Tierra Adentro

El monumento como obra narrativa, la arquitectura, que tan cerca está de la construcción de una historia, necesita de pilares que se eligen de acuerdo a su creador. Una novela, me atrevo a decir, no es solo la idea de un solo autor, de una autora, sino de muchos, de voces que se van concatenando en un devenir histórico que, por supuesto, se manifiesta en la diégesis, en el relato.

Ciudades a la deriva (2011, Cátedra) es una trilogía publicada en español primero por la argentina Emecé en la década de 1970. Sin embargo, la trilogía completa, como se publicó en las ediciones francesas, con el título en conjunto de Ciudades a la deriva, se presentó en 2011 bajo el sello Cátedra, en su colección de Letras Universales. Es necesario revisar la trilogía para apreciar la narrativa, la confluencia del autor Stratís Tsircas y su escritura, que va desde lo más experimental hasta el acogimiento del realismo en el último título, que a decir de Ioanna Nicolaidou, donde la madurez es mucho más notoria, Tsircas se convierte en un escritor total.

Stratís Tsircas es el seudónimo elegido de Yanis Jatsiandres (Egipto, 1911-1980), quien escribió, durante la década de los 60, una apología y una crítica, una denuncia en forma de novela río de la situación de los griegos en las colonias, así como de la política griega, de la Segunda Guerra Mundial, del realismo socialista y de la traición, el amor y el deseo.

La trilogía está compuesta por El club (1960), Ariagni (1962) y Bat (1965). Cada una de estas novelas conforman un ciclo que acompaña a Manos Simonidis, un militar que ejecuta la aparente acción, pero que en realidad es un discurso más para la enunciación absoluta de un arquitecto que ha querido hablar de los crímenes flagrantes en contra de sus compatriotas; sirviéndose de las técnicas experimentales y del realismo soviético: faro glacial que servía de base para la creación de historias que tenían un fin político, una forma de lucha en contra del capitalismo occidental.

Tsircas era griego, sin embargo, su nacimiento ocurrió en El Cairo, que en ese entonces era una colonia de Grecia. La situación de quienes que vivían en aquel país era distinta de acuerdo a su nacionalidad u origen. Los egipcios no eran como tal el punto de partida para muchos de estos escritores, basta darle una revisada al Cuarteto de Alejandría (1957), de Lawrence Durrell para entender que, durante un período, Egipto se había convertido en una especie de divertimento para los occidentales.

La egiptología, esa ciencia que conllevaba muchas otras como la arqueología, la antropología, la teología y demás, se convirtió casi en una obsesión para los europeos. Basta atisbar el tema de muchas novelas, incluidas algunas de terror, para descubrir este deslumbramiento por aquella terra incognita a la que siempre habían aspirado los europeos.

La novela gótica, por ejemplo, tuvo como locaciones países que, para los anglosajones, parecían infiernos o paraísos, lugares de aventura, en los que podían darse todos aquellos mitos que habían sido arrancados de gajo (esto es una aseveración que no se cumplió nunca) de la mente del ilustrado. Manuscrito encontrado en Zaragoza  (1805) ocurre en España, Los misterios de Udolfo  (1794) o El castillo de Otranto (1794) suceden en Italia, Vathek  tiene su acción en lo que sería Irak; y, con la llegada de la época victoriana, algunos escritores viraron hacia Egipto, sus momias, sus misterios revelados en una Piedra de Rosseta descubierta a principios del siglo XIX por los franceses. Esta Piedra es paradigmática, pues en ella se encontraba la clave para el desciframiento de los jeroglíficos, ya que además de ellos también contenía una traducción en demótico y otra en griego antiguo.

Grecia, el principio de toda manifestación occidental, estaba ya presente en Egipto desde la antigüedad se convirtió en un bastión tanto de la religiosidad como de la aventura, un punto nodal para lo que después sería el colonialismo paneuropeo.

La biografía de Tsircas y el mismo hecho de su nacimiento en El Cairo, es un punto clave para entender lo que sucede en Ciudades a la deriva. La primera ciudad elegida por Tsircas no es, curiosamente, El Cairo, sino Jerusalén, otro punto nodal tanto del colonialismo como de las aspiraciones europeas. No es gratuito que, dada la condición de Tsircas como extranjero debido a su origen en el Cairo, sea Jerusalén la primera ciudad elegida para describir el ir y venir de sus personajes que manifiestan sus respuestas ante el paso de la Historia.

El tiempo elegido para retratar lo acontecido es la Segunda Guerra Mundial, pues no es solo la vida de sus personajes las que importan, sino la manifestación de los eventos incontrolables de las potencias, la política, el ejército, las religiones y la construcción de una nacionalidad.

En las novelas se percibe una trilogía de personajes que sirven de hilos conductores: En El club es Manos, Emmy y Anna; en Ariagni es Robbie, Manos y la misma Ariagni; en Bat, la última novela, son Nancy, Parajós y Manos.

La ciudad elegida para El club es Jerusalén, crisol de religiones y de nacionalidades. La segunda, Ariagni, ocurre en Alejandría, urbe que, desde los tiempos de Alejandro Magno se había convertido en un bastión de conocimiento, helenismo y cercanía de Europa con Asia Cercana y Media. La culminación de la obra ocurre en El Cairo, con Bat, cuya trascendencia parte no solo desde la biografía del autor, sino desde la misma historia a la que él hace referencia.

En apariencia, Ciudades a la deriva es una trilogía política, una conflagración donde las nacionalidades y los seres humanos luchan con las construcciones que han venido acrecentándose desde la aparición del Estado-Nación, después del Tratado de Westfalia, en 1648.

Aquí, en la obra de Tsircas es la Guerra de las guerras la que convierte la panacea de un futuro, de un estrato evolucionado de cultura y sociedad, en un atisbo de humanidad hueca, de sinsentido y absurdo. Es por este motivo que las críticas de los que seguían a pie de la letra el realismo soviético, no pudieron ver con buenos ojos las novelas de Tsircas. Cabe mencionar que el autor pertenecía a la izquierda, y fue expulsado de los partidos que estaban anexados a esta ideología del soviet, de ese supuesto faro social que devenía de la Lucha de Clases.

Como otras obras donde las ciudades son los personajes principales, de Ulysses (1922) a El Cuarteto de Alejandría, la urbe no es ya un tinglado de arquitectura, de construcciones pertenecientes a determinada rama o cultura, sino manifestaciones vivas de una psicogeografía, de la naturaleza de quienes viven ahí dentro, fuera de ellas, en ellas.

Pareciera que Tsircas quiere decirnos que, como Robert Musil, una ciudad se conoce a través de la caminata, pero también a través de la lucha y el sufrimiento. Las vicisitudes de los personajes que ni siquiera eran griegos ni egipcios, funcionan como un contrapunto para observar las dificultades provenientes de la ilusión y el idealismo. Egipto, y todo Oriente Medio no es una realidad para los europeos, ni siquiera algo cognoscible para Tsircas y sus personajes, egipciotas (griegos nacidos en Egipto), sino un desbalance, el acercamiento hacia la supuesta totalidad del desencanto.

Las novelas, que parten desde aproximaciones polifónicas, principalmente en El club, encuentran un entramado de humanidad, de decepción y de alegrías convertidas en tragedias. Es complicado entender lo que significa la ilusión o la decepción para Tsircas, pues aquí no hay ningún alegato en contra del paneuropeísmo, tampoco un himno a favor de los emplazamientos multiculturales. De lo que habla Tsircas es de las ciudades, de las nacionalidades, también de la humanidad en conflicto.

Ciudades a la deriva no es ya tan solo un conjunto de novelas políticas, de realismo soviético, sino una construcción en río de la esperanza y la desesperanza. No por nada se agrega un epílogo que ocurre décadas después, cuando los supervivientes hablan y conviven, viven el resultado de injusticias, recuerdos amargos, infidelidades y desamor, sin que por esto con lleve una visión o tonalidad macabra, sino una perspectiva de la profundidad del alma humana.

¿Por qué leer Ciudades a la deriva ahora? Después de tantos años, de décadas, que la Segunda Guerra Mundial terminó. ¿Aún es válido asomarse a novelas como , o de Aleksandr Solzhenitsyn? ¿Para qué? Como lectores contemporáneos en medio de la pandemia, ¿nos sirve de algo entender la caída, el irrisorio iluminismo que propugnaba el realismo soviético? Si lo vemos de esta forma, quizás no, pero ninguna de estas obras es en realidad una novela histórica, una novelización, y nada más, de hechos “emocionantes” vistos después de años, e incluso décadas de distancia.

Lo que vive en estas novelas, y por lo que son válidas, ahora o en quinientos años más, es el vistazo profundo hacia la humanidad, hacia el drama humano que tantos escritores han percibido y escrito en sus obras, del anónimo escritor del Poema de Gilgamesh a Balzac, pasando por Vasili Grosman, James Joyce, Alfred Döblin, Virginia Woolf o el mismo Tsircas.

El drama nunca acaba, pues el sufrimiento es constante, está vivo, y no hay más que considerarlo como una parte de aquello que los románticos llamarían “alma”, en contra de la concepción de la lucha de clases. El hombre es político, es cierto, pero antes de ello es social; y mucho antes, es simplemente humano. Y humanidad es lo que hay aquí, en estas Ciudades a la deriva.