Barandal, Taller Poético, Taller, Tierra Nueva
Debo, primero que todo, al iniciar esta conferencia, pedir anticipadamente al auditorio perdón por una grave falta de urbanidad que a lo largo de toda ella voy repetidamente a cometer y que estoy cometiendo ya desde la primera palabra. Pido se me excuse porque reincidiré en ella en forma constante; pero no habría modo de evitarlo. Esta sala, que fue escenario de una serie de actuaciones de viejos y jóvenes poetas que explicaron o leyeron su propia poesía; que sigue siéndolo ahora de actos en que los poetas más nuevos dan a conocer su obra; que alojó también a los escritores que hablaron de los compañeros a quienes conocieron o trataron a lo largo de su vida literaria, se ha convertido en un temple del yoísmo, en el que ya no suena extraño, aunque siga pareciendo inmodesto, el que los verbos se conjuguen en primera persona y cada conferenciante hable sólo principalmente de sí mismo, de sus versos o de sus amigos. Al trazar el plan de la serie disertaciones a la que pertenece la de esta noche, a algunos estudiosos algunos se les comisionó para que se explicasen sobre episodios de la historia literaria de México en que ellos mismos no participaron, sobre cosas que aprendieron en las bibliotecas; pero a otros nos ha tocado hablar de lo que vimos nacer, vivir y morir; de lo que tuvo nuestra sangre, de lo que nosotros mismos hicimos, de nuestras obras, de nuestros hijos. No podemos usar la tercera persona, como si se tratase de algo observado a distancia, tenemos que usar la primera, aunque ello nos violente, porque frecuentemente tendremos que decir: “yo vi, yo estuve, yo hice”. En el fragmento de la historia de las revistas literarias de México que a mí me fue repartido entro mucho yo mismo, como testigo cercano o como actor, y tengo que narrar desde dentro de mí, lo que vi y viví, por mucho que quisiera que otros fuesen quienes lo narrasen y lo describiesen; pero, ¿quién iba a ser, que lo supiera como yo lo sé, y que no estuviera en el mismo caso? Efraín Huerta, Octavio Paz, José Luis Martínez, también habrían tenido que hablar en primera persona gran parte del tiempo, también Salvador Toscano, Alberto Quintero Álvarez, Miguel N. Lira, si vivieran. Pido pues una vez más perdón por todas las veces que la palabra yo afeará este breve discurso; pero pienso que si me atuviera a la regla de cortesía y de trato social que exige no iniciar ninguna frase con esa palabra, ni intercalarla en ninguna conversación, más me habría valido quedarme mudo, o pedir que se me cambiase el tema por uno que me permitiera tomar la sola posición de espectador, como antes han hecho algunos de los sabios que me han precedido en el uso de esta tribuna.
De Barandal hablo como espectador; como un espectador alucinado. ¿Quién de todos nosotros, pues supongo a los aquí reunidos personas con interés por las letras, no soñó alguna vez, en la edad en que esas cosas suceden, en publicar una revista? Las revistas brotan, en cierto momento, tan inevitablemente como los barros en la cara, en la mente de los estudiantes; a los dieciocho años se sueña, no con participar en una revista ya existente, y cuyos colaboradores entonces nos parecen venerables o ridículas momias, sino en sacar una propia, llena de novedad y de nuestra personalidad explosiva. Todos los estudiantes de primero de preparatoria, sobre todo los de la carrera de leyes, teníamos en el año de 1931 la ilusión de poseer una revista nuestra. Nos quedamos paralizados de admiración, de estupor, cuando un amigo a quien tuteábamos, un compañero de la escuela secundaria, Octavio Paz, sacó la suya, en agosto. Era una revista pequeña, de poco cuerpo, pero limpia, joven, nueva. Todo en ella nos parecía fresco. Y ver el hombre de uno de nosotros mismos, casi, de Octavio, que era apenas, escolarmente, un año mayor, nos deslumbraba, pues parecía poner al alcance de nuestras manes los sueños más caros. Octavio se había reunido con otros jóvenes de su mismo año, y se acercaba un poco a los que eran mayores que él; pero jamás dirigió una mirada hacia abajo, hacia nosotros, los que le parecíamos, un año menores que él, niños: y quizá todavía lo éramos un poco; eso aunque ya un joven de nuestra generación, Mauricio Gómez Mayorga, había publicado un libro de versos, Vírgenes muertas, y otro Carmen Toscano, Trazo incompleto, y otro más Isabel Farfán Cano, que eran compañeras nuestras de generación. Octavio Paz tenía a nuestros ojos el prestigio de que un nombre igual al suyo, el de su padre, solía aparecer impreso en El Universal, los domingos, en el suplemento al pie de narraciones literarias, y también el de que una calle de Mixcoac llevaba el de su abuelo, don Ireneo. Un prestigio semejante aureolaba a otro de los fundadores de Barandal, a Rafael López Malo, también compañero mío de escuela, esta vez primaria, desde 1926; él era hijo del famoso y admirado poeta de “La bestia de oro”, un poema que todos sabíamos de memoria. Los otros fundadores de la revista eran Salvador Toscano, para nosotros en aquel tiempo solamente el hermano de Carmen y de Enedina, nuestras compañeras, y uno de los alumnos más elogiados por nuestro profesor de historia de México, don Agustín Loera y Chávez. Y Arnulfo Martínez Lavalle, que también, como López Malo, y como Paz, era hijo de una celebridad literaria, del poeta Miguel D. Martínez Rendón, a quien en realidad conocíamos sólo de hombre, y no, como a don Rafael López, por sus obras. Toscano murió, años más tarde, en un accidente aéreo por machos motivos célebre. López Malo dejó las letras. El nombre de Martínez Lavalle hemos vuelto a verlo en la prensa conectado con la persecución de los traficantes en narcóticos; está dedicado al oficio de juez, o cosa que valga, y parece que brilla mucho en ello. Solamente Octavio Paz siguió adelante, como poeta y luego como ensayista, y creció hasta ser hoy un escritor de prestigio universal, que físicamente y literariamente recorre el mundo, y es colmado de merecidas distinciones. Los otros colaboradores regulares de Barandal ya no editores responsables, eran: Julio Pietro, que se convirtió andando en el tiempo en un escenógrafo famoso; Raúl Vega Córdoba, Humberto Mata, Manuel Rivera Silva, Francisco López Manjarrez, todos ellos perdidos; el fotógrafo Adrián Osorio, que murió muy poco después; y, como personas que han llegado a alcanzar la celebridad, pero no en el oficio de poetas o escritores, Manuel Moreno Sánchez, hoy un político de la mayor significación, y Enrique Ramírez y Ramírez y José Alvarado, ambos periodistas, y el primero dirigente de partidos políticos y el otro actualmente rector de una importante universidad.
Barandal murió en el séptimo número, apenas en marzo de 1932. Todavía el mismo grupo, ligeramente modificado, lanzó una nueva publicación, la de cuatro entregas de unos Cuadernos del Valle de México que no llegaron a viejos. Y se hicieron unos pequeños sobretiros, cuando ya comenzaban a llamarse elegantemente plaquettes a los que antes con cierto desdén se habían llamado folletos, con la colaboración de algunos escritores de la pelea pasada, los que ya comenzaban a considerarse maestros, aunque no tenían treinta años, o apenas los tenían. Se publicó un fragmento de una futura novela de Salvador Novo, Lota de loco, que no sabemos que jamás se haya completado; también unas Notas desde Abraham Ángel en las que Moreno Sánchez parecía apuntarse como un prometedor crítico de artes plásticas, y la reproducción de algunos cuadros de Manuel Rodríguez Lozano. Con esto la generación de Barandal se extinguió, literariamente, como su efímera revista. Sólo habría un superviviente: Octavio Paz.
¿Por qué no están mencionadas, en el programa de estas conferencias, otras dos revistas literarias que tuvieron su importancia, y que corresponden a la época que estamos examinando? Me refiero a Alcancía, de Justino Fernández y Edmundo O’Gorman, y a Fábula, de Miguel N. Lira. La primera es contemporánea de los primeros versos de Lira, del Corrido de Domingo Arenas que tan vivamente nos interesó, así por su poesía popular como por su presentación tipográfica, y por aquel tiempo conocimos a Renato Leduc, en sonetos impresos en cartoncillo de diversos colores, y en un poema, el Prometeo desencadenado, que no sabía imprimir, pero del que todos nos sabíamos de memoria grandes y sonoros párrafos, que todavía hoy vienen a nuestra mente. La segunda, que se parecía mucho a otra Fábula que se imprimía en Buenos Aires, se prolongó por algún tiempo más, pero no tuvo la misma calidad literaria, ni la misma belleza tipográfica. También Alcancía y Fábula murieron pronto, y ya nos cuesta trabajo recordar quiénes colaboraban en ellas, además de Carlos Pellicer, que allí publicó su bello poema “La puerta”, y de Octavio N. Bustamente, se quien se imprimió en libro una Teoría general de Cagancho que llamó mucho la atención por aquel tiempo.
“Barandal, Taller Poético, Taller, Tierra Nueva”, Las revistas literarias de México, 2ª serie, México, Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1963.