niños grandes que usaban lentes oscuros dentro del bus pusieron música con sus celulares y mi mamá ya no pudo dormir más, pero tampoco se dignó a conversarme. Me aburría espantosamente. Antes de partir, con el motor andando, subió una señora a repartir mascarillas de enfermería junto a un folleto. Le entregaba una a cada persona y yo estaba esperando ansiosa a que llegara a nuestro asiento pero, apenas nos extendió la mano, mi mamá movió la cabeza en señal negativa. La señora quedó perpleja y pude ver que el papel que acompañaba las mascarillas era propaganda política. Un médico de la zona, que se candidateaba para diputado, sonreía junto a la foto de la ex presidenta del país, también candidata entonces.
—Pero si es gratis —insistió la señora.
—No, muchas gracias.
—No se le vaya a enfermar esta niñita tan bonita.
La señora de los folletos me miró buscando apoyo, subió los ojos todo lo posible e hizo una especie de rebuzno. Me dio pena no sonreírle, así que lo hice encogiéndome de hombros, cosa que mi mamá vio, pero prefirió obviar. Más allá, y a pesar de la ley seca, la gente empezaba a sacar latas de cerveza escondidas en bolsas. Una señora de polera verde le ofreció una Báltica a su compañero de asiento y fueron todo el camino cuchicheando, las cabezas cada vez más cerca una de la otra. A ratos, la luz del bus hacía cortocircuito. Pasábamos largos tramos en la oscuridad y luego volvía. Todo el camino fue igual. En uno de los lapsos con luz fue que subió un hombre de chaqueta azul con el logo del gobierno. «¡Las vacunas!», gritó, y todos entendimos que había que sacar el carnet de vacunación. Detrasito, una mujer repartía jabones en gel gritando «¡Sólo para niños y tercera edad! ¡Sólo para niños y tercera edad!», pero la mitad de la gente reclamó. Señoras no tan viejas se abalanzaron a exigirle un jabón de gel como si se tratara de anillos de diamantes. Me parecían patéticas, grotescas. «Es que nosotras también necesitamos». Al final, la mujer entregó todos los jabones sin respetar el límite de edad y cuando llegó a mi puesto ya no le quedaban. Tampoco es que me importara, pero yo sí que cumplía con el único requisito.
El hombre de los carnets de vacunación miró a mi mamá, luego a mí y de nuevo a mi mamá. «¿Y esta niña es suya?». Es una pregunta que le han hecho muchas veces, aunque siempre en tono de broma. Generalmente, después viene el comentario que a mi mamá le cae como patada en la guata: «Tan bonita que le salió». Hace unos años, cuando yo tenía siete, me explicó:
—Eres bonita, pero no es para tanto. Eres rubia, no te lo tomes muy en serio. La gente se pone muy tonta con las rubias.
En ese tiempo no supe qué pensar y en realidad tampoco sé qué pensar ahora. Me molestaba que no nos pareciéramos, que ella fuese tan morena y yo tan rubia. Esta vez no le contestó al hombre y sólo recibió nuestros carnets de vuelta. Un poco más allá volverían a detener el bus para lo mismo, la pregunta se repetiría y mi mamá, porfiada, volvería a permanecer en silencio.
Hacia el final del viaje, la señora de polera verde, ya bien borracha, se nos sentó a un lado, en el brazo del asiento de enfrente. El bus estaba a oscuras, íbamos a saltitos por el camino mal pavimentado y la mujer apenas se mantenía en su eje. Acercó mucho su aliento de cerveza a mi cara —supongo que no medía distancias— y pude ver sus dientes sucios, cariados, y también los restos del rouge que, seguro, no retocaba hacía horas. Me ponía nerviosa. Preguntó lo que pueden preguntarse dos viajeros que se cruzan: de dónde veníamos, si habíamos visitado el norte antes, cuánto tiempo nos quedaríamos, cosas así.
Aprovechó para comentar, riéndose como una hiena, todo el aparataje del gobierno. Según ella, este nuevo brote de influenza era un invento del Estado para controlar la cantidad de gente que venía a la fiesta. «Es que ustedes no han venido antes, no saben, pero aquí violan chiquillas, desaparecen niños, mueren personas, queda la embarrada. Pero ahora no, porque vino como la mitad de la gente que viene siempre». Mi mamá no pescaba y a mí me tenía los pelos de punta lo mucho que se acercaba sólo para alejarse al rato y volver, simulando confidencialidad al decir algo que, según ella, era peligroso y poco sabido. Mi mamá miraba al frente fingiendo estar muy pendiente del auxiliar del bus y de nuestra parada, pero yo sé que la señora no le gustó nada. La conozco.
—¿Qué les pasa a los niños desaparecidos?
—Quién sabe. Se los llevan, se los venden a gente que no puede tener hijos, en el mejor de los casos. Pero tú no te preocupes, estás con tu mamá y, si yo te veo por ahí, te voy a vigilar.
Pasó un rato quejándose de su compañero anterior, el jovencito con el que la vi tomando una lata de cerveza y que se había bajado varios kilómetros antes. Decía que era un idiota y que le había costado mucho sacarle alguna palabra, porque era hombre y a los hombres sólo podías sacarles algo con cerveza. Cuando dijo esto, mi mamá puso cara de indignación y me dijo que me pusiera la chaqueta porque ya nos bajábamos. La mujer se apuró en invitarnos, para el día siguiente, a bañarnos en las cochas, aunque nosotras sabíamos que estaban cerradas por ser foco de contagio, así que sólo dimos las gracias. Se despidió muy efusiva y, cuando mi mamá ya se había bajado del bus y a mí sólo me quedaba un paso para bajar las escaleras, repitió: «Recuerda que te voy a estar vigilando».
Apenas miramos nuestra pieza de hotel, apuradas por ir a la fiesta. Mi mamá estaba enojada porque, según ella, el bus se había demorado demasiado en llegar a Pica y quizás nos perderíamos el momento en el que sacan a la virgen a pasear por el pueblo, a las doce de la noche. Hasta ese momento yo no entendía mucho su interés y ansiedad, pero una vez allá tuve muy claro por qué habíamos viajado tantas horas: las luces, los tambores, la gente llorando. Es fácil emocionarse con el sonido constante y pausado de un bombo o con una flauta que suena a lo lejos. Es el anuncio de que algo va a pasar. También un encantamiento, un conjuro, como repetir muchas veces el nombre de ese niño de ojos bonitos del 4to. C antes de dormir, a ver si se me cumple el deseo.
En cuanto a la sensación de pertenecer a algo, supongo que era mi primera vez. Y el mareo, la confusión, un «Mamá, dime dónde estamos». Habrán sido todas esas luces de colores. Mi mamá, olvidando su indiferencia usual, estaba sobrecogida. Pude tomarle la mano y me la apretó fuerte. Me ofreció una empanada y le dije, sólo por darle el gusto, que quería probar la calapurca, esa especie de carbonada de llama de la que me hablaba desde que era niña. Entonces acordamos almorzar calapurca al otro día, para no perdernos nada de la fiesta en ese momento, y mientras me comí una empanada de queso.
El calor era bochornoso y la gente se apelotonaba en la explanada frente a la iglesia. La canción me la habían enseñado en el colegio y me alegró saberla: Pampa desierta nortina, ha florecido un rosal / llegan de todos lugares, su manda deben pagar. / Es día 16 de julio, sale la reina a pasear / saludando al peregrino que la viene a venerar.
—Ésta yo me la sé en flauta, mamá.
—Qué bueno, hija —respondió, mirando para cualquier lado.
Logramos entrar después de hacer una cola larga, muy larga. Al mirar para arriba, veías un cielo azul repleto de estrellitas doradas de todos los portes. La fila era tan larga que, de puro aburrida, descubrí que en realidad sólo había estrellas de tres tamaños distintos, aunque igual lograba el efecto de inmensidad. No estaba segura de poder preguntarle a mi mamá qué habíamos venido a pedir y, de todas maneras, ella me ignoraba como nunca, así que estuve especulando un buen rato. Me debatía entre si no me quería más, o si quería a mi papá de vuelta en la casa, o muerto. Parecen deseos muy contradictorios, pero con mi mamá nunca se sabía.
Ese año habían puesto un vidrio ante la «Chinita», como llaman a la virgen, para evitar el contagio de la influenza. Junto a ella, un hombre limpiaba con desinfectante cada vez que algún fiel excitado besaba el vidrio con fruición. Decidí que, entre saber y no saber, siempre era mejor no saber, y no quise ni mirar a mi mamá mientras musitaba algo frente a la imagen. Preferí jugar a que podía separar la música de cada una de las diabladas y distinguirlas, aunque no tuviese caso. Para cuando salimos, mi mamá ya estaba de mejor humor.
Los hombres con máscaras de diablos corrían rápido y saltaban con gran aspaviento, mientras las chicas se movían lento y suave. Eran coquetas. Una luz saltaba de acá para allá y un hombre bailó muy cerca de mí, pero su máscara no logró asustarme. No tienen que dar miedo, se supone: la gracia de su baile es la persuasión. Tienen que atraparte con sus luces, alejarte del arcángel que baila en el medio y llevarte del lado del mal. Un niño boliviano me saludó en inglés y le contesté en castellano. Mi mamá lloraba, despacito, y yo también me hubiese puesto a llorar. El olor a distintas comidas se mezclaba en el aire, que estaba tan denso, y me gustó ver a los niños de mi edad sentados con sus trajes, esperando que les tocara bailar, tomando café para no quedarse dormidos. Seguro era la única vez en el año en que se les permitía tomar café. Le hubiese conversado a todos, pero soy muy tímida y apenas les sonreí. Me gustaba que el tiempo no corriera, que siempre hubiese un baile que ver.
Caminamos mucho rato por las calles aledañas a la iglesia y fue ahí cuando los vi por primera vez: dos hombres con una niña muy chica, tan rubia como yo. Uno se acercó a mi mamá para preguntarle la hora, pero mi mamá siempre trae el reloj de pulsera malo y no supo decirle. Luego nos fuimos al improvisado mercado, un laberinto de malla y nylon donde vendían ropa, zapatillas falsificadas, comida, peces de colores y jugos de todas las frutas imaginables. Nos alejamos un poco del comercio y la multitud y, frente a una de las muchas fogatas que había por todas las callecitas, mi mamá encendió un cigarro que, entendí con el tiempo, no era de tabaco. Me contó cómo había crecido bailando la diablada por la manda de una tía abuela que ni conocía y tenía cáncer. Luego se había sanado y murió atropellada. Me dio risa el esfuerzo vano, pero me aguanté. Al frente, los hombres junto a la fogata nos miraban intrigados. Era evidente que ellos se parecían mucho más a mi mamá de lo que me parecía yo, y eso que ellos no eran parientes. Supongo que mi mamá estaba pensando lo mismo, porque salió de la nada con que ella nunca imaginó que iba a criar una hija en Niebla. Le pregunto, después de un largo silencio, qué se siente crecer viendo sólo beige.
—No sé, ¿qué se siente crecer en el sur, viendo verde?
—Mmm… selvático, como El rey león.
—Jajaja. Lo que digo es que nunca pensé que iba a tener una hija en Valdivia, así como tú nunca debes haber pensado de dónde serán tus hijos. Es algo que nadie se cuestiona antes.
Casi se pone a llorar de nuevo cuando le dije que lo que yo creía era que, en realidad, nunca pensó que iba a tener una hija, sin importar la ciudad de Chile. Que fue un accidente. Apagó el pito, agarró su bolso, brusca, y me dijo «Ya, volvamos». No volvimos a hablar en toda la noche, sólo miramos a los grupos bailar.
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Al otro día dormimos hasta tarde. Nos bañamos en una ducha con muy poca presión de agua y volvimos al pueblo a buscar la calapurca prometida. En un local de la feria, rodeadas de mallas azules y mesas con manteles de plástico, nos sentamos a compartir un plato. El local estaba casi vacío (era muy tarde para desayunar, pero muy temprano para el almuerzo) y la tele pasaba, a todo volumen, videos de cantantes bolivianos. En eso vi a un niño alto, flaco y moreno con una chica algo gorda y muy bonita. Ella traía una guitarra y él una melódica, se sentaron unas mesas más allá y pidieron por favor que apagaran la tele. Mi mamá y yo seguimos comiendo, en silencio, mientras ella tocaba la guitarra y él, con la melódica a un lado, sin tocarla, desafinaba una cumbia que repetía, todo el tiempo, Chiquita linda, cómo te quiero, chiquita linda, cómo te extraño. Vi pasar a la mujer del bus, que aún traía la misma ropa (la polera ya casi no era verde), pero fingí estar muy concentrada en el plato, por si llegaba a vernos. Mi mamá no se dio ni cuenta.
Fue esa noche cuando volví a encontrármelos. La niña chica fue la que se nos acercó esta vez, mientras mirábamos a los caporales rojos. Me extendió su mano regordeta con un baboseado alfajor que daba un poco de asco, pero se lo recibí igual. Esta vez sólo estaba con uno de los hombres, el más alto, que conversó con mi mamá un par de trivialidades. No sé si ella lo recordaba, si sabía que era el mismo hombre que nos había preguntado la hora el día anterior. Estábamos cansadas y se suponía que nos íbamos ya, pero nos invitó al camping donde se alojaban y mi mamá no dijo que no.
El camping estaba como a cinco cuadras del centro del pueblo y Carlos, nuestro nuevo amigo, se repartía junto a sus amigos y la niña chica entre dos carpas azules. Si visitabas a la dueña del camping, discretamente y antes de que cayera la noche, podías conseguir con toda seguridad una botella de ron o de pisco y también la Coca-Cola correspondiente. Si lo que querías, en cambio, era fumar pitos, era el hijo de la dueña del camping quien, en su casa al final del terreno, podía proporcionártelos por un inflado precio. Mi mamá y sus nuevos amigos quisieron comprarlo todo. Carlos le dijo que no se preocupara por mí, que podía acostarme en la carpa más chica con la Paulita, y ella y yo nos sentamos junto a la parrilla del hijo de la dueña del camping, que cocinaba unas longanizas, a mirar cómo nuestros papás tomaban cerveza. Con la Paulita no tenía mucho de qué hablar, ella iba en segundo básico y yo en sexto. Pasamos mucho rato dibujando en la tierra, a la luz de un foco y con una ramita, todos los Pokemón que conocíamos. Desde que yo los había dejado de ver, en quinto básico, habían aparecido muchos más, o bien la Paulita me inventó un montón que nunca estuvieron.
Viéndolo ahora, con el tiempo, el coqueteo de mi mamá y Carlos era evidente. ¿Cuándo se la había visto tan sonriente? Pero eso lo veo hoy, entonces era sólo la exaltación y alegría de la fiesta, de estar de nuevo en su tierra, de tomar cerveza y comer longanizas con estos amigos nuevos. Al rato nos mandaron a acostar.
Desde la carpa se podía ver la luz de la fogata, y escuché a Hernán, el amigo de Carlos, preguntar por mi papá con mucha cautela.
Mi mamá respondió, convencida de que yo dormía, que no quería saber más de ese conchadesumadre. Se rieron (¿de qué se reían?). Dormí muy poco, el ruido no me lo permitía, y escuché todo el tiempo lo que hacían allá afuera. A mi mamá con Carlos, detrás de la camioneta (odié su indiscreción), y a Hernán y al hijo de la dueña del camping riéndose, molestándolos (lo que me enojó mucho más). También cuando, después de una o dos horas de silencio absoluto, se despertaron y empezaron a guardar todo.
Me incorporé y miré a la Paulita. Aún dormía, chupándose el dedo. Yo misma me lo había chupado hasta los nueve y mis arruguitas sobre la falange de ese dedo aún son extrañas, como desplazadas. Pensé que le avisaría apenas se despertara, por si le interesaba. Salí de la carpa y vi la parrilla, las botellas (dos de ron) y las latas (suficientes como para no contarlas). Carlos me dijo que hablara despacito para no despertar a nadie, que era muy temprano, y me ofreció un Milo. Dijo que, si quería, podía acompañarlo a comprar cosas para el almuerzo. Enrollamos los sacos, desarmamos la carpa en la que la Paula y yo habíamos dormido y guardamos la cocinilla. Creería que yo era tonta, supongo, cuando me dijo que dejáramos dormir a mi mamá un rato más, mientras volvíamos del súper.
En la camioneta, la Paulita miraba por la ventana, dándome la espalda.
—Si te chupai el dedo después te queda raro.
—¿Cómo?
—Que te vi chupándote el dedo, durmiendo. Si te lo chupai, después te queda raro, mira.
Le mostré mis arruguitas extrañas, comparando mis dos pulgares. Le dio risa y empezó a chuparse el pulgar de nuevo. Carlos encendió el motor del auto y Hernán, que recién despertaba, subió también. Cuando salimos del camping mi corazón latió muy fuerte, pero no estaba asustada. Total, si no me gustaba ese lugar nuevo, ya encontraría la manera de irme a otro mejor.