Crónica del desarraigo
Los entrecruces culturales que han azorado las mudanzas del narrador coahuilense Alfredo Loera, reflejan un estado de ánimo que oscila entre el aburrimiento absoluto en Xalapa y la estancia insignificante en una urbe sin cielo como el D.F. Aquí, para Loera, Torreón nunca fue una ruta, y la escritura representa el grado cero y el comienzo de todo.
Lo que pasa con Torreón es que todo lo que surge aquí tiene una especie de orfandad. Para los que no concuerdan con las normas preestablecidas es muy difícil encontrar resguardo. Las estructuras sociales apenas tienen arraigo en los ámbitos de la vida pública. Para un pretendido escritor, Torreón no ofrecía nada. Los libros eran difíciles de conseguir. Una vez fui con estúpida emoción adolescente a una de las librerías más grandes de la ciudad, en una de las calles del centro, a buscar La montaña mágica de Thomas Mann. Busqué en la eme el apellido del autor para encontrar la susodicha novela. Nada más alejado de la realidad. La dependienta no sabía nada. Casi con miedo le pregunté si podía hacer el pedido al Distrito Federal. Afortunadamente, el libro no estaba agotado. Volví en dos ocasiones a preguntar si ya había llegado. Aún siento escozor al recordar las palabras de la mujer: “Ven la semana que entra a ver si ya llegó”. A mis diecisiete años eso se planteaba como una eternidad.
Había algunos talleres de escritores locales, pero me parecían demasiado cursis. No tuve de otra más que sumergirme en esas aguas. Por supuesto, no les creía nada, pero pensaba que algo se podría aprender. Hubo un poeta al que sí le aprendí. Era un escritor que venía cada mes desde la capital del país y daba dos sesiones de taller, el viernes por la noche y el sábado por la mañana. Era un poeta ya viejo, con formación clásica, bagaje cultural y una manera de expresarse como de negociante de la central de abastos. Me atrajo su manera despiadada de revisar los textos. No era un hombre de letras engolado, sino alguien de apariencia común, pero que a mis compañeros y a mí nos sacó de la ignorancia literaria. Todos nos preguntábamos por qué este señor venía desde tan lejos a tallerearnos. Nunca llegamos a una conclusión. Omito el nombre de este poeta porque la última vez que vino nos dijo: “Olvídense de mí, olvídense de que me conocieron; yo no los conozco y si me los encuentro en algún sitio ni me saluden”.
Cuando me fui al Distrito Federal, y luego a Xalapa, me quedó un poco más claro el hecho de que en Torreón no teníamos una ruta. México, como todos lo llaman en Torreón (casi nadie dice “la Ciudad de México” o “el D.F.”), y Xalapa son parecidos, en ambas hay muchos veracruzanos. Yo estuve becado por la Fundación para las Letras Mexicanas, en la capital, y un cuarenta por ciento de los becarios eran de Veracruz. Eso no tiene nada de malo, es natural. Poco a poco he perdido el sentimiento regionalista norte-sur. Los artistas de Veracruz constantemente piensan en el Distrito Federal, tratan de dialogar con esa ciudad. Los artistas capitalinos no dialogan con nadie; creo que ni con ellos mismos. Es una especie de autofagia. Por lo mismo, su arte y su literatura están un poco fatigados.
Hablemos del teatro. Fui a varias puestas en escena mientras viví en el D.F. A la clásica puesta los domingos a las doce y al estreno de algún joven director y dramaturgo bien posicionado. No encontré nada que fuera entrañable. Sí encontré mucha ansiedad por la puesta, efectos, sonidos, dislocaciones en las actuaciones y en el escenario. Por ejemplo, el escenario no como un plano al fondo, sino como una especie de cubo, donde el espectador observa desde una esquina. El actor daba la espalda al público: el berrinche, el anticlímax, quizás una especie de antiteatro. Al salir me decía a mí mismo: está bien, es teatro para dramaturgos. Pero también me preguntaba, ¿es acaso todo? Me extrañaba esa ansiedad por la gran obra, por revolucionar el arte, las teorizaciones sobre teorizaciones acerca de la estructura de las obras. Eso no llevaba a ningún lado.
Las discusiones en los bares también se convertían en una especie de dictado de cátedra. Recuerdo una vez en la que dos poetas discutían acerca de quién era el mejor de su generación. Uno de ellos apelaba a que él mismo era el mejor, por supuesto, y el otro rebatía que no era así, sino que él lo era. Los interrumpí y les comenté que no tenía caso discutir eso. Les propuse brindar y olvidar el altercado. Uno de ellos se volvió y me dijo más o menos esto: “¿quién chingados eres tú, cabrón?” El debate literario era incluso más pobre que en Torreón.
Lo que hace de Xalapa una ciudad un poco más interesante es su necesidad de diálogo con la capital, aunque es común que los escritores del D.F. estén mucho más interesados en debatir quién es el mejor poeta sin tener un sustento objetivo de lo que dicen. El xalapeño tiene una necesidad de ser auténtico, además de que su ansiedad artística es menor. Asume que sus obras no tendrán importancia nacional, que son locales, que tendrán poco público. Por lo mismo, toma la responsabilidad de dar algo a ese público. El teatro en Xalapa me pareció mucho mejor: menos pretensioso, más natural, más cercano. Sin embargo, tampoco encontré lo que buscaba. Entre los escritores noté cierta nostalgia o amargura por no estar en la capital, pero preferí no andar en cafés ni fiestas con ellos, ni buscarlos; mi experiencia previa fue suficiente.
Es difícil moverse entre extraños, ser siempre el forastero, el que tiene que preguntar, el que no conoce los pactos previos, incluso para una cosa tan prosaica como rentar un departamento. En el D.F. y en Xalapa se acostumbra pedir al arrendatario un aval con propiedades en la misma ciudad. Yo de dónde iba a sacar un aval. Siempre tuve que dar dos o tres depósitos en garantía. Cuando uno está en otra ciudad, se da algo en garantía para poder entrar, sin saber si lo que hay del otro lado de la puerta lo vale.
Mis últimas semanas en Xalapa, cuando había decidido regresar a Torreón, fui a tomar unos tragos con un investigador, gran maestro y camarada. Respeto mucho su trabajo sobre análisis y desarrollo del cuento mexicano, que no tiene parangón. Al calor del whisky le comenté mi decepción después de cuatro años fuera. No lo había hecho en ninguna de las ocasiones previas. ¿Dónde quedaron los grupos, los talleres, las revistas, los escritores?, le comenté. ¿Dónde quedaron los Revueltas, los Cortázar, los Semprún, los Onetti, que llegaron a visitar esta ciudad en grandes congresos; dónde quedaron esos talleres épicos con Arreola de los que tanto se habla en otras partes del país? Él me observó con una pequeña sonrisa sarcástica, dio una bocanada a su cigarro y me dijo que las dos peores ciudades para encontrar eso que buscaba eran precisamente Xalapa y el D.F. Están llenas de farsantes.
Lo primero que hice al llegar al D.F. fue irme a las librerías de viejo. Invertí varios días en recorrerlas, como una especie de excursión. Veía los libros. Encontraba títulos que pensaba que nunca iba a conseguir. Los compraba y los leía. Visité algunas bibliotecas. Deseaba recibir toda esa tradición. Deseaba erradicar ese sentimiento de orfandad, de no poder acceder a los textos, a las fuentes. Tener el tiempo de leer y comparar. Poder abordar varios temas en una misma semana. Los únicos lugares donde he visto un libro de T.S. Eliot en una edición inglesa son el D.F. y Xalapa. Pueden parecer nimiedades, arcaísmos, pero para mí eran descubrimientos. Casi toda mi formación literaria la había hecho a través del internet y fotocopias. Hay otra sensación cuando ya está dado, cuando no tienes que ir al cibercafé a imprimir un libro y engargolarlo.
Lo que diferencia al D.F. del resto del país es que ahí sí se puede profesionalizar la escritura. Alguien que sepa redactar bien, que tenga dos o tres ideas en la cabeza puede hacerse de un pequeño espacio en una revista de modas y comenzar a hacer reseñas sobre eventos sociales, de cine, de arquitectura, reseñas sobre cualquier cosa dependiendo del giro de la revista, y recibirá su sueldo. Poco a poco puede colocarse en algún otro puesto, como editor en alguna casa que publique libros de texto o, si le va muy bien, en un sello de literatura, donde puede tener cierto poder, o al menos satisfará ciertas pretensiones personales. Eso para aquellos preparados y dispuestos a ver ese trabajo como una ruta a la escritura. Muchas veces pensé quedarme e intentarlo. Si ya lo había hecho como escritor, por qué no probar la vertiente de escribidor. De alguna manera había adquirido cierto conocimiento, ciertas habilidades, incluso ciertas conexiones y recomendaciones.
No obstante, pienso que para escribir se debe tener vigor. No se puede escribir con fatiga. No se puede inventar nada si uno está exhausto de la materia con la que trabaja. Al contrario: se vive, se experimenta lo común, sin la pretensión de la experiencia preelaborada y falsa; y después, si da tiempo y si se puede, se escribe. En ese sentido me identifico con autores que no escriben a diario y a los que tampoco les genera ansiedad no hacerlo. Ver la escritura como una obligación la despoja de su razón de ser. No dije nada, no busqué ningún trabajo ni le pregunté a nadie; una noche decidí irme a Xalapa, hice lo que fue necesario y tuve la oportunidad de concretarlo.
Pero eso es algo reduccionista. No todo es literatura. La ciudad es en sí misma un universo. Conocí mucho de la vida nocturna del D.F. Estuve en todas partes, bebí con todo tipo de gente y de pronto me di cuenta de que no encontraba ningún rumbo a mi actividad allá. Incluso comencé a alejarme de mi deseo de escribir. De pronto la escritura, ahora sí en un sentido mucho más profundo, dejaba de ser una posibilidad expresiva. Intentaba escribir relatos desde la capital, su ideología y universo. Pero yo no tengo mucho que decir a ese respecto. La verdad es que nada de lo que escribo tiene que ver con ello. Podríamos decir que mis obsesiones no se sitúan en una ciudad como esa. Todo lo que yo pueda decir de la capital, un capitalino lo podrá decir mejor. Me di cuenta de ello y tal vez esa es la razón principal de mi rechazo al D.F., porque mi pretensión principal ha sido la escritura. Como ciudad no veo que sea mejor o peor que otros lados. Tiene sus problemas: el tráfico, la sobrepoblación, el costo elevado de la vida, las aglomeraciones. Los capitalinos no conocen el cielo. Xalapa es otra de esas ciudades sin cielo. No hay atardeceres, no hay lluvia con olor a fresco. Pero el D.F. tiene sus cantinas, su vida nocturna, su comida rápida y barata, sus librerías, sus lugares míticos y simbólicos. En Torreón no se encuentran estas cosas y sin duda es una ciudad muy pobre y pequeña en comparación.
Pero yo no escribo de las ciudades. Creo que estoy más interesado en las personas como objetos del arte, en combinación con un pasado particular. Ese pasado es el de la orfandad, el de no saber de dónde venimos, el de no tener un lugar que simbolice algo; ese pasado desconocido y marginal de los que vinieron de otro sitio y se quedaron y empezaron de cero. Ahora que lo pienso, a mí todo el tiempo me gusta empezar de cero. Pero eso no es algo tan extraño. Siempre, aunque preferimos no verlo, estamos empezando de cero. En todas partes es lo mismo, si hablamos estrictamente de un lugar como sitio material. Considero que lo importante es el individuo, cómo el individuo logra lidiar con su destino, con sus posibilidades.
Cuando regresé a Torreón, tras algunos años de estar en el sur, volví a encontrar la nada, la realidad como es, sin literatura. Me di cuenta de que no era necesario estar en otro lugar. Y de alguna manera creo que ya lo sabía desde hacía mucho tiempo. Siempre he tenido predilección por ese verso de Kavafis, tan sobado últimamente: “así como tu vida la arruinaste aquí / en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste”.