El crucilaberintijo de Mario Levrero
Los escritores tenemos extraños métodos de subsistencia para granjearnos el pan nuestro de cada día, que pocas veces tienen que ver con la escritura. Durante años, la principal fuente de ingresos del escritor uruguayo Jorge Mario Varlotta Levrero, más conocido en el mundo literario como Mario Levrero (Montevideo, 23 de enero de 1940- 30 de agosto de 2004), fueron las ganancias que obtenía de crear crucigramas y juegos de ingenio. Levrero ocultaba su faceta de escritor neurótico bajo tres heterónimos ocasionales, Jorge Varlotta, Álvar Tot o Lavalleja Bartleby, y se dedicaba a lo que “preferiría no hacer” que era diseñar acertijos, contar los cuadros de los crucigramas o condensar novelas policiales en problemas lógicos. El sublime legado del crucigramista Álvar Tot fue el “crucilaberintijo”, que era su propia variante sofisticada del clásico juego de lógica de filas contra columnas donde las soluciones son sustituidas por pistas entretejidas.
Esta extraña forma de sobrevivir de Levrero, no obstante, no está muy lejos de su literatura. Su obra estuvo marcada, en todas sus etapas, por el deseo de armar los rompecabezas que él mismo diseñaba como premisas de los mundos claustrofóbicos que habitan sus personajes. En sus primeras novelas, La ciudad (1970), París (1979) y Lugar (1982), que componen la llamada “trilogía involuntaria”, los protagonistas habitan extraños mundos kafkianos donde no conocen las reglas del juego en el que están inmersos. En El lugar, por ejemplo, un hombre amanece en una habitación oscura con paredes pegajosas y, a lo largo de la narración, va abriendo puerta tras puerta en una serie infinita de cuartos. Los cuartos están habitados por extrañas personas que hablan un idioma distinto, pero que mantienen el orden dándole de comer siempre a la misma hora. El narrador está “preso en un sistema arbitrario y cada vez más limitativo”[1] hasta que el régimen de sujeción del lugar (que parece más un crucilaberintijo que una trama), colapsa.
En sus cuentos y en novelas como Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975), Levrero retrata y parodia los procedimientos del género policial al que era tan afecto. Su narrativa repite fórmulas trilladas del policial, pero lleva a los personajes al límite de su inexistencia: “Aquí viene Nick Carter, el detective más famoso del mundo, a resolver un enigma. Pero en el fondo de tu almita sabes que no es cierto. El enigma eres tú, Nick Carter[…] el enigma de tu vida vacía, de tu verdadera identidad. […] Y tú, lector, que te apiadas del vacío de Nick Carter, ¿qué me puedes decir de ti mismo? De tu enigma, de tu identidad. ¿No te has dado cuenta de que también a ti te han asesinado?”[2]
Como resultado de este tipo de enigmas acerca de la identidad, la obra tardía de Levrero en la década de los años noventa adquirió un tono autobiográfico. Sus últimas novelas siguen esa misma pulsión que busca descubrir y reunir información que le ayudaría a resolver el enigma, pero ahora la cuestión es el enigma de su propio ser: “Si pudiera reunir toda la información, si pudiera armar toda la historia, perdería interés de inmediato, y por supuesto me olvidaría de esa historia—porque lo que cuenta para mí es el descubrimiento, el ir armando el rompecabezas.”[3] A Levrero le interesa más la búsqueda que el resultado, la parte experimental de la escritura que la trama y, en ese sentido, su trabajo es experimental: busca nuevas formas de armarse. Digo “armarse” porque a Levrero no le importa la escritura como ensamblaje de historias o personajes, sino descubrir su propia subjetividad a través de la forma en que relata detalles sobre sí mismo como parte de “un rompecabezas infinito, al que siempre se le puede agregar, y de hecho se le agrega, nuevas piezas”.[4] Este complejo rompecabezas cambia al mismo tiempo que cambia su propia vida. El proceso de escritura, y no las novelas ni su trama, es lo que le permite a Levrero llevar su curiosidad a las últimas consecuencias, explorar sus recuerdos o ejercitar su imaginación. Las obras de Levrero son rompecabezas con muchas dimensiones a los que siempre les falta una pieza.
La obra maestra de Mario Levrero es, sin duda, La novela luminosa que se publicó de forma póstuma en el 2005. La novela luminosa se divide en dos partes: un larguísimo prólogo de cuatrocientas cincuenta páginas titulado “Diario de la beca” y la breve “La novela luminosa” de menos de cien páginas. En el 2000, el autor recibió una beca Guggenheim para poder concluir una obra que había empezado una década antes. El centro de esa novela inconclusa son una serie de experiencias singulares que el autor llama “experiencias luminosas”: momentos triviales (como un perro oliendo el rastro de una perra o el robo de papel de una oficina) pero que al autor le parecen muy significativos y que revelan algo sobre la existencia. A Levrero le dan la beca Guggenheim para que pueda completar su novela (es quizás uno de los poquísimos reconocimientos que Levrero tuvo en vida) pero durante un año entero, se dedica a escribir un diario que da cuenta de sus actividades cotidianas, su rutina, sus persistentes obsesiones y manías y, sobre todo, su imposibilidad de escribir la verdadera novela luminosa. El diario es un ejercicio de preparación que tiene como propósito “poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crear el hábito”.[5]
Ya en El discurso vacío (1996), Levrero había experimentado con una serie de “ejercicios” en los que practica su letra manuscrita para mejorar su caligrafía. La escritura del libro surge como parte de una “autoterapia grafológica” que presupone una relación entre la letra y los rasgos del carácter y la premisa de que, si se cambia la forma de escribir, se puede modificar la personalidad: “Debo caligrafiar. De eso se trata. Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología. Letra grande, yo grande. Letra chica, yo chico. Letra linda, yo lindo”.[6] En los ejercicios, el narrador se intenta enfocar en el trazo de las letras y no desviar su atención de su caligrafía, pero, al hacer su plana diaria, su deseo se ve frecuentemente frustrado porque siempre alguien lo interrumpe o él mismo se deja llevar por el tema o contenido de lo que está escribiendo.
El “Diario de la beca” de La novela luminosa es la versión exagerada y aumentada de los ejercicios caligráficos “vacíos” de Levrero. En ambos textos hay un único compromiso: escribir lo que se le ocurre. Lo que nutre a los relatos es, entonces, tanto la experiencia cotidiana y trivial como los “significados profundos” que van surgiendo y mueven la parte más terapéutica del proceso. El diario surge para Levrero como un espacio de experimentación previa a la escritura de la novela supuestamente brillante. El resultado es un diario a modo de museo de historias inconclusas, el cual consigna las persistentes manías de un narrador que casi nunca sale de su departamento de la Ciudad Vieja en Montevideo. Entre sus obsesiones se cuenta la aparición del cadáver de un pájaro afuera de su ventana, su pérdida de tiempo jugando con la computadora, viendo pornografía, odiseñando un software que le recuerde tomar sus medicinas a tiempo. También leemos sobre las vicisitudes y la decadencia de su relaciones amorosas y su entrega a la lectura voraz de novelas policiales. Pero, sobre todo, el diario cuenta la manera en que el autor no puede escribir la deseada novela luminosa, las formas que encuentra para postergar la escritura o gastarse el dinero de la beca Guggenheim en, por ejemplo, comprar un sofá demasiado caro.
En este tipo de ejercicios, experimentos, postergación y fracasos explícitos reside la brillantez de Levrero: el fin sucede en el medio. La escritura de la novela como una trama luminosa ideal se desplaza y, en vez de lo prometido en el título, leemos una indagación que se pregunta acerca de la especificidad del discurso literario como forma pensamiento. Es decir, en la no-escritura de la novela se dan las claves para entender el crucilaberintijo de Levrero, que concibe la escritura como un ejercicio permanente de reflexión sobre la escritura misma. Lo interesante es que logra esta reflexión sin caer en lo cerebral y la sequía en la que frecuentemente caen otros autores que recurren a los excesos de la metaficción. Levrero se divierte en el proceso y nos deja una obra sumamente irónica, sarcástica, y juguetona.
Celebro que en los últimos cinco años se haya comenzado a rescatar la obra completa de Mario Levrero, y se haya reeditado la mayoría de sus textos tanto en España como en América Latina. Ya no es tan raro encontrar alguno de sus libros que durante años fueron inconseguibles. La mejor manera de festejar el cumpleaños de Levrero este 23 de enero es dejarse sorprender por la extrañeza de su obra literaria; hay que enfrentar la obra de Levrero a partir del goce, a partir del ocio como “una disposición del alma” o como una “manera de estar”.[7] Si Levrero vivió durante años gracias a su neg-ocio como crucigramista, nos corresponde leer su obra a través del lente del juego, el experimento y como un ejercicio que lleva al pensamiento lógico hasta sus últimas y absurdas consecuencias.
[1] Levrero, Mario, El lugar, Barcelona: Plaza y Janés Editores, 2000, p. 41.
[2] Levrero, Mario, Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo) y otras novelas, Barcelona: De Bolsillo, 2012, p. 71.
[3] Levrero, Mario, La novela luminosa. Barcelona: Mondadori, 2008, p. 250.
[4] Levrero, Mario, Irrupciones. Montevideo: Cauce Editorial, 2001, p. 31.
[5] Levrero, Mario, La novela luminosa, p. 23.
[6] Levrero, Mario, El discurso vacío. Buenos Aires: Random House Mondadori, 2014, p. 40.
[7] Levrero, Mario, La novela luminosa, p. 109.