Carmen Alardín: una conversación interminable
El pasado 10 de mayo falleció Carmen Alardín (1933-2014), extraordinaria poeta que cantaba a la lluvia, a la infancia, al amor y a la ciudad. Ya sea en su natal Tamaulipas, Nuevo León o el Distrito Federal, lugar en que su obra germinó, Alardín es un ejemplo destacado de lo que significa crear en ausencia y desplazamiento.
A la familia Garza Alardín,
por todo lo compartido.
Mi primer recuerdo de Carmen Alardín es de mediados de los ochenta, cuando fue de visita a mi casa. Yo tendría unos seis años y me había llamado la atención que me dijeran que ella era poeta. Nunca antes había conocido a una. Desde entonces comenzó una conversación interminable que siempre he disfrutado. Acompañada de familia, amigos y lectores, Alardín escribía siempre: en cuadernos, hojas sueltas o servilletas de papel. Es una poeta que canta a los misterios del presente; escribe del amor y descubre que éste ha sido magnánimo con ella.
Carmen llegó al mundo el 5 de julio de 1932 en Tampico, puerto asediado por los huracanes. Después de la separación de sus padres, Carmen, muy pequeña, se traslada con su madre a Nuevo León, donde crece. Ahí conoce a Ramiro Garza, escritor y hombre distinguido de la radio nacional, con quien forma su familia. En Monterrey nacen sus hijos y Carmen publica su primera colección de poemas, El canto frágil (1951). En Pórtico labriego (1953) confirma una temprana vocación por el lenguaje.
La familia Garza Alardín se muda al Distrito Federal, donde la poeta estudia literatura alemana en la Facultad de Filosofía y Letras. Publica Celda de viento (1957). Después ingresa al taller literario de Juan José Arreola, cuyo resultado fue Después del sueño (1960) y Todo se deja así (1964), poemarios medulares en su obra.
Alardín logra imágenes poderosas que plantean interrogantes al mundo a partir de la fuerza emotiva:
Para que las estrellas te recuerden, colocaré tu imagen esta noche mirando a la ventana; para que llegue el tiempo de tus pasos, haré que con tus ojos simplifiques y enciendas las mañanas.
Sigue Canto para un amor sin fe (1976), escrito en un tono oscuro, en torno al movimiento oscilatorio entre los polos de la pasión. En 1982 Carmen realiza un Entreacto en el que explora sus temas más socorridos, como el amor, el deseo y la vida misma:
Si tú me preguntaras por qué vivo, tan sólo con vivir respondería. Dejaría caer esa navaja para marcar mi espacio abierto, y olvidaría todos los quehaceres que no fueran de amor o de silencio. Si tú me preguntaras por qué vivo, por vivirte otra vez, desviviría.
En 1984 aparece La violencia del otoño, un diálogo, cargado de dolor y esperanza a partir de la consagración del instante, que toma la existencia de quien “cansada de contar la misma historia, se fundió en el verano”.
Quién pudiera decir que estamos juntos celebrando el milagro de las bodas, aunque un fúnebre viento nos transporte donde el camino es grieta que devora. Quién pudiera decir que en un recodo de la existencia nos sorprende el rápido copular de una cámara instantánea y estemos juntos, ¡ah! concomitantes, y encadenada en el papel tu cara.
En La libertad inútil (1992) la voz poética habla desde el inframundo, oscilante entre uno y otro lado del plano existencial. El mar hasta tu puerta (1998) reúne poemas publicados anteriormente y algunos inéditos, como el que le da título a la colección. En Caracol de río (2000) el oficio poético alcanza la plenitud del dominio estilístico: imprime inquietud por la relación con su madre, el paso del tiempo y el trazo de los caminos que hacemos al avanzar.
Eras mi río y me dejaste un caracol. Por él te busco y en las noches te encuentro porque las noches son para saciarse de las carencias con que crece el día. Eras mi río y nunca te olvidaste de reintegrarte con la transparencia del cuarzo y la geoda, para saber si encuentro esa mañana que para siempre le faltó a mi vida.
Ese mismo año ingresa al Sistema Nacional de Creadores de Arte. En 2002 el Fondo de Cultura Económica publica No pude detener los elefantes. Miradas paralelas (2004), un ejercicio en el que la voz lírica enuncia pasajes que contienen una visión total y ambigua de la realidad.
El mundo no se acaba cuando cierras los ojos, otro mundo se forma. No eres tú quien dibuja nuestros días; son formas paralelas que conducen a invisibles ciudades.
En 2013, La caída del ángel es testigo de la relación de Alardín con el Distrito Federal, su hogar durante casi medio siglo, donde disfrutaba mucho caminar.
No hallarás tu ciudad si no transitas una por una todas sus aceras. No hallarás tu ciudad si no la llevas cimentada en tu llanto y tu sonrisa. Desde que el mundo comenzó ha nacido una ciudad distinta en cada uno de los escombros, y una chispa nueva de ilusión y de asombro entre sus torres.
Recuerdo que Carmen describía trayectos tan largos como los kilómetros que median entre San Ángel y la glorieta de Insurgentes. Se asumía como pensadora peripatética. Las caminatas eran su momento predilecto para la conversación, así fuera en círculos. En cierta medida, al transcurrir ese tiempo circular, pienso que aún conversamos.
Carmen Alardín solidificó su obra al consolidar la pasión por la palabra. Percibía su poesía cercana a la de Emily Dickinson, Elizabeth Bishop y Dulce María Loynaz, Emilio Ballagas, José Carlos Becerra y Jaime Gil de Biedma. En sus poemas podemos encontrarnos a nosotros mismos, descubrir algo más de nuestros procesos interiores a través del diálogo literario: una conversación interminable. Carmen da la oportunidad de conocer una escritura que arde y se consume en sí misma. Ojalá sea pronta la recuperación de su poesía reunida para valorar la labor en marcha del lenguaje.