Cenizas en el mar
Se acabó. Ese día le florearon la cara a puros golpes, le molieron cada pedazo de masa y músculo. Se lo llevaron inconsciente, con la machaca de carne escurriéndole como baba; litros y litros emanando casi con el mismo ritmo de una lámpara de lava. El trabajo debía ser limpio. No se podían permitir dejar en el camino ni un pelo ni una uña ni una mancha de sangre. Cero rastro de existencia. Por eso lo quemaron. Lo bañaron en thinner. Los sonidos que se alzaban desde las brasas eran pequeños truenos que chillaban y resonaban en el vacío. Chillidos en el aire, impregnados con humo y olor corporal. Pero se terminó. Las indagaciones policiales no dieron con la ubicación de los homicidas. Caso cerrado.
Después del final, ¿qué pasa? ¿Después de que la pantalla se fue a negros y el suplicio de la víctima quedó como materia de documental? El regreso del muerto, cuya filmación llevó poco más de tres años, se presenta como los restos de una historia que no terminó cuando debía, como el relato que suele no contarse.
Don Rosendo fue sicario, asesino, secuestrador. Lo acostumbrado sería tomar al hombre en la cima de su vida; independientemente de si en esa cima se cometen ultrajes y violaciones. Pero no. La cinta comienza justo donde usualmente se termina: cuando la vida concluye. La de don Rosendo, muerte fingida a cuestas, no es la búsqueda de un nuevo comienzo. Es la espera, la continuación de los días, el caminar directo y sin prisas hacia la meta que sabe está pronto a alcanzar: «yo sí he sido una alimaña, pero quiero morir libre». La ciudad fronteriza de Tijuana es el escenario del rechazo constante. Ni trabajo, ni mujeres, ni tranquilidad mental para el hombre de bigote cano y panza que no le cabe en el pantalón.
El regreso del muerto, tercer trabajo cinematográfico dirigido por el uruguayo Gustavo Gamou, es el relato de la culpa, la muerte y la redención. Rosendo se presenta a través de primeros planos. Su testimonio es dado en cachitos, la franqueza de sus palabras frente a la lente —cuya virtud es mantenerse exenta de todo juicio valorativo— involucra en la intimidad de sus confesiones a quien lo observa hablar. Ese testimonio fragmentado, más allá de pretender conseguir el perdón público, la admiración o el desprecio, es una puerta abierta al interior del personaje que permite configurar las piezas de su historia: quién era, qué hacía, qué tenía.
Don Rosendo es el retrato visual del despojo, material, espiritual y sentimental. Donde está él, está su ausencia como agujero permanente, disimulada con grava y tiempo. La continuidad de aquello que desapareció pero que permanece en forma de culpa; sin embargo, la cinta no persigue una cuestión de identidad: es la resignación de quien asume las ausencias (ajenas y propias), de quien se sabe dueño de la nada y piensa que la merece. No es un despojo totalmente merecido. Un ratón borracho, un adicto al cristal y la muerte de una chica que a duras penas acumulaba dieciséis años son los recursos que muestran un entorno donde la pobreza y la violencia monopolizan, donde el narcotráfico resulta un oficio fértil. La necesidad, el hambre, la falta de empleo, la marginación son factores condensados en un foco que sirve de pipa. Factores inhalados y exhalados en forma de humo, que en ocasiones sirven como catalizadores de más violencia, de más crímenes y, en el caso de Rosendo, de más insomnio y plegarias.
La culpa y el remordimiento se expresan en insomnio. Sin embargo, es el desamparo quien presume inmensidad visual e inmensidad narrativa. Quizá por eso la cámara siempre desemboca en el mar: en el horizonte que hay al fondo, en ese vacío lleno de agua, tan abrumador. Así se siente el desamparo, como el atronador vacío henchido de nada. El regreso a un lugar conocido, pero irreconocible; los amigos se fueron y ahora sólo le queda enfrentar la soledad impuesta.
El planteamiento es verdaderamente aterrador: el desamparo y no la muerte. La muerte que Gamou significa como alivio, salida, escape y perdón. La muerte, adornada con una lápida y un corazón, que le permitió a don Rosendo ganar una segunda vida fuera del narcotráfico; la muerte que permitió resignificar al mar, esparcir las cenizas de un buen amigo que sólo necesitaba un descanso sereno.
Y el mar se mece, hipnótico. Es observado por una pareja de viejos que encuentran en sus movimientos placer y encanto. Personajes —tan accidentados y bruscos como los movimientos de cámara y la edición— que dotan a la propuesta de Gustavo Gamou de las dosis de gracia necesarias para equilibrar el insomnio, la muerte y la pérdida: guiños sarcásticos, situaciones absurdas, ridículos involuntarios —y fortuitos—, incluso circunstancias tiernas en lo grotesco.
El regreso del muerto no es el retrato de un sicario, del narcotráfico o la violencia. Es la transición de quien espera perdón en la playa para, finalmente, poder adentrarse en el mar.