Tierra Adentro

A diez años de que El agua está helada fuera publicado y galardonado con el Premio Libro Sonorense 2006, rescatamos «Tarántula y mis ideas abandonadas» de Cristina Rascón, cuento en el cual se juega con lo fantástico y con lo onírico para crear cierta sensación de vaguedad, de incertidumbre, de irrealidad.

Retratos

Sentadas en la banca, Tara y yo vemos el álbum de familia: una banqueta gris con linde amarillo, favor de permanecer detrás de la línea; un brief canyon que es un hoyo de piedras rojas, muy bonitas, cortadas por una pareja de rieles; del otro lado la banqueta gris, otra línea amarilla, otra muchacha sentada con su bufanda enredada en las manos retando al frío, dos extranjeros tomándole fotos al anuncio con el nombre de la estación.

El sonido del tren, intermitente, truculento, grave… Pausa y nada, sólo resoplar, exhalar de un viento cansado, un viento interrumpido por los vagones, roto como un vidrio antes suspensión, como si el oxígeno hubiera solidificado para después estrellarse con la rutina. Pausa y nada. Sólo el viento cansado, roto, violado; moviendo travieso las faldas y los sacos largos de las mujeres, sacudiéndolos como si fueran olas en un mar de telas gruesas y gesticulaciones. Hace frío, dice Tara con los ojos que no tiene. Las manos se meten en las bolsas de los abrigos mientras rodillas desnudas se besan por el viento. Las botas son altas, negras, rojas, cafés. Pesa el maquillaje. Once pe eme. Ellas van al centro de Ōsaka en el último tren, a Umeda, a trabajar. Hostess. Yo tomo el vagón en dirección contraria, sintiéndome un poco extraña en casa por la noche, leyendo o viendo películas con mi amiga de estambre.

Decidí subirme a otro vagón hace unos meses, cansada del whisky y las risas, los cigarros y el tren de regreso a los suburbios a las seis de la mañana. Mis vagones van ahora hacia otras partes, atraviesan mi cerebro y llegan a mi estación central. Son los vagones que tanto tiempo quise tomar y no podía. Había que trabajar, llegar a tiempo, enviar dinero a casa, pagar créditos e hipotecas, ahorrar porque en un futuro. Había que pintarse las uñas y enviar currículums, no fuera a ser que la oportunidad me detuviera el paso hacia el vagón que no regresa hasta las seis de la mañana y me ofreciera otro tipo de vagón exterior.

Observo los retratos movientes. No se detienen en otras personas, ni siquiera el apetito viril se clava voyeurianamente en las piernas redondas que se frotan unas con otras, sentadas, de pie, acuclilladas. Aquí los ojos son caminantes sin otros ojos en dónde reposar. Observo los rostros blancos, rojos, dizque amarillos. Helados. Y los rieles y el sonido de las puertas del vagón, cuando se abren y cuando se hermetizan. It’s the same, everywhere, it’s the same as everywhere, rumia Tarántula, enrollada en sus propios viajes y preguntas, recordando trenes en Europa, México y Australia. It’s the same, even if those eyes could stop in some other wondering eyes, she says.

Renumero los foreigners que llegan a descubrir el oriente, los becarios con planes y papeles, las bailarinas de show y sus listas de novios, citas y billetes, los blue collar workers apadrinados por sus empresas y managers. Retrato en mi mente al inocente fuereño que no habla niponés y no sabe en qué dirección va el tren porque no sabe leer ideogramas y ríe y toma fotografías y eventualmente se cansa, aprende las direcciones por minutos transcurridos o número de paradas y se engrana en el lenguaje del silencio y las miradas hacia el suelo. Se cansa. Y de pronto se encuentra solo, al borde de la lágrima, sin saber por qué y piensa que Japón es territorio conocido, porque sabe que nadie miente y sabe exactamente qué preguntas le harán al conocerlo y cuáles serán sus respuestas, porque conoce cada sabor de los distintos tipos de salsa soya y de jóvenes preparatorianas. Eventualmente sabrá que es parte de una escenografía donde la pieza última del rompecabezas no es él, no era, no son esos que llegan ahora a la plataforma y fotografían el insípido letrero que nombra a la estación.

¿Tarántula?

Con regularidad se me cuestiona acerca de Tarántula. Se le acusa de no ser un ser viviente, producto de mi imaginación sin tubo de desagüe, proyección de mi personalidad fragmentada, instrumento de combate a la soledad, y no sé cuántas más erradas teorías sobre la pobre cosa que yace ahora sobre mis piernas, mirándome.

Tarántula es negra, esponjosa, aterciopelada. Huele un poco mal, pero es el tipo de seres que no se bañan. Sus ojos no están ahí donde habrían de estar, pero para sus expresiones no le son necesarios. Tampoco tiene lo que formalmente se conoce como patas delanteras y traseras, pero para trasladarse de un lugar a otro generalmente obtiene la ayuda necesaria, ya que tiene los amigos perfectos para alguien que carece de los órganos físicos requeridos, como articulaciones y columna vertebral. Ni pies ni garras ni aletas, pero tiene un juego de cincuenta pares de estambrosos filamentos, gruesos y útiles para tener contacto con espacios físicos, seres humanos y animales. Su forma se puede confundir con la de una serpiente, pero su eje principal es demasiado flaco y blando. Sus patitas son estambres largos y débiles. Alguna vez tuvo amoríos con un gato holandés que se obsesionó con tales patitas estrujables.

Si de su personalidad se trata, es una fémina coqueta y observadora. Le gusta salir de noche a pubs y centros de baile, le gusta el olor del cigarro y las bebidas alcohólicas, y tiene gran curiosidad por todo tipo de drogas. Hace unos meses estuvo viviendo con su novio El Gay, corona con flores azules de orígenes europeos. Por cierto, Tarántula viene de París, no me gusta hablar con ella sobre su ascendencia, no sé mucho acerca de su familia y me incomodaría que preguntara demasiado. Le gusta viajar en avión, arreglarse con broches de colores, usar lentes para ver libros y películas, y digo ver porque no sabe leer ni escribir. Pero Tarántula es inteligente. Da buenos consejos cuando se los piden y es más que nada un ser de tranquilidad, de relajamiento, de diversión y sexo responsable, nunca escaso y nunca eterno. Últimamente ha penetrado el mundo de mis sueños. En mis oníricas alucinaciones, Tarántula se movía sola, sin necesitar de la mano o el cuello de alguien para enrollarse y conmutar. Era extremadamente felina y femenina, y al final del sueño me reconocía y contestaba a mi frase de Te quiero como puede contestar mi mejor amiga. Tarántula es eso, una amiga, a pesar de que our acquaintances supongan que soy su madre adoptiva. Tara ha crecido y madurado a mi lado. Nuestros destinos se enrollan en sincrónica cuenta hacia atrás.

Vagones

Las casas muestran orondas techos sin azoteas, techos sin desorden de ropa a secar, sin perros rascando el precipicio. Techos de escamas gruesas, azules, grises, negras. Nunca un color saltón o la improvisación del cuarto pequeño, la pareja escondiéndose, el hombre fumando. Pareciera que no hay persona suelta, que hombres y mujeres pertenecen matemáticamente a una recámara, a un coche o a un vagón en el estómago del metro. Pareciera que sólo existe el Nosotros: pasajeros admirando la vista desde una ventana hermética, viendo pasar los techos y las calles y el mar, allá, lejos.

Techos como pequeños botecitos de basura, con su correspondiente cubierta impecable. Como si también tuvieran la etiqueta de inflamable/plástico/latas. Pero no la tiene, no hay letras pintadas, ni números. Sólo líneas entrecruzadas, decorativos artísticos, árboles moldeados desde pequeños. Recuerdo los techos habitacionales en México, las azoteas desbordándose de perros, pedazos de cartón y cáscaras de fruta. Las tapas coronándose de tendederos y mujeres y niños. Las cucarachas gigantes y voladoras, cruzando la frontera de un bote a otro; hombres hacinándose en alguno que otro, porque donde come uno comen dos compadre, déjeme al chamaco. Things may look nicer, but it’s the same, the same shit inside of the little boxes – says Tarántula.

A mí esta vista de los techno tecno tekno buidings me molesta. Habrá ciertos compatriotas que enloquezcan ante la innovadora, hermosa, eficiente, exacta y matemática arquitectura nihon-nesa. Habrá uno que otro turista que gire su vista hacia mí y me diga señalando a la ventana: qué hermosura, qué vista, los edificios, el puente, el atardecer, qué bello. Entonces me invade la náusea, las hileras de por-qués, de qué-ha-go-a-quí-es. Si todo frente a mí fuera un archivo de corel draw yo borraría (delete, cut, edit) todos los horribles edificios que sabotean el mar con sus escamas de luz. El sol, que aquí y en China (no tan lejana) parece una flotante yema de huevo, tiembla y se sonroja y me llama. Me dice algo en su luznaranja. La vista desde el sol debe ser fascinante, ¿qué borraría el sol del paisaje desde su tiempo más veloz y más lento y más eterno? Se atraviesa una fábrica.

Yo contesto a la voz que a mi lado alaba la vista desde el monorreil de Ōsaka: —Es que a mí no me gustan los edificios, me estorban. O contesto: será que a mí no me gusta ver los paisajes desde abajo.

—¿Cómo desde abajo?

—Sí, sin tener que atravesar tanto cerco, techo, fierro, ventana, puentes. Incluso desde aquí, a una altura paralela, donde el sol y mi cara se encuentran directito, incluso así, no me gustan los edificios (gris, acero, aviones, humo, toneladas de pisos enfilados a romper una nube, dos, las que se atraviesen).

A mí me gustan las ciudades desde arriba, cuando tierra y verde y edificios se vuelven amalgama paisajesca. Me siento entonces como Alicia en el país de las maravillas: agigantada. Será que a mí Japón ya me está quedando atrás, será que tengo que cambiar de vagón, de carreras nocturnas, de paisajes soligrisáceos. Será que mi propio vagón contestará todas mis preguntas, recuperará mis ideas abandonadas.

                                                            O, más bien,

Japón ya me está empequeñeciendo, me convierte en un chip disfuncional incrustado en la matrix panorámica y por más que yo siga maquinando cómo salir de la máquina, la Mano Nipona me engarra la cabeza con pinzas gigantescas y me arroja en el cesto de la basura no. 3: No Reciclable: Mi dormitorio y Tarántula.

Por todo esto, he decidido abordar mi propio vagón hacia la tierra del hubiera.

Unknown territory (The If-land)

Tara insiste: no abordemos, no. Pero las puertas se abren y mis pasos avanzan. Si Japón es territorio conocido, alejarme de Japón. Si Japón es el universo, alejarme del universo. Si Japón no soy yo, acercarme a lo que soy. En el vagón del hubiera hay muchas mujeres. En el vagón del hubiera me veo de pie, colgada en las argollas con traje sastre, me veo sentada y descalza con un punto rojo en la frente, me veo con uniforme deportivo, con mallas y vestido corto, con vestido escotado y zapatos altos. Todas las ellas están aquí, estacionadas en el vagón del hubiera, como si el tiempo no, los años no, la conciencia menos.

Entonces aparecen las mujeres enamoradas del hombre equivocado, caminan y discuten frente a mi bufanda y yo, que sabemos esas mujeres soy, fui, hubiera sido, era y otra vez soy. Mujeres con hijos, con lágrimas. Mujeres de cabello largo escribiendo canciones de protesta. Mujeres ilegales. Este vagón no soy yo, tampoco, le digo a una mujer mayor, con cara de autonomía. Tampoco yo, me responde. No se parece a mí, no ahora. A lo mejor soy otra pieza de la serie, a lo mejor ya me abandoné y encerré en esta escenografía, tal vez.

Me asomo al resto de los vagones, todos parte de la If-land, de otros seres, de otros japoneses. Una anciana en kimono fuma cigarros de clavo, un joven soldado pregunta algo en ruso, una rubia en uniforme colegial se me queda viendo mientras camina de la mano con un hombre mayor de ojos rasgados, un hombre vomita brocha en mano tratando de pintar el interior del tubo de acero. El tren se vuelve algo así como el edificio frente a la bolsa de valores en París con sus murales underground, como el graffiti en el muro de Tijuana, como una tarjeta navideña hecha pedazos, como un orgasmo fluorescente, escupitajos en el suelo, sudor, besos, carcajadas. Tarántula me planta en un sofá obstáculo al sendero peatonal, entre los asientos, su mirada puesta en mí, luego en el paisaje, en las casas y castillos que cada vez menos y en el verde montaña, el verde fresco que nos pertenece a todos y ya hemos nombrado de alguna forma, en todos los idiomas. Don’t let me go, she says.

Lo sabe. Este leak del universo es lo que yo no era, lo que ya no soy, lo que pude mas no quise haber sido. Este vagón ya no es para mí. Tarántula es amiga de la mujer que se queda en el sofá, apretujando filamentos negros, fumando insegura, flotando entre las noches y su búsqueda de pertenencia. Esa que ya no soy o más bien he decidido no ser. Una mujer más mirándome con ojos que son míos. Mi reflejo frente a la puerta que se abre, mis pies que descienden, mis manos libres. Me siento y observo a una chica allá, del otro lado de los rieles, bufanda enredada en las manos retando al frío, dos extranjeros fotografiando el anuncio que nombra a la estación. El verdadero territorio desconocido is the I-land, I say. A las doce los trenes terminan su faena y faltan cinco minutos. Froto mis rodillas, espero sin tomar fotografías. Todavía me falta abordar el vagón hacia mí misma, in order to truly find some other pair of eyes I could lay on, somewhere else inside of me, somewhere else outside of me, maybe it wouldn‘t be the same, maybe, may, be.

Similar articles
Ficha de hacienda equivalente a 1 mecate de "chapeo" (corte de maleza) expedida en la Hacienda Dziuché a finales del siglo XIX. Imagen recuperada de Wikimedia Commons. Collage realizado por Mildreth Reyes.
0 99