Tierra Adentro

En tiempos recientes surgió un término (y también un movimiento) que designa el estudio —o, quizá mejor dicho, la revaloración, casi siempre positiva o laudatoria— de algunos directores, pertenecientes por lo general al cine de acción —o, cuando se ponían más abiertos, al campo del blockbuster. A esto —promovido al menos al principio por Notebook, la revista de la red social y de streaming Mubi— se le conoce como «vulgar auterism». Sus oscuros objetos de deseo son Tony Scott, Michael Bay, M. Night Shyamalan, Paul W. S. Anderson —no confundir con el mucho más prestigioso Paul Thomas Anderson, director de películas como Magnolia o There will be blood: Paul W. S. Anderson es el responsable de firmar Mortal Kombat, Resident Evil o Alien vs. Predator— o Justin Lin, entre otros. (Para ser justos, el vulgar auterism también considera directores de mayor prestigio, como el gran Michael Mann o la bienquerida Kathryn Bigelow; directores que, a la vez que se mueven con soltura entre grandes presupuestos y jugosas recaudaciones, cuentan con prestigio, entendido este como una mezcla de buena recepción crítica y premios o nominaciones a premios).

Por supuesto, nada hay nuevo bajo el sol, y se colige sin mucha dificultad que este movimiento tiene muchos paralelismos con el de la política de los autores de la revista Cahiers du cinema[1] que, nacida en 1954 en el ensayo «Una cierta tendencia del cine francés», de François Truffaut, inoculó la idea en la mayor parte de la crítica cinematográfica mundial del director cinematográfico como un autor único y reconocible. Cuesta trabajo dimensionar que en aquellos años, el cine de Alfred Hitchcock —quien sería emblema de los jóvenes críticos de Cahiers, a grado tal que Rohmer y Chabrol le dedicaron un libro, llamado Hitchcock a secas, y Truffaut viajó a Estados Unidos para entrevistarlo durante una semana y de esas sesiones extraer otro libro, El cine según Hitchcock —era considerado por un número abundante de críticos como mero entretenimiento de masas, puro cine de acción insustancial.[2] Fueron los críticos de Cahiers quienes propiciaron que el éxito de público de Hitchcock fuera acompañado de un reconocimiento intelectual, y de allí pal real: no solo se acercaron a Hitch, sino también a gente como John Wayne, cineastas que filmaban a granel y con una meta principal en mente: hacer dinero. En cierta forma, lo que el equipo de Cahiers logró —y, más en concreto, André Bazin, quien fundó y dirigió Cahiers durante largo tiempo— fue elevar al estatus de arte una disciplina tan manoseada —por el interés comercial, sí, pero también por el flujo de muchísima gente que trabaja en la misma obra— como el cine hollywoodense.[3] En cierta forma, el vulgar auterism hace lo mismo: lee el texto cinematográfico como fruto de la mente de un autor, en este caso, hurgando en la carrera de cineastas considerados como poco más —o poco menos— que orquestadores de explosiones y persecuciones.

Hay, sin embargo, otro rubro posible. Es lo que con escasa imaginación he venido a llamar blockbuster de arte (o blockbuster expresionista, o blockbuster de auteur. Me gusta más la expresión «de arte» porque creo que resuena con mayor precisión en nuestro lenguaje común. Existe el cine «de arte» —vaya, era una clasificación normal en las tiendas de video, y lo sigue siendo en lugares con venta de DVDs o incluso en servicios de streaming—: es aquel que también se conoce como «del circuito de festivales» o, como también se escucha en inglés, arthouse cinema, art movie o arthouse film). Con anterioridad he mencionado el término; ahora me propongo detallar su taxonomía. Más allá de juntar los significados de las dos palabras, creo que el blockbuster de arte presenta unos rasgos particulares que pueden servirnos para apoyar la idea de que es un subgénero por derecho propio:

1. En primera instancia está la forzosa inclusión del blockbuster de arte en el sistema hollywoodense: este sistema de producción determinará no sólo sus normas narrativas, sino también su presupuesto —que incidirá de forma directa en su campaña publicitaria y, en consecuencia, en su repercusión en la taquilla. Esto es sabido: un buen fin de semana de apertura en taquilla es difícil de lograr sin una musculosa campaña mediática previa; una musculosa campaña mediática previa es difícil de imaginar sin un presupuesto abultado que la sostenga; un presupuesto abultado que sostenga esa campaña es complejo de obtener fuera del circuito hollywoodense de producción. El blockbuster de arte occidental será hollywoodense o —difícilmente— no será.

2. La segunda característica tiene que ver con una clasificación común del cine, aquella que distingue entre «realismo» y «expresionismo». Primero imaginemos el cine como una línea recta en la que un extremo es el realismo—digamos: cine documental sin intervenciones, como Llegada de un tren a la estación de la Ciotat, de los Lumière— y el otro es el expresionismo —como algunos casos de videoarte, o las películas más experimentales de Andy Warhol—. El cine hollywoodense —o cine clásico, según el crítico o académico que hable del asunto— toma del realismo la coherencia, la secuencia lógica, la «ilusión de que el mundo filmado no ha sido alterado», para citar a Giannetti, pero también se permite tomar prestadas algunas dosis —poquitas, bien medidas— de expresionismo: secuencias oníricas, malviajes, musicales. Todo lo que se salga de la idea de un mundo «no alterado» puede clasificarse como expresionismo, y va desde cosas muy pequeñas, como la elipsis, hasta rasgos más invasivos, como toda la secuencia final de 2001: odisea del espacio. El cine de Hollywood suele encontrarse en una zona en medio de esa recta imaginaria. Sin embargo, creo —y aquí es donde me parece reposa el núcleo de la taxonomía del blockbuster «de arte»— que en los últimos diez años hemos contemplado un ascenso en el número de películas hollywoodenses de gran presupuesto —o sea: blockbusters— que se salen de la zona de confort de la recta entre realismo y expresionismo. Las películas que habiten en esta zona aún borrosa serían las correspondientes al término «blockbuster de arte».

3., y esto tiene que ver más con la recepción que con la obra, al menos formalmente hablando: el blockbuster de arte requiere de cierto prestigio que no posee el blockbuster convencional. De otra forma, es complicado pensar en un director hollywoodense, capaz de manejar grandes presupuestos y también de introducir propiedades discursivas o formales inusuales —ora en forma de una temática poco común, de una visión del mundo particular, o de secuencias cercanas al expresionismo— que opere con mayor libertad que sus colegas de profesión. La lista de incisos a tachar en el blockbuster de arte vuelven complicado que un director novato, incluso al mando de una película de gran presupuesto, pueda introducir ese tipo de discursos. Hace falta capacidad técnica, económica y visión suficiente para garantizar que una película de rasgos inusuales —en muchas ocasiones, incluso, parte de una franquicia— merece que le suelten doscientos millones de dólares.

La lista de directores o películas que pueden introducirse en el rubro de blockbuster de arte es, entonces, más bien pequeña. Hay, por supuesto, antecedentes; de todos los enlistables, el más notorio sería 2001: odisea del espacio, una cinta que más o menos cumple con todos los incisos: un director prestigioso, un presupuesto considerable —de 10 a 12 millones de dólares en 1968, equivalentes a unos 70 millones de dólares en 2016—, unos sustanciosos desplantes expresionistas (le juega en contra la taquilla, que durante el año de estreno no logró siquiera recuperar lo invertido, pero los relanzamientos han logrado una recaudación mucho mayor). No obstante, es una genealogía muy dispersa. Una película como El padrino no podría entrar en este rubro sencillamente porque es una cinta clásica hollywoodense que prácticamente carece de ingredientes expresionistas. Pasa lo mismo con otras cintas, como cualquiera de los blockbusters firmados por Steven Spielberg, Ridley Scott, James Cameron, Peter Jackson, Robert Zemeckis, Zack Snyder o cualquier cosa del Marvel Cinematic Universe, entre muchos otros nombres conocidos posibles.

No: el blockbuster de arte pertenece a una generación más joven de cineastas ya consolidados que han tenido el tiempo, la confianza y los recursos para experimentar en Hollywood, un sistema que no se caracteriza por su tendencia a la experimentación. Incluso entre carreras de directores es posible notar que no todas sus películas ingresan en la categoría: de Christopher Nolan, por ejemplo, tan solo Incepcion e Interstellar pueden incluirse, dado que sus filmes de Batman no muestran grandes desplantes expresionistas. De Edgar Wright, solo una película podría mencionarse: Scott Pilgrim vs. The World, una extrañísima película, casi milagrosa, que se despega a cada momento del realismo y la convencionalidad para ingresar en un terreno expresionista lúdico, extravagante, apoyada por sus casi noventa millones de dólares de presupuesto — noventa millones que, de igual forma a 2001, no alcanzaron a recuperarse en taquilla, aunque los buenos números de sus ventas en formatos domésticos hacen pensar que quizá en algunos añitos la cosa mejore para ella. Otra posible inclusión sería Alejandro González Iñárritu, quien con The revenant alcanzó una combinación envidiable de las características que definen al blockbuster de arte.

Nada de esto es demasiado extraño: ha sucedido antes. Los géneros transcurren primero engendrando normas, luego siguiéndolas con cierto rigor; de cuando en cuando, alguien llega con ideas revolucionarias y revienta el género desde su interior, renovando sus posibilidades mientras acata las mismas normas ya establecidas. Ha sucedido antes: pensemos en lo que hizo Fernando del Paso con Noticias del imperio y la novela histórica —un salto cualitativo que no se ha vuelto a igualar en todo este tiempo—, o lo que hicieron Alan Moore y Dave Gibbons con Watchmen y lo superheroico —felizmente, el superhéroe ha atravesado algunas renovaciones más—, o la forma en que Kaizo Hayashi reinventó el noir japonés con la trilogía de Maiku Hama —The most terrible time in my life, The stairway to the distant past y The trap—. En el caso del blockbuster, producto de un sistema de producción que genera cambios con una paciencia similar a la de la corriente de río que talla un guijarro, aún habrá que esperar a ver si en años venideros el subgénero fructifica o no. De momento, elijo verlo como un pasito en la evolución de las películas taquilleras, una muestra de la lenta pero constante adaptabilidad de sus propiedades: acaso sea el principio de un muy necesario refinamiento formal y discursivo dentro de los límites de un sistema que no siempre se distingue por esas cualidades.

 


 

 

[1] La política de los autores era algo así: «en esta revista adoptamos como política la de leer el texto cinematográfico como obra de sus autores» y también: «adoptamos la política de que los autores son reconocibles en los textos cinematográficos». Luego, cuando se pusieron a hacer películas, Truffaut, Rohmer y Godard siguieron con la «política», o sea, dejar su huella (de estilo y de tema) en la película. Es decir, al momento de gestarse en la revista, esa política aún no era «teoría». Eso pasó con el tiempo. Cuando llegó a Estados Unidos, el crítico Andrew Sarris la modificó y asentó en un ensayo, ‘Notes on the auteur theory‘.
[2] «La crítica americana y europea examinaba su trabajo con condescendencia, denigrando un film tras otro», afirma Truffaut en El cine según Hitchcock, al referirse a las películas de Hitch de los años cincuenta y sesenta.
[3] Escribe Bazin en La politique des auteurs: «Lo que hace que Hollywood sea mucho mejor que cualquier otro sistema no es sólo la calidad de ciertos directores sino también la vitalidad y, en cierto sentido, la excelencia de una tradición… El cine norteamericano es un arte clásico, pero, entonces, ¿por qué no admirarlo en su faceta más admirable, es decir, no sólo el talento de éste o aquel realizador, sino el genio del sistema, la riqueza de su siempre pujante tradición y su fertilidad cuando entra en contacto con nuevos elementos?» En esta sentencia es fácil excluir, entonces, a los diversos sistemas de producción cinematográfica del continente asiático, que sin embargo, presentaban y presentan muchas de las características que Bazin y el resto del equipo de Cahiers alababa en el cine hollywoodense. Para aquellos años, el cine de género oriental —con especial énfasis en el Japón de la posguerra— era ya un arte consolidado.