Tierra Adentro
Vanessa Farfán (Ciudad de México, 1977). Verlin VI, fotografía de cortesía de Greusslich Contemporary (Berlín) Alemania, 2011.

El viaje ha sido un tema recurrente en la literatura. En el caso de México, la emigración hacia las grandes ciudades (o a Estados Unidos) ha estado siempre en el centro de los argumentos, como solución a los problemas económicos o como promesa de una “vida mejor”. En Ciudademéxico, de José Manuel Cuéllar Moreno se recorre junto a su protagonista la travesía desde las playas de una idílica Tecolutla, con su vida simple y sus certezas, hasta las calles y los paisajes caóticos de la capital, no para encontrar una mejor calidad de vida, sino como metáfora de una búsqueda de sentido: la venganza del agravio, el encuentro con la identidad, el anonimato de sus habitantes y la rutina de un trabajo indeseable. Este viaje interior se va confundiendo con los caminos de otros personajes, con el destino, con el desapego; pues cada aventura puede llevar al encuentro con uno mismo, pero también a una pérdida irremediable.

 

UN ADELANTO:

 

 

Lunes, 28 de enero de 1991

No bien me bajé del camión y di mis primeros pasos tambaleantes por el asfalto —como si fuese otra vez una niña que está aprendiendo a caminar—, supe que nada de aquello era para mí. Ya una vez Lupita, hace años, me advirtió de las interminables pasarelas de piedra, las premuras, las caras largas y flojas como bizcochos crudos. ¿De qué extraña materia se componen estos hombres y estas mujeres? ¿Por qué no bailan (ni siquiera parece que tienen pies), no se cuentan chistes al oído, no se guiñan los ojos? Ya sólo me consuela el recuerdo de mi querida playa: las olas inquietas del golfo; la arena que con un movimiento secreto y escandalosamente sensual se eleva al aire, donde traza garabatos ininteligibles que yo he estado a punto de descifrar; los turistas, no dos ni tres, sino una hueste bien pertrechada con sombrillas y aceites perfumados, despanzurrada sobre lasrocas, imitando, sin saberlo, a las iguanas que reposan en los escollos, parientes lejanas pero parientes al fin y al cabo de los hombres. Entre bocado y bocado, Lupita me dijo que no fuera a la ciudad. “Nada se te ha perdido por allí”, agregó. “Tú estás bien en tu hamaca”. Y la verdad que sí: estuve bien en mi hamaca hasta que un viento salitroso vino rugiendo desde el fondo del mar. “¡Qué raro!”, pensé. El mar nunca antes me había rugido. ¿No sería hora de desapendejarme, utilizando otra de las expresiones de Lupita? Los rugidos continuados del mar, una oferta de trabajo en el periódico y otras señales favorecedoras me convencieron de que era, en efecto, el momento propicio para desapendejarme. De modo que me armé de valor y hablé por teléfono a Manuelito. No me contestó a la primera, lo cual no me alarmó pues su vida de abogado le deja poco o nada de tiempo para los asuntos personales. Cuando su voz por fin brotó del auricular, le comuniqué sin rodeos mi decisión de ir a la Ciudademéxico por una temporada larga o corta, todo dependía de mi capacidad de adaptación y el buen acomodo de los astros. Manuel, desde luego, refunfuñó; tachó mi idea de estúpida y a mí, de loca, ¿no recordaba yo las peripecias por las que había tenido que pasar nuestra hermana, o sea Lupita, en esa ciudad del demonio? “¿Y todo para qué?”, gritó. “Para terminar muerta”. Tocado este punto, y pese a mi intención inicial de sonar inmarcesible, me eché a llorar. Prometí a Manuel que le escribiría seguido. Me dolía mucho no poder contarle los motivos exactos de mi decisión; él no los entendería, existía incluso la posibilidad de que me entregara a las autoridades. “Pero quédate tranquilo”, le dije; aunque más que preocupado, Manuel parecía incómodo. “No se trata de un simple pálpito” mentí, “sino de un plan que he rumiado largamente desde mi hamaca”. Manuel puso como excusa la presencia de unos clientes para colgarme el teléfono. No tenía más remedio que aceptar que la loca de su hermana acometería una hazaña que a sus ojos lucía estúpida, y a los míos, obvia e impostergable. El segundo paso consistió en la preparación de las maletas: una con mis viejos libros de maestra y otra con mis prendas de vestir más indispensables, incluido el vestido rojo. Me tomó menos de media hora el proceso de selección y apretujamiento. Para la ejecución del tercer y último paso volví a acopiar todo el coraje que estaba a mi disposición: di una bocanada de aire y luego otra, exhalé y del cajón central de la vitrina saqué un papelito: Conquistador del Cielo número 20. Antes de abandonar la casa, metí en la maleta de los libros el cuchillo más filoso que encontré en la cocina. “Por si las dudas”, me dije. El asesinato con arma blanca no figura entre mis favoritos, tampoco es que haya alguna vez matado a alguien, pero sospecho que un asesinato menos sucio casa mejor con mi personalidad.

Víctima de un arrebato, magnífica y feroz, abordé uno de los tantos camiones que conducen a la Ciudademéxico. Una ligera fiebre, que a lo mejor era fruto de mis propias ansias de arribar, me acompañó durante el viaje. “¿Y si Lupita tenía razón?”, me asaltó el miedo. “¿Y si yo también termino muerta?”. Los pasajeros de pronto se desperezaron y con ágiles brincos descendieron del camión. Sólo entonces me di cuenta de que habíamos llegado. Afuera, una vendedora de dulces, cuya cara de bizcocho crudo no hizo más que aumentar mi miedo, daba la bienvenida.

No sé cómo le hice para escabullirme de la multitud, treparme a un taxi y dar con la dirección que llevaba anotada en el papelito. Calle Conquistador del Cielo número 20. Sí, cómo no, conquistar el cielo ni que ocho cuartos.

Agradecí al chofer con mi mejor tono, pero él sólo gruñó y pisó el acelerador con fuerza: aquél es el modo capitalino de decir “adiós, cuídese mucho”. Frente a mí se erguía un portón de aluminio, alto y descascarillado, como diciéndome que no había marcha atrás. ¿No había visto ese portón en sueños? Los indicios resultaban clarísimos: mi llamado a la ciudad respondía a una causa urgente, ineludible y en cualquier caso superior a mí.

La señora Linares me recibió al segundo timbrazo. “Adelante, mija”. El rostro endurecido de una anciana, confirmación viva de que los hombres y las iguanas somos parientes, y no tan lejanos, asomó por la hendedura de la puerta. Nos reconocimos a pesar de que nunca antes nos habíamos encontrado. No me hubiera esperado una reacción distinta. “Adelante, pasa”, dijo con una voz grave de astillero. La hendedura de la puerta se ensanchó hasta mostrar ya no sólo el rostro de la anciana, sino también su camisón raído y sus pantuflas. Al notar mi atención fija en ella, se avergonzó y pareció entumecerse más. “De haber sabido que vendrías hoy, me habría arreglado un poco”. Dicho esto, giró sobre sus talones y se internó en el patio.

La señora Linares es de un comportamiento estudiado y amable. Esa tarde me ofreció helado y café, me hizo recorrer las estancias de la casa y finalmente me condujo a mi habitación. La pátina polvorienta y gris de la vejez recubre un escritorio, una silla y un antiquísimo baúl que cuando está cerrado también sirve de asiento. Antes de retirarse, la señora cogió mis manos entre las suyas y les estampó un beso tiernísimo. “Acomódate, querida. Es lo menos que puedo hacer para pagar los favores que le debía a tu padre”. La frase me descolocó. Si realicé aquel viaje traqueteante de ocho horas desde Veracruz hasta la Ciudademéxico; si renuncié a mi trabajo de maestra para mendigar una oportunidad como secretaria en la —pinche— Ciudademéxico, fue sólo para cuidar de la señora Linares, o por lo menos ésa era la versión que me había empeñado en hacerle creer. No dejaba de resultar divertida la manera en que ahora revertía los papeles. “Es lo menos que puedo hacer”, había dicho, como si mi presencia fuese una molestia imprevista que ella aceptaba con abnegación. ¿Habría adivinado mi truculento plan de escabechármela? Concluí que no, que sus palabras, contradictorias hasta la ofensa, se habían debido a un rapto súbito de orgullo y pudor, muy frecuente entre los ancianos.

No había terminado de pensar esto cuando, de pie junto al escritorio, caí en la cuenta de mi pendejada. Soy una pendeja: pendeja la niña que reposaba en la hamaca; pendeja la maestra que plegó el periódico en dos (se busca secretaria), renunció a su puesto, subió a bordo del camión 14 y dio tres pasos por una acera larga, sucia y rasposa con la esperanza no sólo de resolver un pendiente (matar a la se- ñora Linares), sino con esa otra esperanza de no ser lo que es irremediablemente: ¡esa hazaña sí que es estúpida! Pendeja, mil veces pendeja por haber olvidado la maleta de los libros y el cuchillo en la central de camiones. Apacigüé mi odio a fuerza de bofetadas.

“¿Qué te pasó, mija?”, preguntó la señora Linares durante la cena. Sus ojitos —dos rescoldos en los que a menudo se distingue el vestigio de una llama— inspeccionaron mis mejillas. “¿Qué te pasó?”. Asintió a la tarugada que le contesté; luego comenzó a contarme con aire derrotista acerca de los anteriores propietarios de la casa. En su discurso resonaron expresiones como “la marrana vida”, “existir me da hueva” y “el vómito pestilente que me provoca el lento avance de los días”. Escuché dócilmente sus palabras, le respondí que sí, que la vida es una mugrosa vida, manchada toda de crímenes; que sí, que existir cansa, cómo no, si pasamos la mayor parte del tiempo limpiando las manchas de la mugrosa vida; que en efecto, los días y los meses se suceden en una torpe caravana.

Echo de menos a Manuel. A menudo me sorprendo a mí misma masticando su nombre, untándole baba hasta que queda blando, muy blando, y entonces lo escupo como un caramelo que ha perdido su sabor. Ayer confié al correo una de las tres cartas que le he escrito y que él todavía no me responde. En ella le cuento con profusión de detalles mi nueva vida en la Ciudademéxico; nueva y a la vez gastada, pues tengo la vaga sensación de que esta vida ya ha sido vivida hasta el hartazgo por muchas personas anteriores a mí. “La semilla gorda de los duraznos me recuerda a ti. No es que estés gordo, Manuel, es decir, no mucho, pero sí estás en el centro, por lo menos de mi cabeza, lo cual no significa que mi cabeza sea un durazno. Creo que me estoy haciendo bolas. Lo único que intento decir es que te extraño. Y mucho. Sobre todo cuando mi ventana abre su boca burlona para enseñarme un patio de concreto en vez del filo reluciente de la bahía”.

Las semanas posteriores a mi llegada transcurrieron con una velocidad insólita. Me presenté al trabajo un lunes brumoso y frío. Una fina capa de neblina desdibujaba las fachadas de los edificios y desacomodaba las facciones de los transeúntes. “Despacho de contadores Álvaro Gil & Asociados”, rezaba una marquesina justo encima de mi cabeza. ¿No había soñado también con esa marquesina? Quinto piso, gracias. Buenos días. ¿Me coloco aquí? Me llamo Mercedes. Claro que sí, señor, entendí todo: marco el cero para transferir una llamada, el uno para mantenerla en espera, el dos… De Veracruz, señor. Soy de Veracruz. Sí, muy bonito. Hasta luego.

La bienvenida no fue exactamente calurosa. Apenas puse un pie dentro de la oficina, me asignaron un escritorio y me entregaron una larga lista de llamadas que debía realizar. Me regañaron dos veces, las dos por levantarme al baño sin permiso. El dos es para devolver la llamada al vestíbulo, el tres para rechazar una llamada entrante. Sí, señor, estoy tomando nota. El cuatro, el cinco, el seis no hace nada. El seis es un simple seis. El siete, el ocho. A las ocho debo apersonarme en la oficina, a las ocho en punto. Nueve. A las nueve irrumpen el licenciado Álvaro Gil y el resto de los contadores. Las perchas para sus sacos deben estar listas y alineadas, la primera corresponde al licenciado Gil. Ese que viene por ahí es Álvaro, encabeza la cuadrilla de contadores con su corpulencia y su asombrosa capacidad para recitar de memoria cualquier ranchera. Atraviesa el pasillo sembrando el desconcierto, abarcándolo, silba el coro de alguna canción, y detrás de él levitan muchos sacos: son los asociados del “Despacho de contadores Álvaro Gil & Asociados”, lo leí en la marquesina. En total somos seis secretarias. (El seis no hace nada, el seis es un simple seis.) Cada una ocupa un escritorio en un recoveco distinto.

—Hola. Soy Ana María; tú eres la nueva, ¿verdad?

—Sí.

—Mi escritorio está detrás de esas mamparas. Si tienes alguna duda, puedes preguntarme.

—Sí.

—¿Te gustaría un durazno? Una vecina me los trajo del pueblo.

—Sí.

—Ella es de Michoacán. Yo en cambio nací aquí, en la Balbuena.

—Sí. Y mordí el durazno.

La señora Linares me llama al comedor con una especie de grito cascado, o peor aún, una especie de aullido, pues ahora que recapacito con más detenimiento me doy cuenta de que hay algo animal y perturbador en su trato amable. Pienso en la carta que escribí a Manuel y me arrepiento de ese último párrafo; me gustaría tacharlo o arrancarlo de la esquela, pero es imposible, el sobre ha de estar en una caja confundido con muchos otros sobres, muchas Meches y muchos Manueles y muchos “la-semilla-gorda-de-losduraznos-me-recuerda-a-ti…”. Cientos de Meches que han gastado con su ir y venir la superficie de una vida que sólo la primera Meche tuvo oportunidad de gozar en serio y de la cual todas somos imitadoras. “¡La cena está servida!”. Pienso en el cuchillo y en el pecho de la señora Linares y en el modo en que embonarían mejor mientras la atmósfera enrarecida de la ciudad fluye pesadamente y me ciñe con su espeso cinturón de olores y polvo.