Tierra Adentro

 

Julio Ramón Ribeyro señaló en uno de sus diarios que los escritores peruanos se limitaban a cultivar la novela, el cuento, la poesía y el teatro, es decir los géneros principales, los más antiguos, y se olvidaban de los «géneros ancilares» como el ensayo, las memorias, autobiografías, diarios y epistolarios, que le dan más consistencia a otras literaturas; la observación, desde luego, se puede generalizar a todos los escritores hispanoamericanos.

Ribeyro escribió sobre todo cuentos y relatos, novelas, algunas obras de teatro, incluso ensayos, pero también una serie de diarios, y es, con Salvador Elizondo, uno de los pocos escritores que cultivaron intensamente ese género. Además, mantuvo, como Cortázar, una importante correspondencia; en una entrevista, calculó que su hermano conservaba unas quinientas cartas suyas y mencionó entre sus principales corresponsales a Luis Loayza, Federico Camino y Alejandro Sánchez Aizcorbe; no a Wolfgang Luchting, su agente y traductor, que conservó más de doscientas cartas suyas (ver mi compilación, Cartas a Luchting, Universidad Veracruzana, 2016); tampoco a Abelardo Oquendo, a quien le envió una cincuentena.

De las cartas a su hermano, unas doscientas aparecieron en El Sol a fines de los noventa; setenta y cinco de ellas se publicaron en dos tomos con el título Cartas a Juan Antonio; el resto sigue inédito, con algunas excepciones como las ocho cartas que le escribió a Luis Loayza publicadas en la revista Hueso Húmero y recogidas por Jorge Coaguila en su libro Ribeyro, la palabra inmortal.

En esta ocasión, presentamos con autorización de su viuda una de las cartas que le envió a su amigo Federico Camino, quien me proporcionó copias de aquellas que conserva y me ayudó a obtener copias de las que guarda Alfredo Bryce Echenique Por lo general, Ribeyro mecanografiaba sus cartas; ésta es una de las pocas que escribió a mano.

 

París, 10 de agosto 84

Querido Fico:

Te escribo a mano no para emularte, sino porque ayer se bloqueó en mi máquina la letra M. Intenté prescindir de esa letra y escribirte una carta lipogramática, 1 pero francamente renuncié, pues el seso no me da para esas «recherches pueriles», como califica el Larousse a ese tipo de tareas. Te escribo pues a mano, pero con todas las letras.

Tu carta la leí sentado en una banca del Parc Monceau, en una tarde esplendorosa. No por dármela de exquisito. sino porque la oficina de correos donde recogí tu carta queda a cincuenta metros de este parque, cerca del cual –o mejor dicho en el cual– queda mi nueva casa. Está demás decirte que paseé un momento agradabilísimo, tanto por el escenario de mi lectura, como por el contenido de tu carta. Si no fuera por un par de bon suèdes panzudos que pasaron haciendo «jogging» y por una especie de zambo tercermundista que hollaba ese recinto reservado a la «élite» occidental, el instante hubiera sido perfecto.

Naturalmente que sentí mucho no verte en Lima. Sé que me llamaste por teléfono, pero tu llamada no se repitió y yo no sabía dónde hacerlo. Admiro tu discreción, pero, pero… a veces hay que ser más insistente. Que no fueras a mis conferencias en el Banco Continental no solo te lo excuso sino que te lo agradezco. No fue nada extraordinario, salvo la afluencia del público. En mi segunda «presentación» la gente rompió la puerta del auditorio repleto y tuvo que ser expulsada por la fuerza. Bochornoso incidente, pero sintomático. Yo sabía que en el Perú se forzaban las puertas para ver un match de fútbol, pero no para soplarse una conferencia. La única explicación a esto es que contra todo lo previsible, me estoy convirtiendo en un escritor popular.

A Lima la encontré interesantísima, con sus narcos, sus atracadores y sus senderistas. No hablo por supuesto de la suciedad, la mendicidad, la fealdad, el caos urbano, los pésimos servicios. Lo sorprendente es que todavía la ciudad funcione. Abres un caño y sale agua, aunque sea sucia; echas una carta al correo y tarda una semana, pero llega; llamas por teléfono a un taxi y cuando has perdido toda esperanza aparece un gigantesco Oldsmobile negro del cuarenta completamente «rafistolé» que te lleva donde quieras, aunque sea a 20 kilómetros por hora… ¡Todavía hay bancos! Tienes que hacer una hora de cola para que te paguen un cheque, pero lo pagan. Y puedes circular por la ciudad en micro, si bien cuando llegas a casa te das cuenta que ya no tienes el importe del cheque que cobraste antes en el banco. ¡Qué ciudad! Ciudad real y ciudad surrealista. Creo que sólo los limeños podemos comprender y distinguir, aparte de su horripilancia, un encanto, un atractivo secreto. Me dirás que hablo como alguien que sólo viene de paso y de vacaciones y que si tuviera que vivir en ella no soportaría su pobreza, su cursilería, su frivolidad, su desorden, ni «la inclemente aridez de su cielo sin lágrimas» (Melville). Es posible. Aunque para los limeños las relaciones con su ciudad son más complejas y ambiguas: es como tener un hijo tarado, que uno detesta, pues constituye una vergüenza y una carga, pero al que lo une un amor que está más allá de la dicha y del padecimiento.

Como en otras ocasiones, esta vez hice algunos periplos por las playas del sur: Chincha, Pisco, Paracas, etc., lugares que tú debes conocer, pues por allí quedaba Montesierpe. Esa región me fascina. Incluso esa ciudad, que no tiene mar, y Huacachima con su laguna seca, sus malecones abandonados y sus casas de verano cerradas y ruinosas. Pero esta vez conocí un lugar increíble: las islas guaneras. Tres horas en remolcados desde Paracas. Llegas a otro mundo. Una decena de peñascos pelados y desolados que surgen del mar. No me explico cómo tuvimos una guerra con España a causa de estos islotes. Pero, claro, en esa época el guano valía más que el oro. En uno de los islotes grandes están los barracones donde se alojan los trabajadores temporarios que vienen a recoger el guano. Y en el islote vecino el muelle y la casa de Pescaperú, construida sobre un promontorio, con un balcón de madera que bordea la fachada y da a la playa. Como no era época de recolección, las islas estaban desiertas, sólo había una especie de guardián-cocinero (de Huanaz) que se pasa todo el año allí. Y materialmente miles, pero miles de pelícanos, gaviotas, patitos y cientos de lobos de mar. Te juro que el lugar me encantó, a pesar de su sequedad, su aislamiento y su desolación. Me pasó por la mente la idea de instalarme un largo tiempo en la enorme y deshabitada casa de Pescaperú, sin otra compañía que el pescador huarasino, nadando en el mar impoluto, comiendo solo los frutos del mar y tratando de escribir algo imperecedero. Pero el hombre propone y dios dispone, como dice el refrán. Y en lugar de eso escribo en la ciudad más prestigiosa del mundo, en su barrio más exclusivo, en el departamento que nos ha alquilado en su «hôtel particulier» la marquesa de Clermond-Tourerre, familia que ese mundano y arribista Proust se vanagloriaba de haber frecuentado. Entre las islas de Chincha y el Parc Monceau hay tal contraste que todo comentario huelga. De lugares tan diferentes no puede salir el mismo libro, aunque el escritor sea el mismo.

Bueno, veo que fue la escritura a mano, a la cual estoy completamente desacostumbrado, me lleva a la divagación y a la digresión. Creo que hay un estilo manuscrito así como hay uno mecanográfico. La máquina me hace conciso y la pluma parlanchín. Trataré de ser más escueto.

Espero que Alfredo Bryce se haya repuesto un poco en Lima, pues sus últimos meses aquí fueron más bien críticos. Insomnios, depresión y por momentos algo así como manía persecutoria. Estuvo tratándose en una clínica de Montpellier, donde al menos aprovechó para terminar el segundo volumen de MARTÍN ROMANA: Confío que sea tan bueno o mejor que el primero. Él debe pasar por París en setiembre [sic]. Voy a organizar en casa una reunión en su honor, muy a su gusto, pues en esa ocasión se le hará entrega del excelente retrato que le ha hecho Herman Braun.

Acerca de la omnipresencia de Hinostroza, que tú mencionas, tuve pruebas en Lima, pues lo encontré en todas partes. Ha encontrado al fin su «espacio» en esta Lima «troublée» y se ha convertido en pieza indispensable de nuestra vida cultural. Publica en LA REPÚBLICA artículos sobre gastronomía y astrología, interviene en coloquios y mesas redondas, escribe la presentación de pintores para su «vernissage», coloca poemas en revistas y anima veladas literarias, culinarias y hasta musicales (en casa de Manuenzo Mujica hijo) con su inconfundible vozarrón, su verde jerigonza, su brutal irreverencia y su por momentos insoportable dinamismo intelectual. Yo lo quiero mucho e incluso lo admiro por su vitalidad y talento, y si sus excesos no lo aniquilan (trago, yerba, fornicación) llegará a dar algo importante.

Abro un paréntesis para un comentario de actualidad. Veo en la TV algunas pruebas olímpicas y asisto a la deificación del deportista. En este caso en la figura del atleta negro norteamericano Carl Lewis. Se diría que ha aparecido un nuevo dios sobre la tierra. Los camarógrafos nos bombardean su imagen, los comentaristas en directo pierden la voz al narrar sus triunfos, los periodistas rivalizan en ditirambos… pero, ¿en qué mundo vivimos? A mí me encanta el deporte y si no lo practico al menos veo en TV los grandes eventos. Pero calificar a un tipo de «genial», «sublime» y hasta «divino» porque corre muy rápido y da brincos muy largos me parece no solo bobo sino peligroso, pues crea una confusión de valores. Carl Lewis es ahora más conocido en el mundo que Martin Heidegger, Segismundo Freud, Pablo Picasso o James Joyce quienes, en mi modesto juicio, realizaron una obra más meritoria y gracias al esfuerzo de toda una vida.

El asunto del sol flamígero de Coricancha ya me dejó de ocupar, pues encontré finalmente algunos datos fidedignos que me satisfacieron. Ahora necesito precisiones sobre un pasaje de los Diálogos de Platón y un término de la Poética de Aristóteles —que menciona E. R. Curtius en sus ensayos sobre literatura europea— y sobre lo que solicitaré próximamente tu consenso, pues no tengo a la mano las referencias exactas, ya que con mi mudanza he perdido el control de mi biblioteca. Pero me interesa sobre todo el proceso de la fabricación de la salsa blanca y de su variante la salsa Bechamel. Los 18 libros de cocina que he consultado me dan recetas diferentes.

Un gran abrazo de
El amigo Ribeyro_firma

1 Lipograma: ejercicio literario que consiste en escribir una obra sin utilizar una letra del alfabeto. Nestor de Laranda escribió en el siglo III una Ilíada sin emplear la letra A. El gran Píndaro compuso una oda sin la letra S. En 1939 un loco inglés publicó una novela sin la E. [Nota original de J. R. Ribeyro]


Autores
(Xalapa, 1944) es ensayista, crítico literario, traductor y narrador. Ha reunido sus ensayos en los libros Versiones (2000),Ficción-historia: la nueva novela histórica hispanoamericana (2001) y La gata revolcada (2009).