Tierra Adentro

 

Este texto debe su existencia a la obsesión colectiva que tenemos con el sistema decimal, puesto que este año se cumplen cien años de la muerte de Amado Nervo, escritor y diplomático nayarita. Eso es más o menos fácil enunciarlo. Quizá requiera un poco más de imaginación evocar, a cien años de distancia, aquel funeral inverosímil, hiperbólico, un funeral de seis meses que partió de Uruguay, se detuvo en varios países de Hispanoamérica y llegó finalmente a Veracruz, para hacer un recorrido escoltado de honores hasta la capital mexicana. Como parámetros de comparación del luto, pensaríamos tal vez en los funerales de Chespirito o de Juan Gabriel, y nos quedaríamos cortos. ¿Qué pasó, entonces? Amado Nervo es hoy, a pesar de la fama innegable de su nombre, un poeta relegado a un olvido discreto, casi avergonzado, sostenido apenas por algunos vesos más bien cursis vistos a la luz de un presente despiadado; su poesía se parece a esos eventos de la historia mexicana de los que estamos dispuestos a enorgullecernos siempre y cuando no se nos obligue a repasarlos; su prosa es, salvo para el grupo minúsculo de los estudiosos, unánimemente ignorada.

Hace algunos años, como cualquier crédulo que termine estudiando una carrera en letras hispánicas, me vi obligado a revisar el siglo diecinueve mexicano, un siglo opaco, comprensible pero repulsivamente nacionalista, del que apenas descuellan cuentitos morales de navidades en las montañas, alguna oda al pulque y ese poema bélico y montaraz que hoy llamamos himno nacional. Entre todo ello, Amado Nervo rutila como una velita en la bruma. En mi caso, no fue su poesía, sino sus novelas (que más tarde Mariano calificaría como las más bellas jamás escritas en México) lo que atrajo mi curiosidad, primero, y mi admiración, después. Y, en medio de ellas, una en particular: El donador de almas, la historia de un hombre que recibe como regalo el espíritu de una muchacha, y todo lo que ocurre con ambos a partir de ese momento. De esta novela emprendí una adaptación teatral que tuvo su primera temporada en el Teatro La Capilla, en la Ciudad de México, a principios de este año, y está por estrenar una segunda. Me interesaban dos cosas: traer la hermosa narrativa de Nervo al siglo XXI, y poner a dialogar sus inquietudes con las nuestras. Por ello, y con esa novela como eje, en los párrafos siguientes intentaré esbozar un par de apuntes sobre la relevancia de Amado Nervo para quienes ya lo habíamos puesto en el estante del olvido.

 

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El donador de almas, publicado en 1889, narra la historia de Rafael Antiga, un médico que, pese a tenerlo todo, se lamenta no tener con quién compartirlo. Oportunamente, Andrés Esteves, protegido suyo, le confiesa poseer la capacidad de encadenar voluntades, y le ofrece como regalo el alma de una muchacha, Alda, que vive encerrada en un convento. A partir de entonces, la noveleta se esponja hacia el terreno fantástico, y Rafael y Alda se enfrentan a distintos conflictos de mutua convivencia espiritual.

La premisa es, de suyo, violenta; se trata ni más ni menos que de un caso de esclavitud. Durante la mitad de la novela, Alda carece de libre albedrío y está obligada a hacer lo que el doctor le pida (salvo quererlo, puesto que para querer se necesita una voluntad propia). Cuando me enfrenté a la adaptación, me preocupaba la impertinencia del asunto: no necesitamos más historias de mujeres sometidas. No obstante, y a pesar de ser una historia irremediablemente inserta en el siglo XIX, Nervo hace con Alda lo que no ocurre con otros personajes femeninos de la época: Alda crece y, digamos, se solidifica; cuando el cuerpo de la muchacha muere, Alda encarna en el cuerpo del doctor, colonizando la mitad de su cerebro, arrebata el poder de decidir y, hacia el clímax de la obra, termina despreciando al hombre que alguna vez ejerció autoridad sobre ella. Como una Daenerys Targaryen decimonónica y algo más modesta, su presencia pasa de estar sujeta y empequeñecida a devorarlo todo. Es un personaje que sobresale incluso de entre otras mujeres de la obra nerviana, desde la amada inmóvil hasta la esposa ideal de Mencía, otra de sus novelas.

El donador está compuesto como un juego de espejos y de dualidades: son dos los personajes masculinos y dos los femeninos: Rafael, el doctor; Andrés, el místico; Alda, el alma, y Doña Corpus, el ama de llaves. Esta última es, a pesar de su talante caricaturezco, una mujer atípica en la narrativa modernista: su nombre ya alude a su terrenalidad y, aunque también es presa de los caprichos de los personajes masculinos, parece ser la única que está por encima de ellos; “¡Más valdría que se acabara el mundo!”, repite, relativizando las preocupaciones de los demás, negando el reino de lo espiritual y restando importancia a la poesía. Me gusta pensar que Doña Corpus es Amado Nervo burlándose de Amado Nervo, pero a esto volveré en un momento.

Un siglo después, seguimos padeciendo la representación idealizada y esencialmente pobre de la figura femenina por parte de escritores varones, y estamos inundados de chick-flicks de falsos finales felices, un género también conocido como “chico conoce chica”, pero que debería llamarse “chica perdona chico”. Importados desde el siglo XIX, Nervo y su Donador no son, por supuesto, un paradigma de progresismo, pero sí una fosforescencia que orbita por encima de nuestros más “modernos” productos culturales.

 

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Tras el estreno de la versión teatral de El donador de almas, una de las preguntas más recurrentes de la prensa era “¿Por qué llevar a Nervo hacia la comedia?” Y la respuesta era siempre la misma: no había necesidad de “llevar” a Nervo a la comedia porque Nervo ya estaba ahí.

Decía más arriba que el personaje de Doña Corpus es el autor burlándose del autor, y quisiera elaborar en ello. El donador pertenece a la obra temprana del nayarita, cuando este aún no se insertaba sin reservas en la corriente modernista; gracias a ello, parece, esta novela se toma licencias humorísticas que el Nervo de La amada inmóvil no. Hay en ella momentos de finísima ironía, como cuando el narrador nos explica que la única razón por la que el cerebro del protagonista puede albergar dos almas es que este no es un hombre práctico y de provecho para la humanidad, sino un filósofo; o momentos de chiste franco, como aquel otro pasaje en que Rafael se niega a comer sesos por parecerle que se come las ideas de las vacas. Doña Corpus, a su vez, representa con su demasiada materialidad, con su estricto apego a lo literal, el descreimiento de la poesía y la puesta en duda del preciosismo lingüístico de Nervo y sus contemporáneos.

En la introducción a su antología humorística, Lauro Zavala señala que el humor “es una declaración de principios”. Nervo no se salva del virus del cosmopolitismo modernista, pero se burla de los burgueses que lo habitan; rellena su obra de disertaciones sobre el alma, la religión, las relaciones amorosas y la ciencia, pero hace a sus personajes decir que “no hay cosa más crédula que un filósofo”. Su declaración de principios, cuando menos en El donador de almas, es no tomarse en serio; no es una cosa menor, puesto que, tanto en su siglo como en el nuestro, tomarse en serio es un mal que aqueja a la mayoría de los poetas.

 

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Finalmente, aunado a sus personajes femeninos y al humor, la médula de El donador de almas, aquello que la vuelve intemporal y que permitió su traducción al lenguaje dramático, es su poderoso conflicto central: la insatisfacción ―diríamos schopenhaueriana― a la que está condenado el ser humano. La novela pone cuatro personajes sobre el tablero; uno de ellos, el protagonista, es un hombre que tiene dinero y fama, pero carece de afecto. Sin embargo, cuando obtiene el afecto, descubre que así tampoco está satisfecho, y la insatisfacción se traduce en una soledad que es doblemente dolorosa por inevitable. Durante el trabajo de mesa de la versión teatral, resultó desconcertante que la premisa de la novela se correspondiera con tantos referentes de nuestra cotidianidad: se habló, claro, del Fausto de Goethe o de algunos clásicos de la literatura gótica, pero también de Her, película de Spike Jones, de la serie de ciencia ficción Black Mirror, e incluso de Tony Stark / Iron Man. Quizá por esa razón, el Nervo de El donador de almas nos provoca sospechas de contemporaneidad como no lo hacen, por ejemplo, las hadas y las princesas y los ideales estéticos de su amigo y maestro, Rubén Darío.

 

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Resulta difícil imaginar, hoy en día, que la muerte de un poeta desemboque en un luto continental de seis meses. No hace mucho escuché a Juan Villoro decir que la influencia de Nervo sigue viva en las canciones de Agustín Lara y de Juan Gabriel, y es verdad, pero a cien años de su muerte ―y ya entrados en conmemoraciones, a casi ciento cincuenta de su nacimiento―, su obra pura y dura sigue deparando recovecos inexplorados para los lectores mexicanos, no solo para el archivo, sino para el pensamiento, el disfrute y la confrontación. El donador de almas, rareza entre sus muchos textos, es muestra de ello.  Adentrémonos en ella, quizá no con la entrega con que Gilberto Owen decía “¡Padre Nervo que estás en los cielos!”, pero sí con el moderado optimismo de encontrar un poco de nosotros mismos.

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