Tierra Adentro
Fotografía en el Museo del Genocidio Tuol Sleng que muestra a altos líderes de los Jemeres Rojos. Nem Sopheakpanha. Voice of America. Imagen de dominio público.
Fotografía en el Museo del Genocidio Tuol Sleng que muestra a altos líderes de los Jemeres Rojos. Nem Sopheakpanha. Voice of America. Imagen de dominio público.

 Se llega a una edad en la que los bebés nacen, llegan a arrebatarnos un mundo que nunca fue nuestro. A tu alrededor, surgen los bebés: tu mejor amiga se vuelve madre y tu primer amor se casa y se vuelve también padre. 

Así pasó cuando Jim fue papá de Kan; lo único que quedaba de mi heterosexualidad se quemó en un incendio silencioso, en una tierra lejana, en un idioma que se me escaparía siempre.

Jim fue un amigo camboyano que tuve, un amor platónico, una pregunta.

Conocí a Jim en un campamento juvenil en Costa Rica; la promesa del edén heterosexual parecía materializarse en la piel cobriza de un geek camboyano con un particular talento para la diplomacia y el beat box. Lo del beat box fue atractivo.

Jim hablaba de cosas. Unas las entendía, otras no. Entre gaps del lenguaje y la atención, las historias de Jim se me escapaban todo el tiempo. Cuando se ponía de diplomático me hablaba de su país, y algo decía de unos rojos, unos jemeres. Yo creía que él igual y era un príncipe o el hijo de un noble camboyano. No sabía muy bien.

En palabras no nos entendíamos tanto como en movimientos. Y fuimos encontrando maneras de comunicarnos asertivamente. Había cosas que eran claras: él sabía que yo era lesbiana y yo sabía que él me amaba.

Nuestros días discurrían entre museos y sábanas. Su inglés nasal y abrupto era difícil de entender pero se hacía un esfuerzo. Le pedía que me enseñara khmer pero me rendía inmediatamente, no sin antes aprender cómo sonaba te quiero que quizá también significaba te amo pero tampoco era del todo claro.

Jim -que en realidad no se llamaba Jim, pero esa era la occidentalización que había elegido para presentarse- se ponía serio al hablar de su pasado, pero serio de verdad, serio diplomático. Parecía que sus abuelos habían tenido que trabajar como campesinos contra su voluntad, en una época de muchas muertes. Jim había nacido en una tierra donde acababa de ocurrir algo horrible; que Jim existiera quizá era un milagro. 

Yo no entendía la gravedad de los hechos, porque antes de conocerlo no sabía nada de Camboya, ni siquiera lo ubicaba en el mapa. 

La palabra genocidio solo la tenía ligada a los documentales del holocausto, que al estar en blanco y negro me resultaban tan lejanos. No se me pasaba por la cabeza que Jim había nacido en un país donde la sangre regada bajo órdenes de los jemeres rojos aún estaba fresca, cuando él daba sus primeros pasos.

Así que, cuando él terminaba sus intervenciones serias, yo le explicaba cosas que sí entendía, y le enseñaba español, aclarando la diferencia entre el te quiero y el te amo. A veces me imaginaba que nos casaríamos, que tendríamos bebés camboyanos-mexicanos, fantaseaba en secreto con una vida de princesa camboyana y budista.  

Nunca le conocí un lado violento a Jim, no quería matar ni a los mosquitos, decía que su religión se lo impedía; y yo lo escuchaba intrigada mientras mataba a los moscos que él dejaba libres, para protegernos a ambos del dengue.

Sin embargo, no se me hizo lo de ser princesa camboyana y continué sin ser budista. Años después, hojeando una revista de historia me encontré con una imagen de un hombre que tenía rasgos similares a los de mi Jim -que no siempre era exactamente guapo-; cuando lo vi, un calor familiar recorrió mis recuerdos, el pie de la imagen rezaba: “Pol Pot, el líder de los jemeres rojos”. Era un hombre ya mayor, con cabello cano y una camisa azul lisa, no era ajustada como las que usaba Jim. Podría ser su abuelo, pensé, o algún tío; se veía tranquilo en un jardín, que imaginé suyo. Imaginé que así se vería mi Jim de grande, cuando fuera abuelo de los hijos de Kan. Mi viejito Jim, pensé, y volví a fantasear con nuestra vida en matrimonio y una vejez juntos en la corte de Camboya. 

Cuando volví de mi fugaz visita al mundo de las cosas que no pasaron ni pasarían, leí el artículo. Y palabra por palabra se fue cayendo mi fantasía a pedazos: el sueño de una sociedad agraria -y su torpe, atropellada y violenta implementación- había asesinado a cerca de 2 millones de personas. Y ese hombre, ese tal Pol -que tan solo me había parecido un abuelito tierno en su jardín- había sido uno de los líderes fundamentales de la masacre.

O sea que a eso se refería Jim.  

Entendí el dolor del que hablaba cuando contaba de sus abuelos arrancados de sus casas para ir a trabajar el campo. Y entendí también que los malos se pueden parecer a los buenos, si es que solo mirando podemos distinguir quiénes son buenos y quiénes malos; tal vez no es posible encontrar la diferencia exacta y final entre bondad y maldad.

Observé más tiempo la cara de Pol, con sus ojos rasgados y entrecerrados, pareciera que se asomaba una sonrisa. Busqué una foto de Jim en su instagram, y con alivio corroboré que no eran la misma persona, incluso pensándolo bien, no eran tan parecidos. Me sumergí por un rato en sus fotos, imaginándome también en sus brazos, hasta que me encontré las fotos de su boda camboyana y las de su hijo. 

Un incendio lejano, ya en brasas, emitió un último flamazo y se extinguió.


Autores
(Ciudad de México, 1993) Dramaturga, directora de escena y docente. Tiene la licenciatura en Literatura Dramática y Teatro de la UNAM. Fue ganadora del Premio Bellas Artes de Obra de Teatro para Niños, Niñas y Jóvenes “Perla Szuchmacher” 2021, por su obra Oppa, y del Premio Nacional de Dramaturgia Jóven “Gerardo Mancebo del Castillo Trejo” 2023, por su obra Sobre el sonido de un derrumbe. Desde el 2014, con su compañía La voz de las cosas, ha dirigido y adaptado obras de teatro para público jóven y adulto; así mismo se ha especializado en el trabajo y diálogo con jóvenes audiencias, desde la docencia en nivel secundaria, hasta su participación en diversos eventos de difusión cultural entre niñas, niños y jóvenes.