(Auto)reclusión, violencia y narrativa del escape
Ante la escalada de violencia en México, el exilio (obligado o autoinducido) no siempre ha sido la respuesta más factible, o incluso posible. La movilidad, específicamente la capacidad de acceder a ella, se ha vuelto cada vez más un factor de diferenciación entre los que pueden irse y los que no pueden hacerlo. Para estos últimos está reservada la opción de un encierro poco voluntario.
Tijuana tuvo su peor momento de inseguridad en el periodo 2008-2009, cuando los cárteles de Sinaloa y los Arellano Félix disputaron la plaza, con episodios tan dramáticos como el de la Balacera de la Cúpula, donde sicarios del caf se enfrentaron durante varias horas con soldados y policías, e incluso los retaban por la radio, en un episodio que pudo ser parte de la novela Plata quemada, de Ricardo Piglia.
La reacción de algunos escritores fue salir a las calles; sucedió con Rafa Saavedra (1967-2013) en “Confesiones de un adicto a la noche”, uno de los textos que conforman Border Pop:
En la nocturnidad, nuestra aparente frivolidad se convierte casi en una postura política […] Salir hoy es no dejar de vivir, no dejarse vencer por el crimen y la impunidad, tratar de enfrentar sonriendo a ese social disease del que hablaba Warhol, vencer la tendencia individualista y formar parte, por lo menos en algún instante, de una comunidad en llamas.
Por supuesto, su “postura política” nunca tuvo que enfrentarse a una situación de violencia prolongada y visible. En Tijuana la plaza se había “enfriado” para 2010. Esto fue suficiente para que el tejido social no se fracturara de manera tan evidente como en Ciudad Juárez, Monterrey, Torreón y otras ciudades del norte. Y nunca se metieron demasiado con los poderes municipales, los establecimientos o incluso el estadio de futbol; basta recordar el episodio de la balacera en el Estadio Corona.
En Tijuana tampoco se volvieron “cotidianos” los tiroteos, parecidos a los que vio Carlos Velázquez en Torreón y que describe en su primer libro de no ficción, El karma de vivir al norte:
Al primer disparo todos nos tiramos al piso. El clavado colectivo fue tan sincronizado que parecía una competencia de nado olímpico. Estábamos tan condicionados por el sonido de un arma de fuego como lo está Michael Phelps.
Los torreonenses han sufrido la violencia del crimen organizado prácticamente desde el principio del cambio de régimen gubernamental, una década negra para esta ciudad. Ante tal situación, dice Velázquez, la sociedad en general se encerró en lugar de escapar:
Deberían cambiarle el nombre a la entidad, que en lugar de Torreón se llamara Ciudad Retén. Conforme las calles se militarizaban, la gente prefería quedarse en sus casas. El aislamiento se volvió tan dramático, que la única forma en que el lagunero podía interactuar con la gente era a través de las redes sociales.
Este fenómeno de desintegración social, donde la medicina (el “apoyo” militar y policial mediante tácticas de restricción de la movilidad, como los retenes) resulta tan perjudicial como la enfermedad misma, hace pensar a Velázquez en una especie de “juarización” de su ciudad: “Pensábamos que Ciudad Juárez se quedaría para siempre junto al Río Bravo. Petrificada. Jamás imaginamos que se desplegaría. Que reptaría por el territorio. Durante años, los torreonenses emprendieron un éxodo a Juaritos. Luego los papeles se invirtieron. Juárez vino a nosotros”.
Esta “juarización”, por así llamarla, constituye un argumento central en Ciudad futuro, sobreviviendo juaritos de El Alas Blissett, otra obra testimonial que constituye una especie de presagio para otras ciudades mexicanas. Las casas deshabitadas de Juárez, rapiñadas primero por malandros y después por hombres de traje que compran terrenos a precios ridículos, evocan para Blissett el saqueo sistemático de la ciudad. Una de las caracterizaciones que hace es justamente la de una “ciudad sitiada”:
Juárez es un ghetto […]. Los expulsados por la crisis del campo y la falta de empleo en el país acampando en la frontera. Convertidos en damnificados de la guerra, de Guatemala a Guatepeor. La imagen en mi cabeza me sitúa en Palestina, su frontera, sus check points. El hostigamiento policiaco-militar. La petición constante de identificación. Ser extraño en tu propia tierra. Padecer a la policía toda tu vida.
No sólo en la narrativa de no ficción se ofrecen casos de autoreclusión como estrategia de supervivencia en tales circunstancias. En La transmigración de los cuerpos, de Yuri Herrera, la noción de lo incontrolable se confunde con la de lo inevitable: todos los confinamientos se terminan alguna vez, los secretos mejor guardados encuentran la forma de salir a la luz. El lugar de los hechos recuerda al Distrito Federal durante la aparición del virus de influenza h1n1, sólo que en su historia el virus es provocado por una especie de mosquito. A Herrera le interesa y sorprende la facilidad de los ciudadanos al aceptar la reclusión. El aislamiento no sólo opera a nivel social (cada quien parapetado en su propia casa; afuera retenes y brotes de delincuencia), sino también a nivel individual, al prohibir el contacto directo con otras personas, obligarlas a traer tapabocas todo el tiempo y asumir reflejos que antes no estaban ahí, como el de estornudar en la parte interna del brazo.
Dentro de la reclusión generalizada, algunos seres se rebelan y circulan por calles fantasma, habitadas únicamente por retenes militares y grupos delictivos. Uno de esos seres es El Alfaqueque, cuyo oficio es “ayudar” a la gente a salir de situaciones indeseables; es, a grandes rasgos, un mediador legal y empleado ocasional de grupos delictivos. Al principio tiene la oportunidad de enredarse con La Tres Veces Rubia, la vecina de sus sueños eróticos. Pese a las restricciones oficiales para el contacto, El Alfaqueque logra cogérsela, aunque para hacerlo ella tenga que salir de su reclusión.
En un escenario donde las muertes por la epidemia pululan, El Alfaqueque debe intercambiar los cuerpos de la Muñe y Romeo, hijos de familias en conflicto. El intercambio de los cuerpos se desarrolla al exterior, justo afuera de la Casota, donde viven juntos el protagonista y La Tres Veces Rubia. Durante un toque de queda de tales magnitudes, el lugar más solitario y aislado es la calle misma.
También La fila india, de Antonio Ortuño, hace un doble trabajo de desmitificación de la migración latinoamericana a Estados Unidos que pasa por México. Por un lado, echa por la borda la generalización estereotípica que norteamericanos y europeos hacen de Centro y Sudamérica, así como la falta de identificación de muchos mexicanos con ambos gentilicios. Por otro, toma por los cuernos al toro del “velado” racismo en México, el maltrato y el silenciamiento de los centroamericanos durante su tránsito por el país (“los centroamericanos interesan ligeramente menos que las mascotas de los futbolistas y mil veces menos que los muertos verdaderos, los muertos nacionales”, dice el “biempensante”, uno de los personajes), así como la participación en las redes criminales de personas que deberían salvaguardar a los migrantes, la explotación de la muerte por los ricos y poderosos de la época: redes criminales y políticos.
Esta novela pone de manifiesto el grado de elasticidad que tiene la frontera para alcanzar a quienes la cruzan ilegalmente, e incluso a quienes apenas intentan hacerlo. Lynn Stephen habla de la elasticidad de la frontera para referirse al estigma que pesa sobre el migrante ilegal una vez que cruza a Estados Unidos. Siempre a la expectativa de ser atrapado, renuncia poco a poco a la movilidad hasta llegar a una especie de autoexilio. Sin embargo, la novela de Ortuño muestra un panorama en el que todo el territorio mexicano es una frontera, la antesala a Estados Unidos, estratificada en “los siete círculos del infierno mexicano”. Uno de los personajes de La fila india, el periodista Joel Luna, describe así el último círculo:
Incluso si consigues escapar de todos los depredadores y no mueres de hambre o sed, incluso si nadie te viola o golpea o amenaza o secuestra, tortura, tirotea y arroja a una zanja, aún debes planear la manera en la que entrarás a Estados Unidos, porque los mismos mexicanos que han sembrado de espantos tu camino controlan todas las rutas de acceso. Una vez allá, felicidades. Respira hondo: el horror ya corre por cuenta de los gringos.
Ortuño utiliza el periodismo para arrojar luz a sus historias. Las bandas traficantes de personas coludidas con los agentes de migración y la policía. Los migrantes son descritos como insectos, moscas a las que hay que encerrar y atrapar. Y las acciones más importantes de la novela suceden en lugares siempre cerrados, claustrofóbicos, en ocasiones infernales (como la quema o la tortura de migrantes). Cuando Yein resuelve escapar, se encuentra de pronto cazada por los sabuesos del integrante de una banda de trata, a quien el miembro de una banda rival acribilla con perros. Yein está más insegura afuera que adentro: cojeando y como puede, mejor regresa al pueblo de Santa Rita. Eso es lo que la obliga a convertirse de cazada en cazadora.
Al otro lado de esta novela, el “biempensante” somete a una migrante centroamericana como su esclava sexual. Con ello reproduce a nivel doméstico la violencia que ejercen los mexicanos sobre los centroamericanos migrantes: la deja limpiar su casa, le permite ver la televisión y comer lo que hay en el refri, pero la tiene encerrada bajo llave (no le vaya a robar nada), así como sus pertenencias más valiosas, y la asalta sexualmente con una regularidad que ella resiste pasivamente. En gran medida, los mexicanos replicamos con los centroamericanos, durante su tránsito hacia el país vecino, la discriminación que los estadounidenses ejercen sobre los latinoamericanos en su territorio. Como en el estudio de Stephen, la frontera está interiorizada en los migrantes ilegales, aquellos a los que no se les permite la movilidad y aun así insisten en buscarla.
Los comunes denominadores que presentan casi todas las obras aquí analizadas (el retén como factor exponencial del aislamiento al interior de las ciudades, el recrudecimiento de la “guerra contra el narco”, el rol del Estado en el autoconfinamiento de la sociedad en general) ofrecen un pronóstico pesimista en el que cada vez se atomizará más a la sociedad sin importar el nivel económico o la condición social. Una distopía que no comenzó hace poco. Es una de esas épocas en que la realidad no sólo sobrepasa, sino atropella y acribilla a la ficción.