Deconstruir: ese verbucho que apantalla
Llamémoslo Joaquín Butler. Lo conocí en una fiesta atiborrada de chiquillos pálidos cuya ebriedad era patrocinada por la burguesía académica de Guadalajara. Recuerdo que pasé la noche teniendo conversaciones ocasionales con universitarios embarcados en la defensa de toda causa defendible, financiados por los cien mil pesos que cada semestre salían de los bolsillos de sus papás. Joaquín bailaba, vestido con la pobreza y el descuido que sólo se critica en la gente morena. De vez en vez se le acercaba a todo el mundo para deslizar un chiste y alguna cita de Durkheim. Por ese entonces era la gran promesa de la política estudiantil. Tuvo el mal gusto de agregarme en redes.
Bastó un rato para que me diera cuenta de que Joaquín tenía fama de tuitero woke. Valiéndose de la indignación de quien mienta madres con rosario en mano, el chico se la pasaba tecleando en contra de la irresponsabilidad afectiva y de las masculinidades tóxicas. Ante la mínima falla moral, el mínimo desliz reaccionario, desenvainaba su espada evangelizante y te deseaba de soslayo: Pronta deconstrucción, amigx.
Así vivía Joaquín, incapaz de cerrar su virtual hocico.
Hasta que por fin lo cerró.
La mañana en cuestión me recibió con los ladridos de mi perrita. Mientras le daba de comer, me puse a deslizarme por Facebook. Apareció en mi inicio, compartida por la mitad de mis contactos, la publicación de una chica que relataba cómo Joaquín había tratado de violarla la noche previa, acabada una fiesta a la que fueron juntos. Pasaron las horas y al menos otras tres chicas, motivadas por la denuncia previa, publicaron anécdotas similares que involucraban acoso o abuso llano.
De Joaquín no se supo más. Cerró sus redes y se fue de Guadalajara.
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La deconstrucción es un concepto que ha sido revolcado teóricamente por manos como las de Heidegger y Derrida. Sistematizada como un mecanismo de re-lectura de distintos procesos de formación de identidad, sus alcances han transitado entre la ontología y la literatura. No planteo ─ni siquiera me interesa─ una reivindicación del término a partir de su uso en el análisis fenoménico de la filosofía contemporánea. No planteo ─de verdad, me faltan ganas─ una reconciliación del enfoque deconstruccionista con el estudio de la significación lingüística. Y mucho menos planteo un texto serio acerca de las implicaciones de la deconstrucción en la investigación sexo-genérica.
Hablaré, pues, de la misma deconstrucción de la que hablan todos en Twitter.
La deconstrucción con brillitos, empacada en celofán.
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El Feminismo-BuzzFeed© y sus aliados se han encargado de presentar a la deconstrucción ─o lo que sea que entienden por ella─ como la gran panacea de las luchas políticas de nuestro siglo. Sin definirla nunca, los tuiteros se refieren a ella como un proceso incansable de cuestionamiento. Deconstruir implica, desde estos presupuestos nunca dichos, transitar el camino del abandono de distintas costumbres, posturas y dinámicas enraizadas en la reafirmación de la desigualdad sexo-genérica, de clase, etcétera.
A la luz de lo anterior, la deconstrucción pareciera ser una rotunda maravilla: es una invitación a la reforma sistemática, a la crítica de valores sombríos. Sin embargo, secuestrada por la charlatanería, la deconstrucción adquirió la inocuidad de los placebos. Es homeopatía sociológica.
No se necesita ser un erudito del materialismo para comprender que existen estructuras que rebasan todos los alcances del individuo. Sin tener la decencia de admitirlo ─quizá sin darse cuenta siquiera─, los influencers regañones de Twitter le están delegando al individuo la concreción de cambios que por sí solo no será capaz de alcanzar. Una correcta deconstrucción implica dimensionar las dinámicas de poder y socialización que deben ser modificadas para mermar a la desigualdad y la violencia que enfrentan ciertos grupos de la población.
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Vale la pena, entonces, preguntarse cuáles son los verdaderos alcances de esa deconstrucción performativa que inunda los nichos progresistas de internet. Sí: performativa.
En la dinámica digital, recientemente trasladada a las aulas universitarias, estar deconstruido implica interpretar un personaje. Basta seguir un guion repleto de lugares comunes y de frasecitas cómodas, suaves al oído. Los tuiteros llevan años fingiendo radicalidad en las mismas tres o cuatro ideas que en sus propios círculos ya se han asimilado sin mayores aspavientos: los padres deberían participar activamente en la crianza de los hijos, los hombres deberían encargarse de la mitad de las labores domésticas, los hombres deberían dejar de acaparar la voz en juntas de trabajo…
Sí, claro, deberían.
Pero ¿eso es todo para lo que nos alcanza tanta deconstrucción? ¿Para pararnos el cuello ante los demás con un simple ejercicio de reafirmación discursiva? ¿Para gritarle al mundo “miren lo woke que soy”?
Río ahora al pensar en una historieta lamentable salida de los dedos de un aliado feminista argentino (de dónde más). El cuadro es protagonizado por dos noviecitos tirados en el pasto. Güero y chapeteado (de qué otra forma) el hombre toma la cara de la mujer mientras le dice: ¡Deconstruime a besos!
He ahí el problema fundamental que expongo. La acción primaria ─besar a la pareja, enamoradísimos los dos como becerritos febriles─ no se modifica en lo absoluto. Las dinámicas de conducta sexual entre los dos sujetos, tampoco. ¿Qué es lo único que cambia? Que ahora hay un elemento simbólico entrometido en el acto: el beso ya no es un simple beso, es un beso deconstruido. El amor heterosexual de toda la vida ya no es simple amor heterosexual de toda la maldita vida, ¡ahora está deconstruido!
Presumir la deconstrucción propia es como vender un producto chatarra en el mercado con la tranquilidad de que es Gluten-Free.
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Naturalmente, la deconstrucción fue aprovechada por los violentadores para maquillarse y así ganar no solo la aceptación social unánime, sino también la admiración de varios.
Es reciente el caso de plagio intelectual que sufrieron Carmina Warden y Cynthia Híjar, creadoras del personaje Nacho Progre. Con él parodian las conductas y dichos de los “machos progres” del mundo, tipos colgados de luchas que ellos mismos traicionan a cada rato con sus acciones. En 2019, Miguel de la Rosa usó directamente el personaje para crear otro, al que llamó Ignacio en Deconstrucción. Cuando Cynthia reclamó el reconocimiento de su legitimidad creativa, Miguel se limitó a cambiar su nombre de usuario. No dio créditos. No se disculpó. Las cuentas de Cynthia recibieron ataques de bots y sus videos de TikTok comenzaron a ser bajados por denuncias infantilísimas. Miguel, teniendo la oportunidad de ser el ejemplo encarnado de los valores que pregonaba en redes, decidió convertirse en un Nacho Progre.
Otros no usan a la deconstrucción para robar ideas. A veces les basta como escudo, como amnesia. Rescato las palabras de Rafael Villegas al respecto: “Hay un escritor al que llamamos Bob el Deconstructor por la forma tan efectiva, creativa, deslumbrante y meteórica de pasar del MeToo a alide honoris causa” (@villegas, 05 de abril de 2021)
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Existe una manera sencillísima de disminuir la charlatanería progre de internet, cada vez más filtrada en la vida diaria: dejar de ser tan apantallables. Tu tuitero woke favorito, ávido de derramar teoría, no tiene más de doce libros encima de la mollera. Tu narradora de podcasts feministas que se la pasa regañándote por las desigualdades que perpetras, casi siempre, viene de una familia con más dinero y poder del que eres capaz de imaginar.
¿Personas deconstruidas?
Más bien en obra negra.