Tierra Adentro
Portada de "Ecce homo" de Antonio Salazar
Portada de “Ecce homo” de Antonio Salazar

El trabajo del colectivo TDV (Taller de Documentación Visual), así como el de una de sus principales figuras, Antonio Salazar, han sido fundamentales para situar y organizar el lugar de la producción de artes visuales en México desde los años ochenta. Sin embargo, a veces da la impresión de que la obra de Antonio Salazar y del TDV es reconocida ampliamente sin que eso signifique que haya sido objeto de reflexiones teóricas que le dediquen el necesario detenimiento. Digo lo anterior considerando que se trata de uno de los colectivos artísticos más importantes en la historia del arte contemporáneo en México y quizá el más significativo en lo que respecta a producción de cultura visual de las disidencias sexuales en las últimas cuatro décadas.

La obra de Antonio Salazar y del TDV ha sido explorada en trabajos académicos y ha sido exhibida con frecuencia en importantes exposiciones de arte LGBTTQ+ en México y en el extranjero; donde destacan exposiciones como La era de la discrepancia (2007), Expediente seropositivo. Derivas visuales sobre el VIH en México (2020), ambas en el MUAC; recientemente, el trabajo de Salazar ha aparecido en solitario —o en colectivo— en dos exposiciones que quedarán como hitos en la producción de memoria artística y cultural de las disidencias en México (a pesar de que hayan encontrado también críticas a sus selecciones, lineamientos y olvidos), me refiero a Imaginaciones radicales. Una lectura disidente de la colección del MAM (2023), y Positivo / Negativo. Adherencias culturales en la lucha contra el sida en México, 1978-2022 (2023); presentadas ambas el año pasado y con un trabajo evocativo y revisionista por parte de lxs curadorxs que permitió reorganizar los principales temas acuñados a la producción de archivos comunitarios de arte y fotografía LGBTTQ+ en México, así como a pensar en los efectos de la pandemia de VIH/sida en México en su relación con la producción de memoria y cultura visual.

Lo que he señalado arriba sobre una falta de detenimiento alrededor de la obra del TDV y de la obra de Antonio Salazar, no quiere decir que su trabajo sea considerado minoritario o de un impacto reducido, ni —mucho menos— de un alcance limitado al conocimiento de un nicho de agentes dedicados al arte, la gestión cultural o la teoría artística LGBTTQ+ en estos territorios. 

Al contrario, considero que el lugar de la obra de Salazar, en solitario y en colectivo, es una clara muestra de la centralidad que su figura tiene ya en estos procesos culturales en los que sigue siendo un referente fundamental. Pero, en lo que sí quiero insistir, es en que quizá no hemos teorizado ni especulado con suficiencia algunos de sus proyectos editoriales. Es cierto que los tenemos a la mano y con una proximidad epocal, pero no siempre los hemos discutido con suficiencia en ciertos derroteros, y veo esta deficiencia particularmente en la teoría local. Este texto busca contribuir mínimamente al respecto.

En 2018 tuve la oportunidad de escribir sobre la obra del fundamental esfuerzo creativo de Óscar Sánchez Gómez, fotógrafo crucial de la vida disidente en Ciudad de México, al igual que Antonio Salazar. Óscar es admirado amigo desde hace ya un par de décadas, a quien conocí a través de las fiestas del grupo de MSN Por un beso. Rockeros gay, tuvo la generosidad de obsequiarme muy inesperadamente los dos volúmenes del proyecto Álbum de familia, de Salazar, tras la entrevista que le realicé en su departamento en el centro de la Ciudad de México.

Desde entonces he pensado constantemente en este par de volúmenes editados por Salazar. He pasado noches completas revisándolo y procurando darme ideas —así sean erróneas— de cuáles fueron los motivos y planes detrás de un trabajo tan críptico y a su vez inmediato. Se trata de un par de volúmenes publicados en 2010 por la entonces Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM. Cada volumen pesa aproximadamente tres kilos y consta de un trabajo de experimentación artística impreso en papel couché mate de 200 gramos y pasta en curpiel abullonado, con una fuente algo cursi en dorado sobre azul: ‘Álbum de familia’.

Entre los fotógrafos a quienes se da crédito aparecen M. Ángel Aguilera, Juan Raúl Barreiro, Armando Cristeto, Claudio I. Franco, Jam Montoya, Omar Núñez, Estanislao Ortíz, Óscar Sánchez Gómez, Pablo Sánchez, Rafael Manrique, además de muchas piezas del mismo Antonio Salazar, sobre todo destacan las fotografías de su fotolibro Ecce Homo (2007).

También aparecen consultados el Archivo Histórico del Distrito Federal, la biblioteca de CENSIDA (donada al CAPASIT en la Clínica Especializada Condesa-Iztapalapa), el Colectivo Sol- CIDHOM, el Fondo Fotográfico Hermanos Mayo, el Centro de Información Gráfica del Archivo General de la Nación y el National Museum of Holocaust en Washington. 

En el libro también es mencionado el registro de obra artística de Loren Cameron, los hermanos Casasola, Paz Errázuriz, Jorge Fernández, Sofía Moro, Nahúm B. Zenil, el Taller de Documentación Visual (TDV), entre otros más, pero nunca es señalada de manera explícita la autoría de sus fotografías ni de obra visual.

Destaca por igual la consulta realizada a numerosas fototecas web dedicadas a blogs de pornografía LGBTTQ+, enlistadas por Salazar, aunque dichas páginas se hayan elaborado de manera anónima; y la mayor parte de las veces sin propiedad intelectual ni permisos de uso de los materiales, lo cual me parece que apunta a una suerte de carácter común y colectivo de su uso para estimulación onanista. Es decir, se trata de una colectivización o expropiación comunitaria de los cuerpos y los semblantes de quienes aparecen en dichos repositorios. Si bien casi todas las direcciones de los blogs se encuentran ya inactivas en Internet.

Si hago este muy sintético repaso de los créditos es porque la obra, es decir, el proyecto mismo del fotolibro, constituye un desafío para quien se aproxime a él; y esto por diferentes motivos que me parece importante analizar. Aunque me interesa enfocarme en un par de aspectos que exploraré hacia el final de este texto, para ello necesito describir mínimamente de qué se trata Álbum de familia.

Las imágenes que conforman los dos volúmenes están organizadas de acuerdo con temas relativos a fechas de festejos según el calendario; es decir, contenidos ordenados conforme aparecen en el despliegue de los meses de febrero a diciembre, con intervenciones o capitulados en que los títulos dejan ver ciertos juegos de palabras además de las celebraciones de calendario, por ejemplo: “Ami(e)gos: Día del amor y de la amistad. 14 de febrero”; “1er. domingo de marzo. Día de la familia”; “8 de marzo. Día de la mujer”;  “30 de abril. PicarDía del niño”, “OrguYo Gay”, entre otras fechas, pasando por el “1 y 2 de noviembre. Día de muertos. Calaverga y Sementerio”, hasta llegar al “24 de diciembre. Nochebuena. Nacimiento de Jesús”.

En ninguno de los dos volúmenes hay paginación marcada ni homologación en el uso de fuentes tipográficas. No hay fichas técnicas ni atribución autoral a ninguna imagen. Tampoco hay unificación en el uso de diseño gráfico ni en las proporciones de tamaños para las fotografías acomodadas en las páginas. Tampoco son evidentes otros criterios editoriales que puedan hablarnos de una toma de decisiones que clarifiquen la intencionalidad en juego. Sin embargo, con ello no quiero insinuar que estos señalamientos que traigo a cuenta nieguen la intencionalidad editorial por parte de Antonio Salazar.

Lo que me parece más prudente, de acuerdo con lo que el mismo Salazar y el TDV hacían, es considerar que hay un afán por desarraigar las imágenes de posiciones autorales de referencias fácilmente identificables. Y que esto mismo constituye uno de los criterios principales: producir una memoria colectiva, comunitaria, social y cultural, abierta a la pluralidad de efectos a través de su contigüidad, serialidad y yuxtaposición.

En mi interpretación singular de la obra aquello que Salazar busca es una difuminación discrecional de la memoria visual que aparece en los volúmenes, pero no necesariamente en un afán de producir un anonimato absoluto.

A lo largo de las páginas aparecen todo tipo de personas de las comunidades diversas: artistas, figuras de la vida nocturna, actores, transformistas, modelos, activistas, o meros familiares de quienes contribuyeron al fotolibro a partir de sus archivos personales. Cada quien identificará a sus amigos queridos y familiares cercanas, o incluso a figuras reconocidas que le generan antipatía. Pero, sin lugar a duda, se trata de una obra de producción de memoria a partir de la incorporación de incontables semblantes, cuerpos y rostros de personas. El objeto parcial elevado a canon.

El fotolibro culmina en su página de créditos con la imagen de una firma autógrafa de José Jesús Garibay M., quien fue pareja de Antonio Salazar cerca de trece años y falleció el 1o de noviembre de 1992, y es consabido que Salazar ha dedicado su obra en conjunto a la memoria de Jesús Garibay. En la última sección del fotolibro, dedicada a la Nochebuena y al nacimiento del niño Jesús, aparecen principalmente fotografías de niños y niñas conviviendo e incluso bañándose mientras juegan. La articulación del tema festivo y los motivos fotográficos de la infancia y la inocencia en el juego me obliga a pensar en re-nacimientos, en ciclos que se abren después de haber pasado por las fiebres primaverales, los festejos veraniegos, la sequedad otoñal y el día de muertos, en una composición de un tiempo circular de lo social, a pesar de que cada página sea tremendamente tensa en la medida en que concentra todo tipo de temporalidades: personales, íntimas, sexuales, políticas, poéticas, históricas, comerciales, etc. Hay una verdadera pluralidad de tiempos conjunta a lo largo de las páginas. La vastísima cantidad de imágenes fotográficas se torna difícil de comentar sin caer en reduccionismos problemáticos. Aunque pienso vagamente en el concepto de imágenes dialécticas de Walter Benjamin.

En primera instancia, considero que a pesar de los temas que seccionan la colección y que conjuntan las imágenes, cada uno de ellos apunta hacia diferentes sentidos e interpretaciones. Conviven en las mismas secuencias fotografías de individuos claramente locales y de personas extranjeras de cuando menos los años sesenta hasta nuestros días. 

Nos encontramos con fotografías hechas por profesionales conviviendo sin reparo con piezas de aficionados, extraídas de álbumes familiares sin identificar con puntualidad, aunque no sin ciertas insinuaciones de familiaridad, marcadas todas por una contundente estética tributaria de las épocas provenientes. Es decir, las imágenes nos hablan de su procedencia a partir de los estilos para iluminar los lugares, las casas o calles, las maneras de vestirse, maquillarse, peinarse y posar de los personajes provenientes de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado hasta estilos propios de la primera década de este milenio. Se acompañan en total desfachatez, por igual, fotografías artísticas cuidadosamente estilizadas y planeadas, como las del mismo Antonio Salazar, Armando Cristeto, Paz Errázuriz y Óscar Sánchez Gómez con selfies caídas en el más profundo anonimato, lo mismo que junto a pornografía de todo tipo de subgéneros: morenos mexicanos, rubios europeos de todas las edades, mujeres y personas trans, osos, twinks, adolescentes, chacales, lesbianas, maduros, incluso las mentadas fotografías de niñxs desnudos aparecen en una brutal tensión con registros de fiestas y borracheras donde es fácil reconocer varias fotografías que Óscar Sánchez Gómez tomó en el bar El Marrakech, en la Purísima y la Sacristía, además de reuniones de fiestas de Rockeros Gay, escenas de strippers de antros ya desaparecidos, lo mismo que rostros y semblantes de personajes de la vida nocturna y cultural que han abandonado ya este mundo o al menos el país.

La enormidad de temas, estilos, procedencias, extracciones e interpretaciones en los dos volúmenes, es quizá lo que dificulta más la empresa cuando se procurar dar un lineamiento central que organice Álbum de familia; o al menos hace imposible pensar en otro criterio unificador que no sea el del calendario y el del álbum de familia como remanente de la carta de visita.1

Esta inevitable densidad de documentación visual supone algo que podemos intuir, al menos en lo que implica esta mínima articulación de un archivo comunitario que Salazar decidió organizar, disponer y presentar con estilos de diseño gráfico que también deambulan de acuerdo con variadas modas editoriales extraídas de una suerte de apropiación de estilos populares en las revistas impresas, digitales y plataformas diversas de redes sociales.

La elusión de un único estilo es igualmente una suerte de afán por capturar los usos epocales provenientes de las más variadas regiones del país y del mundo, aunque se trate de poco más de medio siglo: de los sesenta a los dosmiles. Pero aquí mismo considero que esto es un atributo intencional en el fotolibro. La captura de los estilos para las tipografías o los colores, las figuras decorativas y distribución de las páginas, parecen reconocer y tributar el diseño anónimo de los blogs y de las revistas en las que circularon las imágenes y fotografías de este fotolibro. Hay una producción de una familiaridad que se juega como un potencial paradójico de anonimato y reconocimiento o fantaseo de procedencias.

Me arriesgo a decir que es un dispositivo de producción de memoria, no un mero archivo de acumulación, sino como efecto narrativo en el espectador/operador del álbum. Es decir, esta variedad estilística y aparente desorganización obliga a imaginar cuáles son las coordenadas de referencia para el espectador/operador.

Lo fuerza a identificar, pero sobre todo a adivinar, una procedencia fantaseada que apelará a la cultura visual con que cuenta el agente sin que esto autorice usos elitistas de estas imágenes (también expropiadas muchas de ellas). En todo caso, más bien me parece que Salazar invita a que el fotolibro pueda ser revisado por comunidades, colectividades y manejos masivos. Sin que una cabal identificación de los objetos, momentos, estilos, personajes, acontecimientos, figuras, actores, etcétera, puedan neutralizar este potencial de anonimato y cruda contigüidad de eventos profundamente disímiles.

Al momento de confrontarme a este par de álbumes he tenido que combatir varios impulsos que me vienen principalmente de mi práctica teórica, en tanto que profesor de estética filosófica y de estudiosos de la cultura visual de disidencias sexuales latinoamericanas; tuve que eludir categorías y conceptos, o evitar estrategias de análisis propias de estudios políticos sobre la memoria e incluso aproximaciones deudoras de la teoría queer, lo cual no quiere decir que lo haya conseguido con éxito. Aunque dichas aproximaciones son sin duda potentes en sus operaciones específicas, todas ellas presentan ciertas limitantes en tanto que erigirían conceptos de análisis que se sobrepondrían a la estrategia de organización de los materiales fotográficos dispuestos.

Los materiales no se encuentran en estado bruto —por decirlo de alguna manera—, han sido seleccionados, dispuestos uno junto a otro, sobrepuestos, yuxtapuestos, reiterados ocasionalmente los semblantes de algunos personajes y distribuidas las piezas de los y las muchas personas que aquí aparecen; a mi juicio, con la intención de obligar a hacer memoria a partir de la familiaridad como vehículo de contemplación. Por ello me parece que los enfoques disciplinares son de utilidad, pero el mismo fotolibro como dispositivo estético está hecho para resistirles, pues no se deja interpretar de una sola manera; en todo caso apela a aproximaciones colectivas y esa es la teoría que considero que se requiere: una teorización y experiencia comunitaria de estos materiales visuales.

Ahora bien, para finalizar, me gustaría remitir a una categoría que me viene de manera ineludible cuando veo estos volúmenes fotográficos: la pornografía LGBTTQ+ de blogs de internet de los años 2000, y las fotografías tomadas del registro autoral de artistas o de familiares de personas de la diversidad sexual y de las disidencias sexuales en México.

En ambos casos, Antonio Salazar nos ha puesto enfrente la huella visual de la carne. La carne del deseo, el erotismo, la complicidad y la transgresión, que no consigue articular su especificidad sin el contraste con la carne y sangre de nuestras familias, sean elegidas o no.

Tarde o temprano estas páginas se llenarán de espectros que ya no participan de la vida -la muerte, por utilizar el concepto de Derrida— de la carne y de la sangre corporales. Y todos ellos se convertirán en un semblante, unos tras otras transformadxs en espectros cuyo cuerpo aparece aquí con las marcas de la ternura, la tentación y el anhelo sexual, pero ya solo como fantasmas.

A riesgo de equivocarme, vinculo e imagino este trabajo con un concepto propuesto por Jacques Derrida en Artes de lo visible: el subyéctil. Subyéctil es una categoría que depende de una sustancia, de un soporte, un sujeto, un supuesto y un suplicio. Derrida lo figura como aquello que está debajo de toda pantalla de proyección de una superficie donde tiene sitio una representación pictórica, visual o imaginaria. Pero no debemos confundir esto con la dupla forma/fondo. El subyéctil es el material específico sobre el que se sostiene una imagen; en este caso no pienso en los medios fotográficos o de diseño, sino en los cuerpos que subyacen al deseo desde su más abierta encarnación.

Lo que Derrida quiere traer a cuenta es la manera en que hay un resto todavía visible a pesar de la transición de formatos por los que circulan las imágenes. En este caso, las fotográficas, aunque él se ocupa mayormente de la pintura y la escritura. Pero la fotografía es una escritura lumínica en su definición etimológica. Y esa escritura nunca acontece —cuando se trata de figuras humanas— sin una luz que no haya sido soportada en la sustancia misma de un sujeto, así sea este una fantasía familiar o un supuesto hipotético. Las imágenes en el fotolibro son ante todo y precisamente el resto visual de un soporte que no fue sino una carne y un deseo, un semblante familiar con el que me parece que Antonio Salazar nos lanza a la memoria que emerge de este artefacto.

La cantidad incontable de cuerpos, rostros y pieles ahí mostradas no están para funcionar al modo de la pornografía tradicional o de uso farmacopornológico (por pensar en la propuesta conceptual de Paul B. Preciado). Hay un afán por sacralizar y salvar a través de estos soportes, de este subyéctil, ese resto insalvable de la carne convertida en imagen y dispositivo colectivo de memoria. Mas se trata de una memoria deseante y masificada que obliga a producir un anhelo de familiaridad, incluso ahí donde ésta es imposible de situar; particularmente cuando no se puede ya identificar con precisión qué es lo que deseamos y qué es lo que simplemente es un resto, una fantasía y quizá un mero semblante sepulcral y fantasmático de carne y familiaridad perdida.

  1. Sobre este tema puede consultarse el trabajo del historiador de arte John Tagg, El peso de la representación (2005).