Aires, vientos y viajes de la Berlinale 65
¿Será verdad que el cine hecho en Latinoamérica exhala tanta frescura como aparentó en el Festival de Cine de Berlín? Se per-ciben brisas de éxito en largometrajes latinoamericanos que participaron en la Competencia Oficial de la Berlinale 65: El club (Larraín, 2015), ganador del Oso de plata como mejor película; El botón de nácar (Guzmán; 2015), ganador al premio por mejor guión; e Ixcanul (Bustamante, 2015), ganador al Oso de plata Alfred Bauer; además de la participación en la misma competencia de Eisenstein in Guanajuato (Greenaway, 2015), coproducida entre México, Holanda, Bélgica y Finlandia. Pero, ¿contra qué otras poéticas, temáticas y contextos se enfrentaron en la competencia oficial esos sureños vientecillos frescos del «cine latinoamericano»?
El viento gélido inaugural fue la ficción Nadie quiere la noche (2015), de la directora catalana Isabel Coixet. Discreta, la película no logró cautivar, a pesar de las cabales actuaciones de Juliette Binoche y Rinko Kikuch, o de su visión intimista poseedora de una vaporosa traslación de roles de género. Ni siquiera por su fotografía impactante y surtida de generosos contrastes ofrecidos por el paisaje polar. El filme no emocionó: Josephine Peary (Binoche) se aventura hacia el Polo Norte para encontrarse con su esposo, el obsesivo y controversial explorador estadounidense Robert Peary. El drama se coloca en los vacíos de una historia leída entre los márgenes de los constructores de la Historia.
El viaje planteado por Coixet es una aventura donde la presencia femenina es el eje del filme, característica en corres-pondencia con otro aire esperado, Queen of the desert (2015), del alemán Werner Herzog, quien basa su ficción en otro personaje histórico, Gertrude Bell, historiadora, escritora, antropóloga, investigadora y hasta diplomática británica interpretada por una Nicole Kidman poco convincente. En las primeras décadas del siglo XX, Gertrude Bell recorrió el desierto y aportó información fundamental para delimitar las fronteras del cercano oriente en los años de posguerra. El filme se basa en la vida de esta mujer, en la exploración de su pasiones y sus deseos, explicitando el carácter impulsivo, aventurero y desafiante frente a un mundo regido por hombres; con su inteligencia y su afición por el desierto y las culturas árabes logra resistir a los peligros humanos y naturales. Quizá aquí se halle otra coincidencia entre el filme de Coixet y Herzog, y es la utilización de biomas representativos y exóticos como escenarios de aventuras. Pero mientras Coixet se aventura a sugerir un ártico con cualidades prosopopéyicas, Herzog enaltece el desierto al ofrecer experimentadas secuencias del paisaje árido, tanto o más que Gertrude en sus descriptivos diarios. Sin embargo, el alemán no hace sensible el desierto al espectador; no se expone, se oculta detrás de los tenues remolinos de la historia. La aventura por el desierto es lineal, sin sobresaltos y se encuentra lejos de Fitzcarraldo (1982) o de Aguirre, la ira de Dios (1972) y, para no ir más lejos, «los aires de la reina» estarán muy retirados de lo propuesto por la película ganadora de la competencia: Taxi, de Jafar Panahi.
No sabemos si Taxi llegue a proyectarse otra vez en las salas de cine. Quizá el haber ganado el Festival de Berlín facilite su proyección internacional, incluyendo a México. Taxi, triunfadora y aplaudida, no escapa a las propuestas artísticas preliminares de Jafar Panahi; es más, en ella se consolida el valor moral frente a sus circunstancias de censura y prohibición. Recordemos que sobre el director iraní recae desde el 2010 la inhabilitación para hacer cine y las autoridades iraníes lo han condenado al ostracismo. Panahi ha logrado escamotear algunas de las prohibiciones a través de su ingenio y una actitud desafiante ya per ceptible en sus dos trabajos anteriores: Esta no es una película (2011) y Cortinas cerradas (2013).
Taxi es una gran crónica visual. Su premio es congruente e innegable. La propuesta, ora por las circunstancias ora por las posibilidades interpretativas, condensa situaciones cotidianas y de contradicciones sociales transfiguradas por medio de la cámara. Una obra artística que surge con la bota de un régimen sobre la videocámara. El director/conductor del taxi guía a los personajes ensamblados de manera fantástica. Panahi ha dirigido a niños y a non-actors, buscando la reacción natural frente a la complejidad de la vida, y esta vez no es la excepción. Un personaje fundamental es su sobrina: otra feminidad (la niña que entre risas y llanto levantó el Oso de oro el día de la premiación) en la película acompañará la problemática y con su ingenuidad develará los argumentos centrales frente a la censura: ¿qué filmar en una película? ¿Cuáles son los valores que deben representarse en ella? La crónica es corta. Tres cámaras dentro del auto más dos cámaras digitales serán herramientas suficientes para mirar pasar a los personajes: un bribón debatiendo con una maestra de escuela sobre valores morales, uno o dos vendedores de películas piratas, un accidente de tránsito, dos señoras y un pez
dorado; un amigo de infancia de Jafar, una abogada de derechos humanos, pero sobre todo miraremos cómo los tentáculos de la censura llegan a muchos lugares. Panahi se vuelve cada vez más un personaje de su drama cotidiano.
A este torbellino se encaró El club (2015). Fue difícil la contienda. La ficción de Larraín es una película sin cabos sueltos, que utiliza el ocaso para dar claroscuros fotográficos de un pueblito chileno junto al mar. La temática lo ameritaba: un grupo de sacerdotes católicos, confinados al retiro por haber cometido delitos morales o judiciales, crían a un galgo y planean ganar dinero apostando en carreras de perros. La aparente tranquilidad de los habitantes de la casa, cuatro curas y una piadosa monja celadora, se ve interrumpida cuando llega un quinto sacerdote y a éste se enfrenta un hombre a gritos desde afuera de la casa, quien fuera un niño abusado sexualmente por el nuevo residente del hogar. Tras el suicidio de este nuevo integrante aparece otro personaje, un sacerdote enviado a evaluar la pertinencia de mantener abierta esa casa de reclusión. El enviado es parte de lo que él mismo llama «la nueva iglesia», quien entrevista uno a uno a los recluidos para asegurarse de la aceptación de sus culpas, confesiones y así cerrar la casa. «La nueva iglesia» quiere solventar los antiguos errores y silencios cometidos: homosexualidad, pederastia, tráfico de infantes, participación en asesinatos, ludopatía, etc. Sin embargo, la situación obliga a replantearnos las verdades a las que se expone la Iglesia. Quizá los temas mostrados no son desconocidos, pero se utilizan cabalmente para tejer la historia. Los aires del filme nos dirigen hacia un final depurado con todos los argumentos del drama. Larraín recurre a temáticas controvertidas que podrían impactar, siempre y cuando se logre un equilibrio fotográfico y de dirección actoral, lo que haría un filme creíble y contundente, como El club.
En otro vuelco temático y de creación está Patricio Guzmán, documentalista experimentado, premiado en esta edición de la Berlinale por El botón de nácar como mejor guión. La historia viaja a distintos cosmos, desde los cuerpos celestes hasta los ámbitos acuosos en el archipiélago chileno. Desde la historia precolombina hasta la contemporánea, desde la geografía hasta las artes plásticas. Una historia rizomática que se conecta por medio de un botón de nácar. El montaje de la obra utiliza las tomas fijas de algunos elementos de la naturaleza para enseñarnos a mirar lo diminuto, el movimiento y los ritmos de la imagen; ensambladas a esto hay unas cuantas entrevistas que le darán al documental el tránsito entre espacio y tiempo. Las dos asíntotas de la historia se basan, primero, en un indígena fueguino del territorio chileno que accede a ser educado de manera occidental en Inglaterra, como experimento para demostrar las capacidades intelectuales de los amerindios; en el otro extremo se halla la macabra táctica de arrojar al mar chileno los cuerpos de los disidentes y torturados chilenos, amarrados a rieles de tren, durante la dictadura de Pinochet: un riel y un botón de camisa lo prueban. Con El botón… Guzmán está muy cerca de su trabajo anterior, Nostalgia de la luz (Guzmán, 2009), pues ambos poseen el mismo ritmo, nos hace reflexionar sobre la memoria y la historia como objetos de construcción de identidades.
El problema, si acaso, sería encontrar la posibilidad de generar esa reflexión: que este cine no permanezca como parte de la historia sino que vaya a los personajes vivos y los proyecte. Como el mismo Jayro Bustamante (Ixcanul, 2015) expresó en su conferencia de prensa, «hacemos cine sin saber si éste tiene un público más allá de los festivales». No es un problema particular del cine guatemalteco: es un síntoma contradictorio del «cine latinoamericano»; la distribución y apoyo al cine continúan en muchos sentidos sin democratización. La frescura del cine hecho en Latinoamérica, a pesar de contar con filmes refrescantes y vivos, se enfrenta al hecho de no encontrar interlocutor, ya sea por la poca distribución o a que el llamado «cine de arte», fuera de festivales, no halla referentes dentro de las sociedades orientadas a los prestigiosos filmes simplificadores de las travesías en las realidades nacionales.
EPÍLOGO
Estos aires frescos siguen azuzando nuevos viajes en el cine mexicano, que desde hace unos años ha diversificado sus temá ticas y poéticas. Quizá un nimio ejemplo pueda ser que el premio a la mejor opera prima, como lo hiciera el filme mexicano Güeros (Ruizpalacios, 2014) en la Berlinale anterior, fue otorgado a 600 millas (2015) del mexicano Gabriel Ripstein, participante en la sección Panorama del festival. Pero podría ser que aunque haya buenos vientos, habrá pocos puertos a donde lleguen estas travesías. Me gustaría dudar, Ítaca.