Doméstica
Para Óscar David.
Llegaron con la apostura de un retrovirus. Certeza en sus cuerpos acompasados. La idea les bulle entre las cejas y la amainan extranjeros, amontonando los gestos. Tras un breve reconocimiento del lugar, el hombre en silla de ruedas le hace una seña a la rubia que lo acompaña y ella sostiene los manubrios para deslizarlo en la irregularidad del pavimento. La textura de ambos brinca como un pegote que obliga al paisaje a convertirse en collage. Y así, descontextualizados de cualquier rutina, se desvanecen igual que fantasmas atravesadores de paredes en la puerta de Doña Rosita.
Probablemente viajaron kilómetros, es difícil adivinar si el semblante desastroso es parte de la vida o de una presurosa travesía; la tarde es de por sí una veterana mañana de salitre en la ropa. O tal vez es el sol que avejenta la sorpresa y erosiona sus motivos en los charcos de sudor. La imagen de su llegada es el pasar debajo de una escalera por accidente y percatarse e intentar rebobinar el asombro u olvidar la superstición: sin éxito. Existen a pesar de la escenografía improbable, o quizá la improbabilidad es un montaje para su aparición en escena, una treta con disfraz de azar. Como si el sombrero arriscado de él o su camisa neja de algodón o el saco de gamuza descolorida o los pantalones doblados que cobijan sus muñones (asegurados por un par de broches), pudieran pasar desapercibidos. Con igual sutilidad la minifalda de ella, tiesa, como una sombrilla asiática para sus piernas largas y correosas o su blusa de chillones garigoles o los tacones beige embadurnados de lodo seco; parecería que nadie se tomó la molestia de avisarles que la fiesta de disfraces se había cancelado.
La noticia de su llegada tarda apenas unas horas en diseminarse por el barrio. Y, como es de esperarse, la forma de su arribo irá mutando dependiendo de la boca. Algunos asegurarán que bajó de una limusina, ayudado por un guardaespaldas fortachón; otros que llegó en una Hummer coloreada de diversas suposiciones; otros más sincretizarán el rumor de una limusina de Hummer (sin especificar color) conducida por una rubia halterofilita y, sólo unos cuantos (quizá los primeros), aseverarán la simpleza de una Toyota negra y sucia, de nuevo modelo. Pero casi todos están buscando una excusa para pasar frente a la casa de Doña Rosita. No es un pretexto difícil, dado que la señora vive cerca de la carnicería; lo difícil será comprar carne el día más lejano a la quincena. Aunque tampoco esto importa, ya que el carnicero, sabio comerciante, en días tan irregulares, tiene suministros de aserrín, patas, pescuezos y vísceras para la venta de famélico gramaje. Suena exagerado pero es pertinente anotar que la mayoría comprará patas o pescuezos de pollo y una nube aromada de laurel y sal viajará vaporosa por las calles de la colonia. Esta tarde, los estómagos celebrarán con un caldito de pollo el hervor de la incertidumbre que es su visita.
A pesar de las sutiles miradas de soslayo y complicidad entre los habitantes, los atípicos paseos diurnos por la acera y los comentarios entre dientes, la colonia luce sospechosamente tranquila. Es una tarde de verano en la que los vecinos, en lugar de atrincherarse del calor frente a sus ventiladores de aspas azules, deciden romper la costumbre con el suceso y asomarse un poco para ver si los salpica. El barrio no es muy distinto que una década atrás. La prosperidad no construyó una sola pared ni pintó de cal las bardas ni estacionó nuevos vehículos y tampoco recarpeteó el pavimento; mas puso niños en los vientres de las niñas y enfermedades desconocidas sobre las camas. Es el mismo lugar, de similares proporciones y puertas, tamaño de calles y número de casas, pero con colores más pardos u oxidados; negligente el mantenimiento, la evolución del descuido. Un espacio en el que la ausencia llegó adolescente y nihilista, sin otro motivo que lo inmediato y lo incuestionable de la supervivencia. Pasarán unas horas antes de que se sepa a qué han venido. Antes de que las puertas se abran y Doña Rosita se asome un poco, apenas dejando ver su cabeza borgoña de raíces blancas y que los vecinos se retiren a casa con el crepúsculo y migajas de especulación en la garganta. Esta visita puede significar muchas cosas. Y probablemente en el futuro se inventarán épicas mentales sobre el arribo del antihéroe u odas malversadas del porqué.
Leo se fue una tarde de parecidos matices. Nadie le siguió el paso, ninguno se imaginaba que de verdad se iba. Todos sonreían o se tornaban indiferentes ante el rodar lastimero de la silla. Y él, sonrojado por las miradas o quién sabe si por coraje, asía las manos a las llantas para impulsarlas con torpeza. En aquella ocasión, Doña Rosita no asomó su cabeza borgoña para despedirlo. Así ocurrió: la tarde, la ausencia de su madre en el marco de la puerta y la silueta de una silla de ruedas que va disminuyendo a la velocidad de un cuadro por cuadro. Meses después se sabría de la discusión ensalzada por la saliva de cada boca: Leo se fue de casa. Dada su condición, algunos le pusieron caducidad al enojo y otros más lo creyeron muerto. Pero ninguno apostó por verlo frente a un montón de micrófonos, iluminado por estroboscópicos flashazos de cámaras. Tampoco alguno creyó la noticia del viaje a Francia por la nominación de su película, hasta que el mismo sabio comerciante de la carnicería, enmarcó el recorte de periódico en su local y debajo, escritas a mano, una lista de productos que Leo solía comprar en el lugar.
Leo fue el nombre de su primera película, misma que lo llevaría a visitar exóticos lugares y a recibir el adjetivo de director de culto. Era la historia de una niña que a los cinco años fue víctima de la ira de su padre que, como castigo, la amarró de las piernas por unos días con alambre galvanizado. Cuando la madre descubre el necrosamiento de los chamorros y los piecitos subiendo hacia los muslos, la desata. El padre es encarcelado. Y, Leonor, la protagonista sobreviviente, crece con el síndrome de las piernas fantasmas; durante los primeros años de la pérdida, olvida que no puede caminar. Debido al profundo malestar que aún le ocasionan los cuádriceps femorales, además de usar relajantes musculares de metocarbamol, encuentra un alivio inmediato en el cloruro de etilo; primero como tópico, luego descubre las ventajas de la alteración de consciencia cuando éste es inhalado. A los diez años, Leonor es adicta al cloruro y presenta cuadros de psicosis. Para darle un efecto distinto a los cambios de consciencia en la narrativa, se utilizaron diversos filtros que granularan la imagen, además de algunos recursos del entonces novedoso, dogma 95. Aunque esta es la narrativa lineal de la historia, la película comienza con un hombre en silla de ruedas que canta una canción de cuna: zoom out-travel around y nos percatamos del paisaje simulado: un barrio destruido y entonces en fade in aparece la palabra LEO.
Inmediatamente nos situamos en una recámara, el hombre de la silla de ruedas está sentado sobre una cama destendida, se descubre los muñones, los limpia parsimoniosamente con un trapo húmedo: close-up a la carne: zoom-in a la costra que en ese momento restriega. Desabotona su camisa y vemos el vendaje que le detiene los senos, lo desenvuelve mientras en voice en off nos relata la travesura de vestirse como hombre.
Mi padre llegó a casa antes de lo esperado, ya me había dicho que no debía hacerlo pero me gustaba, ¿sabes? Probablemente no fue a trabajar y se quedó en alguna cantina bebiendo porque mientras me golpeaba sentí el tufo. Luego sacó un alambre y pensé que me iba a golpear con eso, pero rodeó mis muslos y los chamorros y luego me ató a una columna de madera. Mamá trabajaba limpiando casas ajenas y llegaba casi a la misma hora de mi padre. Pero él llegó antes. Y cuando ella vino, no le dijo nada. Él le contó lo que había hecho y ambos creyeron que era lo justo. Y yo también pensé que era lo justo, a pesar de que la justicia apretaba. [Hiss]
Plano medio: la impavidez de su mirada que atraviesa la lente. Plano medio corto: el pecho descubierto y los senos escurridos. En las siguientes escenas se advertirá un poco de la rutina de Leo intercalada con simulaciones de los cuadros de psicosis en la infancia; un médico de rostro pixeleado hace breves apariciones explicándonos el síndrome del miembro fantasma.
La película finaliza con una fiesta en la que Leo conoce a Maty, una rubia transexual latina que modifica su coreografía para poder bailar con él. La canción es un hit noventero de Eurodance cuyo beat pierde velocidad al mismo tiempo de la cámara lenta. En el desarrollo de la película veremos la rutina de Leo, un transgénero que narra la historia de su vida a través de voice en off (estéticamente, las ideas buscan contraponerse. Ejemplo: embarramargarina sobre un pan caliente mientras nos cuenta el día en que su padre violó a su madre o agujera una lata para fumar crack y la voice en off narra la mejor navidad de su niñez).
Después del inesperado éxito de Leo, fue más que bienvenido en los círculos del cine independiente. Directores, escritores, actrices y actores, productores y público querían tener el placer de conocerlo. Y él, estimulado por tan buena recepción, decidió continuar con su carrera. Vendrían luego y con igual destino, Partenogénesis, Hija Lagartija; y los cortometrajes, Mecánica de la ausencia, Fiesta en la cloaca y La vida sin uñas, y es en este último en el que por única ocasión no emplea actores naturales. Alguna vez declaró en una entrevista (generalmente no da entrevistas, lo ponen nervioso las cámaras a pesar de que trabaja con ellas) que no estaba preparado para el éxito: es un accidente y nadie se prepara para un accidente, aunque soy un espécimen de accidentes, son mi escenografía, soy un anfibio. Nació por accidente, creció a pesar del accidente y accidentado huyó de casa; cruzó la frontera por accidente, se hizo adicto al crack por accidente, conoció a un videasta por accidente, aprendió el arte de contar historias por accidente y, aunque la filmación deLeo no fue un accidente, sí lo era la forma en que llegó a las manos de uno de los organizadores de un festival de cine independiente en Canadá.
Cuando Leo conoció a Maty, ésta tenía un embarazo psicológico. No la conoció en una fiesta como se advierte en la película. Pero sí fue por accidente; un percance artificiado por las drogas. Ambos llegaron inconscientes a la sala de emergencias con diferentes sobredosis, uno de anfetaminas y la otra de heroína. Pero con el común denominador de haber sido encontrados en banquetas de diversos puntos de la ciudad. Compartían un cuarto dividido por cortinas color aqua, junto a otros tres pacientes más, todos ellos sin seguro médico. A Leo le atrajo el sonido adormilado de su voz, el acento del Este, pero sobretodo, sus murmullos en español. Era en español que aseguraba (para sí misma) que querían quitarle a su bebé, que dónde estaba su bebé, que habían robado a su bebé. Hasta que se enfrentó a la pasante de enfermera con un grito: Yo, bitch! Where my baby at? You stole ma baby! Y la jovencita le respondió un tanto nerviosa: calm down, ma’am… sir. Y entonces el médico le explicó que ella no tenía ningún bebé, que no podía tener bebés porque no había útero en su cuerpo: you’re not phisically capable of having babies, sir, I’m sorry. “Mathew López (sobredosis de heroína)”, decía el cartoncito en la cabecera que Leo alcanzó a leer tras ser dado de alta. La esperaría a las afueras del hospital para conocerla. Primero impulsado por la curiosidad, luego enamorado de la idea que era Maty. Él sentía que la amaba desde el sonido de su voz. Ella tardó en quererlo pues, como le dijo un montón de veces hasta darse cuenta de que eso lo entristecía profundamente: no me gustan las mujeres, no soy lesbiana. Luego el accidente se convertiría en una simbiótica serendipia y el tema del embarazo en una película: Partenogénesis.
Maty y Leo se irían a vivir juntos y se casarían para regularizar la situación migratoria de Leo. Tras unos meses de matrimonio, Maty sería empujada por la defensa del coche de un videasta en ciernes. Éste intercambiaría un poco de dinero, su amistad y el amor por las películas whitetrash con la pareja. Era él quien le había enseñado a Leo sobre cine y quien lo asistiría para rodar, junto a un grupo de amigos, su primera película. El mismo que aseguraba que Lars von Trier le había robado la idea del movimiento dogma 95 en una borrachera. Y, aunque von Trier nunca se enteraría de las declaraciones que sólo hizo a sus amigos, el entonces aprendiz de cineasta, finalmente aceptó que en realidad no conocía al director pero que había soñado que creó este movimiento. Luego todos lo olvidaron.
messTizo, diría Leo a una periodista en la premier de Hija Lagartija, cuando ésta le preguntó si sus películas estaban vinculadas al cine whitetrash. Lo que hago no puede llamarse blanco porque no soy blanco ni es de blancos. Si es algo, es cine messTizo, estructural y socialmente inspirado por el movimiento whitetrash. Entonces el concepto messTizo sería asociado al cine whitetrash pero realizado por latinos.
Fue una mañana, dos años después de su último estreno, en la terraza de su departamento, mientras veía a la hormigueante humanidad siete pisos más abajo, cuando aceptó que sufría un bloqueo creativo. Le dijo a Maty que estaba bloqueado. Pero ella pensó que era una tontería y que quizá sólo necesitaban salir de la ciudad, del país, y ambos se fueron de viaje a Milán con la excusa de acompañar a una amiga en común que lanzaba su línea deropa. Y compraron libros y películas inconseguibles y visitaron museos y lugares de los que ignoraban su existencia. Y comieron en lujosos restaurantes donde los meseros los atendían forzadamente por la facha que llevaban.
Hasta que alguien les comunicaba que aquel de la mesa, el hombre en silla de ruedas con una frazada sobre las ausentes piernas, era Leo Rodríguez, el famoso director de cine independiente. Y aunque éstos nunca habían visto sus películas, de pronto se comportaban de forma distinta y algunos hasta dijeron cortesía de la casa cuando Leo pedía la cuenta; otros simplemente ofrecieron una botella de vino o postre gratis. Luego, a petición de Maty, cambiarían su itinerario para visitar Belgrado. Y fue ahí, donde el desbloqueo ocurrió, mágicamente, en una esquina.
Dos perros pegados por el trasero. Sufriendo el efecto del poscoito, chillaban en la esquina de unas calles ilegibles. No fue Leo quien se sorprendió por la imagen, era Maty que, anonadada y sonriente, detuvo el paso de ambos. Gritó emocionada, apuntando a lo que los demás veían de soslayo. Leo amaba esos gestos de Maty, la siniestra ingenuidad, sus incongruencias: Maty que temía a la oscuridad pero que le encantaba el ambiente de la luz negra en los bares o su fobia a las agujas y el gusto por la heroína intravenosa.
Maty que veía chickflicks pero que deseaba poner una bomba en Hollywood, Maty que sufría embarazos psicológicos de bebés cuyas gestaciones iban desde un par de semanas hasta los tres años (luego lo olvidaba o perdía el producto en un sueño). Maty que había participado en orgías y que, incrédula, confesaba jamás haber visto a dos perros pegados: ¡son siameses! Con una sonrisa, Leo le explicaría el motivo por el que estaban unidos: la dilatación, la contracción y el forzado separamiento si se les lanzaba una cubeta de agua fría. Luego presumió con exageración que en el barrio donde creció había perros siameses en todas las esquinas. A su regreso y con la idea de los perros, comenzaría el plot de su tercer largometraje, Doméstica.
Dentro de la casa de Doña Rosita, Leo le muestra a Maty la columna a la que fue atado. La señora se impacienta cuando ve a su nuera contonearse en el barrote, simulando un tubo de table dance. Se sientan sobre la cama y él, nervioso, le cuenta sus aventuras en otros lugares. No le dice cómo conoció a Maty ni que aún tiene recaídas de crack. Explica los menesteres del viaje y la tormenta que los dejó atorados apenas cruzaron la frontera, la renta de la camioneta porque su carro se descompuso a medio camino, el lodazal y la poca ropa que empacaron. Promete llevarla con un dentista si desea que le repongan los dientes perdidos, luego se saca la placa dental para decirle que también él los perdió todos. Le entrega regalos que fue acumulando para ella entre sus viajes. Postales y fotos, collares y pulseras de Marruecos, una camiseta de I Love NY y una torrecita Eiffel de metal. Doña Rosita acepta todo con alegría en sus ojos espesos de nubes. Quisiera tener algo que darles, pero no estaba preparada para la visita. Y saca una foto de Leo, cuando tenía tres años y piernas. Y Maty la observa y sentencia que así será su bebé nuevo. Doña Rosita la ignora y en cambio se asoma por la ventana para descubrir a los paseantes que cargan bolsas de la carnicería o simplemente caminan por la acera.
Afuera, los vecinos se cuestionan a qué habrán venido. Probablemente a matar a Doña Rosita, dirá uno sin prever que la idea viajará atómica entre las encías de muchos, explotando en el tórax de los hijos antes de cometer parricidio. El sol cesa sobre los techos cuarteados cuando el carnicero envuelve medio kilo de pescuezos. La única perra en celo de la colonia está atada a una columna y aúlla su doloroso deseo, avisando a los machos de la situación.
Algunos paseantes regresan a casa con la incertidumbre refrescada por el ventilador de aspas azules, con el calor de la tele encendida que no trasmite películas de cine independiente. Otros volverán de sus trabajos, sin saber lo que pasó en la tarde y, sentados a una mesa de madera, con un caldo recalentado, se enterarán entre sorbos de la visita; aunque más importantes son los hilos de carne debajo del pellejo amarillo o el corte comercial en el fulgor de la pantalla. Pero invariablemente todos recuerdan el día en que Leonor fue llevada por una ambulancia con las piernas necrosadas. O cuando llegó la policía para arrestar a su padre. O cómo se arrastraba entre el polvo porque en la psicosis se le olvidaba que no tenía piernas. O el mote efecto de su lastimero arrastre: Lagartija. O cuando comenzó a vestirse de hombre e hizo que le llamaran Leo. O cómo se ganaba la vida vendiendo chicles deslizada por una patineta. O ese día en que se fue de casa porque Doña Rosita lo llamó basura y le confesó que sería mejor que se hubiese necrosado completito. O aquel glorioso momento en que el carnicero enmarcó el recorte de periódico en el que aparecía recibiendo un premio. O cómo llegó en la limusina o en la Hummer o en la limusina de Hummer o en la Toyota. O la forma en que saldrán de casa de Doña Rosita que sólo se asomará para echarles la bendición. Todos tienen una anécdota ensalzada que contar ahora o en el futuro.
Leo se despide de su madre. Ella no quiere dientes ni mudarse a Nueva York. No regresará al barrio para filmar Doméstica con actores naturales, ni le dará el placer de los perros siameses a Maty. Doña Rosita le toca los muñones y reza mentalmente un Diostesalvemaría antes de asomarse para evitar la muchedumbre. El crepúsculo flamea y levanta un aroma oscilante entre orines y laurel. Maty se plisa la falda al sentarse en la camioneta y Leo levanta la mano para saludar al carnicero que se limpia la sanguaza en el mandil. Luego le dice a Maty que deberán contratar a esa amiga suya, peruana, para que haga el papel de Doña Rosita en la película. Ella asiente emocionada y se toca el vientre para avisarle que la bebé nueva acaba de darle una patadita.