Tierra Adentro
Ilustración por Miranda Guerrero

El dolor es nuestra condición. En él todos podemos reconocernos.

Chantal Maillard

 

Recuerdo con claridad mi primera impresión al ver la portada de Escribir, de Marguerite Duras, en la edición de Fábula en Tusquets, traducida por Ana María Moix. Consiste en una fotografía que yo consideraba tétrica: una mano asexuada con retorcidos dedos, decorada con tres anillos y un ramillete de arrugas y venas pronunciadas. Para ese entonces, era una mano cuya procedencia, absurdamente, ignoraba. Tiempo después, supe que era de la mismísima Marguerite Duras, y que había sido fotografiada por Hélène Bamberger, buena amiga suya. Debí sospecharlo, pero lo que menos buscaba era ahondar en detalles. Lo juro, me inquietaba y me parecía insoportable, tal vez por la duda de si ese miembro crispado pertenecía a un vivo o a un muerto.

Poco antes de escribir estas líneas, me enteré de que no estaba sola. Y conocí estas palabras de Silvia Molina:

Lo que no ha dejado de impresionarme de este libro de la señora Duras es, en realidad, la fotografía de portada […], la mano izquierda. Una mano vieja, abatida por la artritis, con un gran anillo en el meñique y dos en el anular. No observamos una mano bella ni con carácter; más bien sentimos la derrota, la tristeza (Molina 26).

Ya me era habitual pensar de forma involuntaria en la mano de Duras, no sólo como la escribiente sino como la narradora, así que cuando releía el ensayo que inaugura el libro, titulado homónimamente, pensaba en sus señas y ademanes; pensaba la mano como una extremidad autónoma, como la totalidad de la autora. Qué terrible. Lo que provoca una portada. Aún así, seguía disfrutando del texto porque es capaz de llevarnos a los recodos más solitarios de su casa en Neauphle-le-Château. Abrir esas páginas es entrar a un discurso que se escribe mientras está siendo pensado y que se autodestruye una vez dicho, yes también recorrer el interior de su hogar, mientras la escuchas conversar con el aliento de su infaltable whisky, acerca de sus libros, su profesión, su vida amorosa, su alcoholismo, y en particular, la escritura como acontecimiento: la escritura presente hasta en la muerte de una mosca, porque  “todo escribe a nuestro alrededor” (Duras 47).

Si acaso miras la fotografía, podrías preguntarte: ¿de qué oscuridad proviene esa protuberancia?, ¿hay brazo dentro de la manga oscura?, ¿hacia dónde se dirigen esos dedos que ensortijados simulan una caminata por el aire? Podrías relacionarla con Thing, la mano solidaria de Los locos Addams que sale de su caja, parecida a un féretro, para correr derrapando de veloz, y para comunicarse en clave morse con sus amos. O podrías pensar también en las paradójicas Manos dibujando de Escher, que surgen de líneas bidimensionales y, en su juego óptico, adquieren corporeidad y vida propia. En cualquier caso, la mano de Duras se diferencia de las anteriores por su solemnidad y antivitalidad.

¿Por qué no me causa admiración, como la litografía autorreferencial de Escher? ¿Por qué no me provoca risa, como la atlética mano creada por Charles Addams y David Levy? Quizá porque ver o imaginar un miembro al margen de los otros suele devenir en miedo y extrañeza.

Ambas sensaciones también las he experimentado en dos obras recién publicadas en México durante diciembre de 2019, dos materiales que vi y leí casi al momento de su salida: uno cinematográfico y otro literario. Y es una coincidencia fortuita para estas páginas que ambas utilicen, de forma total o parcial, esta misma figura anatómica. Se trata de dos obras disímiles entre sí, tanto en nacionalidad, contexto y trasfondo, pero que pese a todo abordan la fragmentariedad y la disociación.

Pan de la noche, libro de poemas que hizo ganar a Ibán de León el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2018, por un lado enuncia la fragmentación de los cuerpos que han quedado esparcidos en barrancas, fosas o cualquier baldío de tierras mexicanas; y en paralelo, revela una fractura familiar a partir de la muerte de la madre: ahí donde su pan —pretexto del fuego—reunía a seis hermanos, sólo queda una mesa vacía, o en todo caso, un pan que “sabe a noche” (20).

La muerte es el vaso comunicante que avanza por dos ejes: las muertes anónimas —como los feminicidios y las masacres causadas por el narcotráfico—, y la muerte “personal”, esa que sí lleva un nombre propio.

Y hay que cruzar de una violencia a otra, pues no parece haber un respiradero entre esa atmósfera que te sofoca. Hay que viajar dentro de la macroviolencia que se extiende sobre ti y se te mete hasta el sueño (adentro y afuera del libro), hacia la violencia más silenciosa, que se desarrolla en los órganos de un cuerpo enfermo.

Pan de la noche es el consuelo, la precariedad pero también una digna subsistencia, lo bondadoso, un retorno a los aromas de la infancia: único sitio seguro en tiempos violentos.

Creo necesario resaltar el miedo, ya no de ver una portada con una mano viva pero envejecida y enferma, sino de abrir este libro que escribe el horror de una necrópolis, que nombra a los desaparecidos y sus pedazos, tal vez para darles sepultura mediante las palabras, o para reconfigurar el mundo. Enumeraré el impacto de las manos leídas: manos que cargan ataúdes. Manos que amasan. Manos atadas. Manos que presionan los “cuernos de chivo”. Manos desmembradas. Manos que cortan leña para el pan. Manos cercenadas por el hacha. Manos que escriben:

[El cuerpo presentaba fuertes quemaduras y tenía una bolsa en la cabeza]: / Si averiguas el nombre de la muchacha el día será triste. Si le das una historia que retoñe en un patio donde jugó de niña. (Hay vidrios adentro del sosiego.) / Si dices que salió de clases temprano en la mañana. Si describes sus dientes o el azul de su blusa, puede que pierda el sueño de las noches que llaman a tu puerta. / (Lo anónimo no pesa, es espejo de un rostro en las calles de una ciudad desconocida.) / Si me cuentas que a casa de su madre caminaba. Que la vieron reír cuando tomó su mochila y se fue de la escuela, puede que algo se rompa en esta hoja, quizá la vocal muda aleteando en la lengua del paisaje. / Si hablas de una búsqueda, si me muestras la foto donde se ve feliz, llena de eso que dios llamó el aliento, puede que no resista y precipite el duelo de otros años. / Si dices que el mantel del desayuno se quedó en la mesa, esperándola (el pan también se llaga en la vigilia), que pasaron las horas como una caracola detenida en la angustia, es posible que baje la mirada y comprenda que hay tierra en mi silencio. / Y si al final descubres que su cuerpo fue hallado en el bosque, al pie de una montaña, humeando con la luz de los gorriones, seguro lloraré los veinte años que corrían descalzos por su nombre, su juventud austera de muchacha que sueña con los primeros frutos de la vida (de León 69).

Ibán de León se pregunta “¿quién va a escribir los nombres de los otros?” (18) / “De qué pueden servir estas palabras” (36). Y resuelve: “No han de servir, no sirven” (36). Al igual que Nuccio Ordine, cuestiona la utilidad de lo inútil. Y sin embargo, escribe. Escribimos. No importa para qué, al menos no desde los ojos utilitaristas del capitalismo.

Y quisiera ir más allá de lo obvio: que la escritura no va a cambiar de manera directa y objetiva el mundo, que tampoco revivirá gente muerta ni castigará a los culpables, que no servirá como sirve una cuchara o un paraguas. Hay que ir más allá: ¿qué representa escribir rodeados de muertos y qué implicaciones éticas y estéticas tiene? (Rivera 19), se pregunta Cristina Rivera Garza en Los muertos indóciles, Necroescrituras y desapropiación. Ella parte del concepto de necropolítica de Achille Mbembe, considerado como la expresión última de la soberanía [que] reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir(Rivera 19). Entonces, Garza habla de las necroescrituras como aquellos procesos escriturales, que insertos en condiciones extremas de mortandad, se desplazan de la unicidad del autor hacia la función del lector que se desapropia del material del mundo, pues la desapropiación significa desposeerse del dominio de lo propio para formar comunalidades de escritura.

En este sentido, el poemario de Ibán de León es, además, reescritura de su contexto a partir de una lectura personal, una escritura a causa de los muertos y para los muertos, porque la fragmentariedad también está presente en los titulares que extrae de la nota roja o de los narcomensajes que comunican los cadáveres.

Con las técnicas de apropiación que se pueden ver en Antígona González, de Sara Uribe, por ejemplo, Ibán de León extrae estos fragmentos para insertarlos entre los poemas, para crear otro hilo conductor a partir de los retazos. También hace uso del argot del ultramundo propio de los narcos: neologismos como narcofosa, o palabras resignificadas como plaza o chapulines. Así, construye a partir de los cortes. Representa una realidad, cotidiana hasta el hartazgo, para humanizar otra vez, mediante el artificio, —Maricruz Patiño, Rafael Vargas y Luis Cortés Bargalló, los jurados del Premio López Velarde se equivocan cuando dictaminan que es un discurso sin artificios: hay artificio en el libro de Ibán de León, como lo hay en toda buena escritura; hay artificio porque se habla de arte. Y en el caso de esta obra, la técnica de la forma no opaca ni la naturalidad con que se expresa, ni la emotividad del fondo.

La pieza cinematográfica que mencioné antes… no me he olvidado de ella. Perdí mi cuerpo, dirigida por Jérémy Clapin y guionizada por Guillaume Laurant, es una animación francesa que se estrenó en Netflix a inicios de diciembre, en Latinoamérica. Proviene de la novela del mismo Laurant, Happy hand. Su trama: una mano en busca de su cuerpo.

Contrario a Pan de la noche (donde incluso un descabezado describe el entorno sin asimilar su condición) en Perdí mi cuerpo, la mano disociada de su dueño, Naoufel, está viva y posee conciencia propia, tiene recuerdos, es más que la simple extensión de lo incompleto. Una vez que la mano se disocia de él, por ende, su futuro ideal se quiebra. Antes del accidente, la mano es la posibilidad de alcanzar los sueños de la infancia: ser pianista o astronauta, por ejemplo. Luego, no. Después, su propósito es regresar a su hábitat, a un sitio fiable otra vez. Pero como todo ente vivo, también es vulnerable: se vuelve un elemento extraño inserto en un entorno normal. Después de todo, ¿qué es una mano cortada arrojada en mitad del parque? El horror.

Consciente de su condición marginal o el peligro al que se expone de ser señalada, se desplaza entre sombras, se esconde (como otros esconden, muchas veces, los cuerpos que se olvidan), evita acabar entre los dientes de las ratas y los perros, se arriesga entre alturas y rieles subterráneos con tal de obedecer a ese instinto —¿instinto?— que es la búsqueda de sí. Esa atracción nostálgica la hace emprender un viaje a través de la ciudad y el tiempo.

Cuando hablo de extrañeza, no sólo me refiero a una extrañeza lógica o de verosimilitud, sino a un sentimiento de desconexión (no estoy segura si de un desapego, como lo indica Fernanda Solórzano en su videocolumna de Letras Libres, porque Naoufel demuestra una obsesión peculiar con un momento de su pasado).

Y, sin embargo, no es el chico quien te lleva como espectador a sus recuerdos; es la mano la que parece desprender una memoria táctil, en blanco y negro, como una especie de síndrome del miembro fantasma que sufre la extremidad perdida y no el joven; mientras la mano persigue a Naoufel, Naoufel persigue a alguien más, pero ambas son entidades marginales, extraviadas de sí mismas.

Pienso en cómo hubiera sido esta historia si la mano fuera un miembro muerto, si también en ese estado comunicaría como lo hace la que puede moverse, aun alienada, aun desconectada de su entorno. Claro que sí. Una mano inerte, suelta por las calles, comunica. Pero quienes contendrían recuerdos en torno a ella serían otros, los testigos.

Los trazos del largometraje se alejan por mucho de las animaciones edulcoradas de Disney; su paleta de colores con poca luminosidad, su banda sonora cargada de sintetizadores y otros elementos estructurales crean, en conjunto, una atmósfera que dota de poeticidad y ofrece una experiencia más que emotiva a quienes miran.

¿Qué tienen en común, entonces, la fotografía de una portada, un libro de poemas sobre los muertosy un largometraje animado procedente de la geografía francesa? Tomo perspectiva de mis propias palabras, escribo bajo un miedo habitual y casi imperceptible: el de mi contexto. No sé si estas relaciones las habría hecho si hubiera vivido en otro tiempo, tal vez 30 años antes… quiero decir, hoy, la mano animada no solo es la mano animada, ni esa otra mano entrada en años, que pende del descansabrazos, es solo otra mano… porque estos signos comunican, de manera distinta según los ojos de quién los vea y dicen también algo de mí; comunican o revelan.

Estas obras, poéticas de la fragmentación responden, como un síntoma, a la posmodernidad. No importa desde dónde se enuncien. Importa leerlas y escribirlas. Dar constancia de la nostalgia, el dolor y el pánico que nos sacude, que nos rompe, pero también nos humaniza en tiempos de normalizada violencia.

 


 

Bibliografía

De León, Ibán. Pan de la noche. México: Universidad Autónoma de Zacatecas, 2019. Impreso.

Duras, Marguerite. Escribir. México: Fábula en Tusquets Editores, 2014. Impreso.

Molina, Silvia.Encuentros y reflexiones.México: UNAM, 1998. Impreso.

Maillard, Chantal. La baba del caracol. Madrid: Vaso Roto Ediciones, 2014. Impreso.

Ordine, Nuccio. La utilidad de lo inútil, manifiesto. España: Acantilado, 2014. Impreso.

Perdí mi cuerpo. Dir.Jérémy Clapin. Netflix, 2019.

Rivera Garza, Cristina. Los muertos indóciles, Necroescrituras y desapropiación. México:Solórzano, Fernanda. Cine aparte. Letras libres. 12 Dic. 2019. Digital. 13 Dic. 2019.

Tusquets Editores, 2013. Impreso.

Uribe, Sara. Antígona González. México: Sur+ ediciones, 2012. Poesía mexa. Web.