Cinemanía en Oaxaca
En enero de 2011, la proyección en 16 mm de El Perro y la Calentura, de Raúl Kamffer, marcó el cierre de El Pochote, el cineclub impulsado en Oaxaca desde los años 90 por el maestro Francisco Toledo que se ubicaba en una casa de adobe con un jardín adoquinado, salpicado de ceibas, al paso de un antiguo acueducto que proveía de agua a la ciudad desde los aledaños cerros de San Felipe en el siglo XVIII.
Poco después cerraría otro espacio pionero de exhibición de películas que, con el nombre de Ni más ni menos, había operado durante más de diez años, domingo tras domingo, de la mano del promotor independiente y gran serigrafista de playeras de arte Francisco Zamora. Éste no funcionaba en el centro de la ciudad capital, sino –como señuelo o premonición– en un pequeño poblado a 13 kilómetros por la libre hacia México, el mismo donde más adelante abriría sus puertas el hoy reconocido Centro de las Artes de San Agustín (CASA).
El declive de estos dos lugares emblemáticos, donde se acudía sigilosamente como si fuera misa, no supuso, sin embargo, la abdicación cinéfila en Oaxaca; todo lo contrario. A partir de entonces se registraría una gran efervescencia y surgirían o se consolidarían iniciativas en torno a la difusión del cine, pero también a la creación y, más recientemente, a la capacitación.
En el centro y en las agencias y municipios conurbados han proliferado múltiples espacios donde se proyecta de todo y, sobre todo, lo no comercial. Esto en contraste con los Cinemex y Cinépolis ubicados en centros comerciales en los bordes de la ciudad, que se han convertido en los espacios preferidos de convivencia de familias enteras, que se empecinan en recrear la vida y la estética de refrescos y palomitas en cajas de cartón y se resisten a los estrenos de hechura mexicana, europea o, más aún, latinoamericana.
No se trata de salas de cine convencionales, sino de lugares variopintos y variados –pequeños cafés, canchas de básquetbol, patios de museo, cantinas, teatros, bibliotecas o bodegas en la antigua estación del ferrocarril– que se mutan regularmente en lugares de exhibición con una programación propia o acogiendo muestras y festivales nacionales e internacionales, probando así de esta manera que el cine hoy en día no tiene límites y se puede ver en cualquier parte.
Se trata de proyectos de difusión impulsados indistintamente desde iniciativas independientes y autogestivas, asociaciones civiles, comités de vecinos, fundaciones privadas o instancias gubernamentales. Entre todos estos actores de la promoción, se ha logrado que la oferta fílmica se diversifique al máximo, en beneficio de un público heterogéneo y cambiante, pero cada vez más asiduo, exigente y expectante. Así, la cartelera cinematográfica local abarca un amplio abanico de géneros y épocas de realización: desde los albores del cine nacional de los años 40 con Una mujer de Oriente, de Juan Orol, proyectada en una cantina de cervezas al 2×1, hasta la extrema película de cuatro horas Norte o El fin de la historia, del director filipino Lav Díaz, como parte de la reciente programación de Oaxaca-Cine Alcalá en el portentoso recinto porfirista. Y entre uno y otro, se pueden ver documentales sobre movimientos sociales (desde soberanía alimentaria y maíz nativo, hasta Ayotzinapa y Nochixtlán) en la cafebrería de La Jícara, iconos musicales (Pink Floyd en Pompeya) en la Biblioteca Henestrosa u obras maestras dadaístas como Symphony Diagonal de Viking Eggeling , musicalizada en vivo por Cinema Domingo Orquestra en la explanada principal de un pueblo alfarero colindante con la capital.
Pero Oaxaca no solamente se ha convertido en los últimos años en un lugar donde poder ver buenas películas, sino también en un lugar donde se está creando cine, y cine de indudable calidad. Actualmente están brotando del estado sureño cineastas y videastas como antaño pintores y compositores, como si Oaxaca se reciclara y renovara periódicamente sus formas de dar salida a la profunda sensibilidad de sus gentes.
Y ello a pesar de que no existe a nivel local una oferta académica de profesionalización especializada, fuera de talleres temporales y temáticamente muy específicos a cargo de expertos normalmente invitados por los mismos entes organizadores de las programaciones y muestras. Esta falta de carreras universitarias hace que hombres y mujeres opten, al filo de su pasión, por salir de su tierra hacia destinos como Jalisco, CDMX o incluso Cuba, a fin de poderse instruir debidamente en las artes cinematográficas.
Se trata, la mayoría de las veces, de un movimiento pendular: salen durante los años necesarios para formarse y luego regresan. Es decir, en vez de focalizar sus energías en tratar de integrarse a los ambientes foráneos donde se favorecen los contactos, las relaciones y los dineros con vistas a la proyección rápida de su carrera profesional, deciden volver a su terruño de origen. Es como si cumplieran con una promesa o, mejor aún, como si se tratara de un viejo rito de reconocimiento y agradecimiento para con aquello que los vio nacer y nutrió durante sus primeros años de existencia. Tal vez sea, también, el designio o la práctica de la mano vuelta, esa tradición tan arraigada todavía al día de hoy en las comunidades indígenas, de correspondencia o devolución de lo que se recibió en algún momento, como una forma de solidaridad y ayuda mutua.
El hecho es que regresan a su cuna y enfocan el zoom de sus cámaras para, cual bisturí, hurgar en los paisajes socioculturales y geográficos locales, dando lugar a obras que, desde la ficción o el documental, exploran y hienden su mirada en las realidades diversas e híbridas que caracterizan al Oaxaca contemporáneo. Pero no Oaxaca ciudad, urbe, capital, sino aquel Oaxaca que se expande y manifiesta tierra adentro, en sus comunidades, donde conviven y entremezclan rituales milenarios con bolsas de plástico, metates, parabólicas, vestidos de crinolinas para los quince años y fuertes movimientos sociales antisistémicos.
Se trata de filmes cuyas historias transcurren normalmente en locaciones donde suele tener gran presencia y protagonismo visual y sensitivo el conjunto de los elementos naturales (viento, cerro, polvo, cactus, agua) propios de la zona. En esos paisajes, muchas veces agrestes o de condiciones climatológicas extremas que traspasan la pantalla para adherirse a la piel del público, se desenvuelven historias sin romanticismos ni concesiones, en ocasiones con actores no profesionales, que pueden ora retratar y recrear la realidad tal como es, ora exponerla para crear espacios de denuncia o reflexión, ora sacudirla, ora honrarla en su magnificencia o simplicidad. Tiricia o cómo curar la tristeza, por ejemplo, es un cortometraje de apenas 12 minutos con el que la directora (y renombrada actriz) Ángeles Cruz ganó en el año 2013 un Ariel. Ambientado en la Mixteca profunda de donde es originaria ella misma, el filme abre al rojo vivo la herida de tres generaciones de mujeres, víctimas una y otra vez de abuso sexual desde su más tierna infancia, hasta que una de ellas decide poner el alto.Tiricia también es el título de la película con la que el director Jorge Pérez Solano, igualmente mixteco, obtuvo dos Arieles. Lo mismo que en su ópera prima, Espiral, el cineasta aborda temas vinculados con la soledad de las mujeres en el contexto de los procesos migratorios que expulsan a los hombres jóvenes en edad productiva de sus comunidades campesinas y en un marco de valores y conductas permeadas por un fuerte y permisivo machismo.
Rigoberto Perezcano, por su lado, fue preseleccionado para los premios Óscar por la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas con su largometraje Carmín tropical. El film aborda, a partir de una historia de ficción, la problemática de los crímenes de odio contra la población homosexual. La trama transcurre bajo el sol ardiente y canicular de Juchitán, en pleno corazón istmeño, donde se transita, en un vaivén permanente ambiguo, entre la aceptación y el desdén para con los muxes locales que, asumiendo plenamente su sexualidad, deciden vestirse y hacer de mujer.
Ignacio Ortiz, Nicolás Rojas, Roberto Olivares, Mariana Musalem y Edson Caballero son otros de los tantos nombres de realizadores que desde Oaxaca están haciendo propuestas cinematográficas de gran interés. Destaca también la joven figura de Luna Marán, en tanto cineasta, pero también gestora cultural. Nacida hace treinta años en el pueblo zapoteco de Guelatao de Juárez, en la Sierra Norte de Oaxaca, se licenció en la Universidad de Guadalajara con el trabajo audiovisual Me parezco tanto a ti, donde mujeres de diferentes edades y vivencias en su pueblo natal se comparten, se platican, se miran a los ojos y se reconocen las unas en las otras, más allá del paso tiempo y de los años distantes.
De regreso del Bajío, Marán puso en marcha la Calenda Audiovisual , un proyecto integral que, bajo los principios de identidad, desarrollo, autonomía y comunalidad, implementa de manera complementaria tres grandes ejes de trabajo: Aquí Cine, que, con fines de difusión, consiste en la creación/consolidación de una red de cines comunitarios a nivel estatal; la Cooperativa Audiovisual, enfocada a la producción con miras a apoyar a los realizadores principiantes y, finalmente, el Campamento Audiovisual Itinerante, abocado a la formación en el séptimo arte de jóvenes de las comunidades dispersas a lo largo y ancho de la geografía oaxaqueña para que, con la mirada hacia adentro, hacia el ombligo de sus vidas, sus procesos y comunidades, puedan contar historias, repensarse y reconstruir la realidad a su antojo en este lugar del sur de México complejo e intenso donde se confunden los cohetes por los santos con los disparos a los maestros.