El descubrimiento de América
Ella, mi mamá, murió el 12 de octubre, Día de la Raza. Simpática ironía del destino, ya que era historiadora y había dedicado buena parte de su carrera a estudiar el así llamado descubrimiento de América, ocurrido, como quien dice, en tal fecha —como si fuera posible descubrir algo tan grande en un día—. Ella, mi mamá, vivía sola en un departamento de dos habitaciones en Coyoacán, con libreros que iban del piso al techo y en los que nunca encontré un solo libro que me interesara. Yo la visitaba los sábados, en general, aunque a veces pasaban rachas de dos o hasta tres meses en que ninguno de los dos hacía nada por ver al otro. Luego ella me llamaba un viernes en la noche para decirme que le habían regalado un pastel de zanahoria en la universidad y que podía ir a probarlo al día siguiente. Desde luego no era verdad: ella, mi mamá, compraba esos pasteles para atraerme cuando la culpa de nuestro distanciamiento la alcanzaba. Es decir, los pasteles de zanahoria eran la carnada, como quien dice.
Además de verla a ella, a mi mamá, no había mucha más gente a la que frecuentara por decisión propia. Llevaba una relación cordial y hasta podría decir que amistosa con dos compañeros de la oficina, pero me había alejado definitivamente del círculo estrecho de las amistades adolescentes y nunca me había preocupado por sustituirlas. Así que, cuando murió ella, mi mamá, me encontré repentinamente solo en el mundo, como quien dice, y en contra de lo que podría pensarse eso supuso para mí un alivio mayúsculo. De pronto me pareció inútil conservar mi trabajo —que había conseguido para complacerla a ella, a mi mamá— y renuncié inmediatamente para dedicarme, mejor, a poner en orden todos los papeles que había dejado ella —mi madre.
Vendí el departamento de Coyoacán a través de una inmobiliaria que se quedó un porcentaje muy alto de la operación, pero aun así me encontré con casi cuatro millones de pesos en el bolsillo, entre lo que me dieron por el departamento y lo que ella, mi mamá, había ahorrado a saber cómo. Uno de mis antiguos compañeros de oficina, al que seguía viendo, me dijo que podía ayudarme a invertir el dinero responsablemente, con un margen de ganancia pequeño pero constante. Le dije que no, pero para agradecer su oferta le regalé todas mis plantas antes de dejar mi propio departamento y mudarme, con una maleta de ropa, a Nueva York. También intenté regalarle todos los libros de ella, de mi mamá, pero mi compañero de oficina me dijo, como quien dice, que no.
Nunca había ido a Nueva York pero ella, mi mamá, me había contado una vez que ahí había sido concebido; es decir que ella, mi mamá, había estado en Nueva York al momento de quedar preñada, supongo que mediante el método tradicional de hacer el amor —eso no me lo dijo—. Por lo mismo, sentí que ir a Nueva York era un homenaje a ella, a mi mamá, y, a la vez, una forma de empezar de nuevo, de volver, como quien dice, al punto de partida.
Después de vivir una semana en un cuarto de hotel encontré finalmente un departamento para mí solo: una caja de zapatos, como quien dice, en un punto muy lejano del mapa, al final de una línea de metro. El barrio era sobre todo de dominicanos y el edificio era propiedad de un simpático griego. El edificio se estaba, como quien dice, cayendo a pedazos.
Primero dormí sobre una de mis chamarras, luego sobre un colchón inflable que me prestó el simpático griego, luego sobre un colchón desnudo que compré con descuento, luego sobre el colchón todavía desnudo pero con una base de madera que también compré con descuento, y finalmente sobre una cama como dios manda, como quien dice, es decir con sábanas y cobijas. Para entonces había llegado el invierno y yo había comprado, además de la cama, un montón de muebles de diseño nórdico que hacían de mi departamento un lugar parecido a mi antigua oficina, en México. Tal parecido me reconfortaba.
El griego simpático estaba muy solo porque se había muerto, como quien dice, el amor de su vida, así que pasaba cada poco a visitarme y me preguntaba qué hacía. Un día, como me había cansado de decirle que no hacía prácticamente nada, salvo comprar muebles de diseño nórdico, empecé a decirle que estaba escribiendo una novela. El griego, que movía mucho las manos, se quedó muy tranquilo.
En la tienda de los dominicanos donde compraba alimentos había una muchacha, de nombre Dísney, que hacía —como quien dice— bastante alboroto cuando yo entraba a su tienda. El mexicano, decía Dísney, El mexicano. Dísney también me preguntaba, cada vez que entraba, que qué había estado haciendo, y como me había cansado de decirle que no hacía prácticamente nada, salvo comprar muebles de diseño nórdico, empecé a decirle un buen día que estaba escribiendo una novela. Y Dísney se quedó muy contenta y empezó a hacer, como quien dice, bastante alboroto con lo de mi novela cada vez que entraba a su tienda: El novelista, decía Dísney, El novelista.
Debajo de mi departamento había un departamento más grande, en el primer piso, deshabitado. El simpático griego pegaba cartelitos por todo el barrio dominicano para ver si conseguía rentarlo, pero nunca le llamaba nadie. Un buen día, el griego me dijo que si no me quitaba, como quien dice, demasiado tiempo, yo podía anunciar el departamento por mi cuenta con mis propios cartelitos, enseñarlo a los posibles interesados y, si le conseguía un inquilino, él me descontaría cien dólares de mi propia renta. Yo no tenía, como quien dice, la necesidad de hacerlo, pues tenía el dinero de ella, de mi mamá, pero estaba cansado de no hacer prácticamente nada salvo no escribir una novela y le dije que estaba bien. El griego se quedó muy tranquilo y movió mucho las manos.
No hice cartelitos para pegar por el barrio dominicano porque hacía frío y no me gustaba salir, salvo para ir a la tienda de Dísney, que hacía siempre mucho alboroto, pero sí puse un anuncio en internet, en una página de internet, para rentar el departamento. Al segundo día alguien respondió mi anuncio diciendo que quería verlo. Era una mujer —o un hombre— que firmaba como Vanessa. Le dije que la vería en la tienda de Dísney porque pensé que a ella, a Dísney, le daría como quien dice mucha emoción verme con alguien desconocido, y haría un buen alboroto.
La mujer que firmaba como Vanessa —sí era mujer— llegó a la tienda de Dísney cuando yo ya llevaba un rato esperando. Y no llegó sola: venía con su hija que también se llamaba, me dijo, Vanessa, pero cuyo nombre, me dijo, se escribía distinto, con una sola s: Vanesa. Vanessa, con doble s, era una mujer de cuarenta y pico años, como quien dice, muy bien conservada, que hablaba sonriendo un poco, y Vanesa, con una sola s, era una adolescente —como quien dice— muy bonita, que nunca sonreía nada. Al verme con ellas, Dísney hizo un buen alboroto: El novelista y las gringas, dijo Dísney, El novelista y las gringas.
Cuando íbamos caminando rumbo al edificio del griego Vanessa me dijo, en inglés, que su esposo había fallecido, y yo le dije en inglés que ella, mi mamá, había fallecido, así que nos dimos el pésame. Vanesa no dijo nada pero noté que miraba furiosa a su madre, Vanessa.
El departamento les pareció aceptable, como quien dice, y al día siguiente volvieron para firmar el contrato de renta con el simpático griego. El griego se quedó muy tranquilo de que yo hubiera conseguido rentarlo tan pronto, me dijo que me descontaría los cien dólares de mi renta y movió mucho las manos. Yo fui a la tienda de Dísney a comprar cerveza (El novelista y la cerveza, dijo Dísney, El novelista y la cerveza) y brindamos en el departamento vacío Vanessa, el griego y yo. Vanesa quiso brindar también con cerveza pero Vanessa le dijo que no era posible y ella, Vanesa, la miró furiosa, a su mamá. Unos días después se mudaron.
Vanessa supo por Dísney que yo era novelista —no era novelista— y me dijo que un día le gustaría leer un fragmento de lo que estaba escribiendo. Su difunto marido, como quien dice, había sido profesor de literatura. Yo le dije que sí, que subiera un día y nos tomábamos una cerveza —por entonces comencé a tomar cerveza casi todos los días—. Vanesa empezó a ir al high school por allí cerca y ya sólo la veía por las tardes, a veces, caminando hacia el edificio del simpático griego con cara de estar furiosa por algo.
Un día, mientras Vanesa estaba en el high school, Vanessa subió a verme y pasó a mi departamento, invitada por mí, para tomarse conmigo, como quien dice, una cerveza. Y nos la tomamos. Y luego hicimos el amor, como quien dice, tradicionalmente.
Otro día Vanessa subió a mi departamento y, por suerte, no dijo ya nada de leer mi novela, sino que abrió una cerveza y nos la tomamos y luego hicimos, como quien dice, el amor, muy tradicionalmente. Y luego otro día igual. Ya éramos novios. A veces íbamos juntos a comprar cerveza a la tienda de Dísney y Dísney hacía bastante alboroto: Los novios, decía Dísney, Los novios. Yo ya casi ya no pensaba nunca en ella, en mi mamá, salvo cuando pensaba en qué iba a hacer al terminarme su dinero —de ella, de mi madre.
Un día Vanessa le dijo a Vanesa que ya éramos novios y Vanesa la miró furiosa, a su mamá.
Después de eso hubo muchos otros días en los que no pasó, como quien dice, nada.
El invierno se acabó y empezó, sorpresa, la primavera. Dísney estaba más contenta que nunca y hacía más alboroto que nunca: La primavera, decía Dísney, La primavera. El griego estaba más tranquilo que nunca y movía las manos más que nunca. Vanessa estaba contenta también porque ya casi nunca pensaba en él, en su difunto marido el profesor de literatura, y subía cada día a mi departamento para hacer el amor, como quien dice, tradicionalmente. Pero Vanesa no estaba contenta, sino furiosa. Miraba furiosa a Vanessa, a Dísney, al griego y a mí.
Un día yo había estado tomando mucha cerveza y considerando la idea de escribir una novela cuando tocó la policía a mi puerta. Hacían mucho alboroto: Policía, dijeron, Policía. Les abrí bebiendo cerveza y me tiraron al suelo. Entró un policía y luego otro policía y luego otro policía y luego Vanessa, que estaba llorando. ¿Es él, señora?, le preguntó un policía a Vanessa, en inglés, y luego otro policía le preguntó, también a Vanessa, también en inglés: ¿Es él? Y Vanessa dijo Sí, es él, y me llevaron, como quien dice, preso. En la calle, frente a su tienda, Dísney hacía bastante alboroto: Se lo llevan preso, decía Dísney, Se lo llevan preso.
Un policía y luego otro policía y luego un abogado me explicaron en la comisaría que Vanesa le había dicho a ella, a su mamá, que yo le había hecho, como quien dice, el amor —tradicionalmente—. Que yo estaba bebiendo cerveza y le había hecho como quien dice el amor, tradicionalmente. Hubo bastante alboroto.
En el juicio habló el griego, que movía mucho las manos y que afirmó que yo le había dicho, después de conocer a Vanessa y Vanesa, que Vanesa era, como quien dice, muy bonita. Hubo bastante alboroto.
En el juicio habló también Dísney y dijo que yo compraba mucha cerveza. Dísney lloró. Hubo bastante alboroto.
En el juicio habló Vanesa, que me miraba furiosa, y también Vanessa, que habló de su difunto esposo, el profesor de literatura. También habló, Vanessa, de cómo habíamos hecho, como quien dice, el amor, tradicionalmente. Yo también hablé en el juicio, pero me hice bolas explicando que sí estaba y no estaba escribiendo una novela, y que sí había hecho el amor con Vanessa —con doble s— pero no con Vanesa —con una sola s—. Hubo mucho alboroto.
Al final me declararon culpable y hubo mucho alboroto. El juez dio un discurso muy bonito sobre la enfermedad de hacerle, como quien dice, el amor a los niños, y me mandó, como quien dice, a la cárcel. Era 12 de octubre, Día de la Raza: simpática ironía del destino.