Dos poemas de Fernando Salazar Torres
Morir es quedarse
Nada, ya nada debo salvo el tiempo.
Sin mirar atrás,
nada debo si el año muere.
Mi memoria queda prendida a ti,
de la hojarasca del otoño,
de los pasos que dejo.
Pasar a ojos cerrados y labios
en vilo con la noche
con la ciencia de que llegar es irse
y volver a soñarte
y otra vez retornar,
una vez más quedarse.
No, nada debo, el tiempo aqueja,
dolerte del mismo modo hasta siempre,
arderme y dolerme
otra piel en mi cuerpo;
vivir así, como dicen, como es,
así es el amor en esta tierra prometida,
quiero decir húmeda,
porque debajo
muy abajo de este mundo
hay carne en la muerte, así vengo,
cabalgando encima del espinazo
de un animal fracturado
de un animal roto
que fue contenido bajo tierra.
La muerte nada, nada guarda.
O el tiempo o la memoria
que me vivieron
me hacen llorar en desmedida
cada noche y cada día;
mejor es irme
y dejar cada cosa en su lugar
y permitir que las horas nos dejen.
Intentaré de nuevo la historia,
dejo este cadáver en flor;
soy esa oscuridad en mi cuerpo,
mi otro yo que perdí,
mi alma que te vivió.
Mirarte sin mirarnos hasta nunca
en el adiós de la muerte que llega.
Viene por mí el caballo melancólico,
el mismo que me trajo a tu sombra,
a mi casa donde existir
es de pronto desvanecerse.
Exhumación
Barro el nido de los espantos
con el plumero de la bruja;
saltan, retozan y vagan los trinos
nocturnos en los álamos del lago.
El corifeo de las grullas, no,
digo, el adalid de las lobas
muerde el grito en la cima;
allá, más acá de las providencias,
vates y clérigos formulan
el grimorio de la edad cósmica.
Sacudo el pánico,
limpio el polvo de la casona
al ocaso de tres vírgenes hadas;
la torre de los magos testifica
de la sombra vecina,
la luz que bajo tierra chupa el hueso.
Las órdenes mueven los astros,
los dioses caen en forma de piedra
de rodillas suspiran la penumbra.
Otra vez el grito, un hallazgo
en la piel de las monjas,
de la cruz hay calor de sangre,
olor de agua, salitre, a subterráneo
de flor ensucia los ojos, las manos,
y el desamor de dios en sus hocicos.
El universo o la escritura,
el orden o la luz
da pareja muerte en el patio
de cualquier templo,
en esa piedra la fe incendia,
quema la carne, y el sacramento
por la vida se inhuma
al lavarse los párpados
al nevarse los ojos.
…….
Raspa la hoja blanca, a ver si
algo cabe en la cuenca de esta mano;
atrás mosca, heliotropo, ciénaga.
“Raspa”, me susurra el zumbido de la flor garza;
rasgo los aires y los soles
silban entre las plumas de las tardes
a manera de pájaros anclando la savia.
Murmura, repite el sonido,
musito y duermo a la hora
que escurre el dolor de la fiebre.
Qué digo! Nadie me repite,
hago eco de mi voz bajo la cama,
me dices ya, me dicen hoy,
dicen las voces “camina al espejo”
y ando como Simón en el vacío.
Allí encuentro más voces que emular,
sus ecos maduros son la deslucida imagen,
la pobre luz de quienes me preceden
y cifran el verso libre con la estrofa blanca.
Qué dicen! Nada, copian mal el Blanco,
declinan entre dados por la boa del juego,
modernos epigonales, caballo a mansalva,
expresan bien la imperfección del símil
y del poema, digo nada, lo deletreo,
las letras quedan libres.