¡Ah, del banco!
Para mi papá
I
Y verá que ahorrar para su futuro será más emocionante que una montaña rusa […] más emocionante que un fin de semana con Batman
-Los Simpson
Con el gesto reverencial de quien entra a la iglesia, el cuentahabiente se retira gorra y lentes al ingresar al sacrosanto terreno del banco. Mira de soslayo todo, suspicaz, aterrado: lleva un retraso de un par de meses en los abonos de su crédito. Delante de él, un par de condenados más esperan su turno para hablar con el empleado de ventanilla: el rostro de todos es serio. Como sucede en el confesionario (o incluso en los consultorios médicos) el tiempo, por usar una expresión común, parece eterno, se llena de ceros a la derecha. Walter Benjamin tenía razón: existe una correlación secreta entre la medida de los bienes y la medida de la vida, es decir, entre dinero y tiempo. Ahí, llegado el momento, no queda sino escuchar la amonestación del empleado del banco y con gesto contrito agachar la cabeza. «Perdóneme, señor cajero, porque he pecado de retraso, interés y morosidad”. Y entonces, como no llegamos a nada, pase usted a hablar con el gerente.
Poseedor de un silencio de tumba y una pulcritud exagerada (una sola envoltura de chicle en el piso de la sucursal, por ejemplo, proyecta el mismo efecto de suciedad que una tonelada de basura en las calles), el banco es uno de los sitios que con mayor efectividad logra contener al mexicano: lo hace hablar bajito y moverse lento; lo mete en cintura: ahí adentro, las desbordadas carnes de la chusma se convierten en estilizada fila bajo el corsé del cordón de terciopelo. Litúrgico cual templo, en el banco nos comportamos de forma diametralmente opuesta a como somos allá afuera, lejos de los plafones y las sillas giratorias tras escritorios siempre limpios. Los empleados bancarios son los guardianes (así se los permitimos) de la disponibilidad de nuestras reservas monetarias y, por lo tanto, un poco de nosotros mismos.
Sitio de graduación del ladrón profesional (el vulgar ladronzuelo, al asaltar un banco, se convierte en artista profesional del hurto) y del superhéroe (a cuántos de ellos no hemos visto, antes de enfrentarse a su respectivo supervillano, detener un atraco al banco como forma de calentamiento). Esta institución, junto con la iglesia y la oficina de gobierno, conforman la Santísima Trinidad del Recato Mexicano. En este mundo de engrapadoras y sellos que caen con sonido de martillo de juez, somos formales. Después de todo, es nuestro dinero con lo que están tratando y, como dice mi padre, «duele más una patada en el bolsillo que una en el…». Quizá este pensamiento es herencia de su padre, mi abuelo, quien solía decir, con tono jocoso y lapidario, que uno puede meterse con todos menos con la cocinera: ay de aquel que ose molestar a quien le prepara los alimentos y fácilmente puede aderezar la ensalada o sopa con algo que normalmente pertenece al reino del inodoro. La cocinera y el empleado bancario traen, ambos, la sartén por el mango.
Este miedo hacia los empleados detrás del mostrador no es nada nuevo: José Revueltas señalaba en Verde es el color de la esperanza que hay que tratar bien al cartero: en sus manos lleva nuestro destino. Es obvio, casi parte del ADN del mexicano: hay que reírse del chiste del oficial de tránsito que tiene nuestros papeles en la mano; impensable no celebrar la ocurrencia del maestro que está a punto de ponernos 6 en lugar de 5.9. Y del dependiente del banco, ¿qué decir? En su ojo escrutiñador yace nuestro depósito, la aprobación de un cheque endosado de la forma más estúpida o la “apertura” de la cuenta, porque, eso sí, el banco se ha apoderado de su propia terminología: cambiaron el abrir por “aperturar” y nos suena correcto, profesional, prístino; ridículo en cualquier otro ámbito. En boca del empleado bancario (que al final de la jornada toma la misma combi que nosotros), suena angelical y de una sabiduría que asusta. En sus manos veloces, digna competencia de las del encargado del juego de Dónde quedó la bolita, encomendamos el espíritu.
Si mi abuelo sabía que “con todo menos con la cocinera”, y mi papá está seguro de que hay más terminales nerviosas en los bolsillos que en el centro de las posaderas del hombre promedio, ¿qué puedo abonar yo al linaje de aforistas de cantina del que vengo? Quisiera agregar alguna frase así de lapidaria y honrarlos (después de todo, de ellos heredé esta larga deuda que es la vida, en mí depositaron sus humildes centavos de ADN; en la bóveda de mi cuerpo están sus ahorros genéticos), pero nada se me ocurre y sólo me limito a retirar un poco de la herencia de sus palabras, con la promesa de devolverlas, quizá un poco más débiles por la inflación del lenguaje.
II
Mi amigo el banquero, gran comerciante y notable estraperlista
-Fernando Pessoa, El banquero anarquista
La polisemia de la palabra “banco” es el arma más despiadada que posee y, sabemos, siempre es sinónimo de dolor. Entre las paredes reforzadas de su bóveda semántica, intuimos el sufrimiento. Me lo banco, es decir, me aguanto, resisto porque no me queda de otra: la existencia no tiene ventanilla de quejas. El banquillo de los acusados, sitio que no se le desea ni al peor de los enemigos. El famoso “banquito” en futbol: una de las jugadas más peligrosas habidas y por haber, artera y sanguinaria. Y si de sangre estamos hablando, ¿quién, en su sano juicio, acude al banco de sangre para hacer un depósito a una cuenta que no le pertenece?
Oímos la palabra “banco” y temblamos; ni su pariente lejano, el banquito del bar, logra limpiar el nombre de la familia. Según Michelle Houellebecq, no existe duda de que en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación con completa independencia del dinero; y se comporta como un sistema de diferenciación tan impecable, al menos, como este. Carne y billete llevan una relación intrínseca desde hace algunos años, se conocen y a veces se confunden (¿todavía está en circulación aquel chiste de “voy a pagar con cuerpomático?”). Si el cordón de terciopelo moldea las carnes de la chusma hasta lograr una estilizada fila, la liguita (que no sorprenda su parentesco con el liguero) por ejemplo, transforma a un vulgar montón de billetes en un decente fajo: contiene las procaces carnes del dinero y forma una escultura estética. Dinero y carne se desbordan por igual sin la contención correcta y esto solo es permitido en la intimidad del hogar. Allá afuera, intuimos, las formas son el fondo.
El banco, además de su mencionado carácter anfibio en cuanto a vocablo, guarda estrecha relación semántica con el reino animal (y no sólo porque los peces, al juntarse, forman su propio banco, con intereses bajos y cómodas tazas anuales): se nos dice que ahorremos como lo hacen las hormigas; se habla de lana, con sus respectivos “salir trasquilado” o rasurado, como a los borregos y, además, es imposible no recriminarse lo “buey” que ha sido uno por no frenarse a la hora de comprar en abonos o de guardar su dinero en tal o cual institución, cuando las abuelas, sabias ellas, no dudaban de la efectividad del colchón o las ollas de barro para salvaguardar los ahorros. Sin embargo, la relación más estrecha del banco con lo animal yace en otra especie: el puerco. El banco es porcino desde la superficie hasta el tuétano. ¿Quién no conoce las alcancías en forma de cochinito, Virgilio en ese largo camino que resulta el aprender a ahorrar? ¿Quién no ha visto al banquero representado como un cerdo elegantemente ataviado con esmoquin y monóculo, presto a hozar en los ahorros de cuanto menesteroso se acerque a sus dominios?
El banco es, amén del sitio donde se trata de dinero y con dinero, un lugar ideal para el pastoreo de las ideas, casi tan efectivo como la banca en el futbol, desierto al que destierran a los que no clavan goles ni en defensa propia. Presos de una espera tortuosa (ningún otro aparato de medición, con excepción quizá del reloj del metro, tan a destiempo como la pantalla que anuncia los turnos en el banco), en el banco nos ponemos a rumiar nuestras ideas. “¿De verdad necesitaba esa secadora? La licuadora ya comienza a dejar pedazos de jitomate sin moler y todavía la debo. Debería usar molcajete, así lo hacían las abuelas y fíjate cuántos años vivían; algo saludable debe soltar esa piedra de la que están hechos. ¿De dónde la traerán?”. Ningún otro lugar para disertar como el banco: dado que está prohibido usar el teléfono celular (no vaya uno a estarse comunicando con su pandilla para el atraco del siglo), el tren de pensamiento, hormiga en la tierra que es la memoria, recoge pedacitos de recuerdo y anda a depositarla en la bodega de la divagación: cualquier recurso es bueno mientras uno espera su turno y en la fila se es presa de la soledad más recalcitrante: la que se halla cuando estamos rodeados de personas.
Si como afirma Monsi (y no precisamente en el Crátilo) un desconocido, en ese brumoso e indescifrable universo de las oficinas gubernamentales, es aquel que uno quisiera jamás llegar a conocer, lo mismo puede decirse de los compañeros de condena en las largas filas de espera del banco. No sea usted malito, ¿me aparta mi lugar? Sólo voy aquí a preguntarle algo a la señorita. Reunión de canapé, pipa y guante, en el banco todos somos dandis y damas de siete enaguas: allá afuera volvemos a ser los pelados que van a dejar un abono o vienen de sacar unos pesos de la cuenta. Allí adentro se fragua una hermandad de cortísima fecha de expiración: son ellos contra nosotros, somos nosotros contra esa porcina y soez figura del banquero sin rostro, que, malévolo, dispone de nuestros ahorros. Más allá de las puertas del banco, cuando se disuelve esa hermandad que solo esta institución nos brinda, que cada quien se rasque con sus propias pezuñas.
III
Un profesional con máscara de chango sigue siendo un profesional
-Los Simpson
Robert Walser aseguraba en Desde la oficina que nadie había avistado nunca a un oficinista con otro atuendo que no fuera un impecable cuello alto. En similar tenor, ¿quién ha visto a un banquero con la melena hirsuta? ¿Quién ha visto a Lupita, del área de cajas, con las medias rasgadas o el rímel corrido? El banquero es la flor en el pantano, la versión más limpia de sí mismo. Lejos quedaron las capitas de caspa en los hombros del saco del hombre detrás de la ventanilla, aquellas que denunciaba Ibargüengoitia en Instrucciones para vivir en México: el banco es el reino del gel, del afeite, de la larga cabellera domada por un discreto pasador y tatuajes escondidos con total habilidad. Ninguna camisa tan blanca (ni siquiera las de los comerciales de detergente) como la del empleado bancario. Ninguna falda tan bien planchada. Si el hábito hace al monje, la prenda de vestir hace al empleado bancario: su limpieza es clave, debe inspirarnos confianza y hacernos sentir que no pertenecemos a su reino. Casi resulta imposible imaginarlo con la corbata al hombro comiéndose dos tacos de arroz con huevo cocido o rascándose los pies frente a la tele. La ventanilla nos separa como en un confesionario y oímos, con miedo serval, su manoseada homilía sobre las ventajas de obtener un crédito. El cajero del banco es cajero del banco por inalcanzable; sin la distancia de la caja, el efecto se perdería.
En ese reino del Tupperware con recalentado del día anterior que es el banco, de celulares siempre modernos y créditos que quién sabe cómo logran malabarear, los empleados reciben siempre los motes más amables entre sí, lo que los dota de rostro ante sus iguales; para el resto, los otros del otro lado de la ventanilla, habrá siempre un genérico “dama” o “caballero”. “¿Le puedes decir a Lupita que si me autoriza un retiro grande? Por favor, háblale a Chivis, dile que tengo una situación con el caballero”. Su amabilidad es plástica y grasosa, estéril. De similar rama evolutiva que el burócrata, pero sin las responsabilidades de este (deme su nombre, por favor, voy a meter una queja), el dependiente del banco jamás se exalta; su vocabulario soez se queda afuera de la sucursal, junto con su teléfono celular. Están programados para no externar su rabia o frustración, sus pausas son aterradoras y a uno no le queda sino imaginar qué está viendo allí en la pantalla de su computadora: ahí en el banco nos sentimos más desnudos que en playa nudista. Sin embargo, y a pesar de las torturantes esperas, uno resiste, a sabiendas de que no hay que descuidarse ni un solo momento o nos pedirán ir con el gerente o congelarán la cuenta. Aguantamos: nos lo bancamos. Potro de paredes limpias y eterna empleada de limpieza que va de aquí para allá siempre silenciosa, el banco desmonta y vuelve a montar cifras: Penélope de manos de tahúr.
El empleado bancario es una puesta en escena de sí mismo, una extensión del niño que fue en la primera comunión o la salida de primaria: relamido, perfumado, erguido y correcto. En su afán de separarse más todavía del vulgo (al que, terminada la jornada, se incorporará nuevamente), el empleado usa el lenguaje para marcar distancias: recordemos que ellos dicen “aperturar”. Por más prisa que lleve, el empleado bancario jamás corre, a lo mucho camina rápido para llegar a donde se le llama. No corre, no grita, no empuja: allí donde falló la escuela, y donde falla el terremoto, la sagrada institución del banco nos hace doblarnos. “No somos iguales”, es el mensaje que parecen transmitir, y es emitido con tanta elocuencia que lo creemos.
Pero, ¿cómo se llega a ser un empleado bancario? ¿Se nace cajero o se forma uno en el camino? Salvador Novo decía respecto a los agentes policiacos: ingresa uno al cuerpo de policía cuando tiene necesidad de un trabajo cualquiera y no sirve para otro o descubre, tras ponderada introspección, inequívocas dotes para el cargo. Así y lo mismo, ¿quién se vuelve cajero de banco? ¿Cuántas pruebas psicológicas debe fallar alguien para que se le denomine apto para posarse detrás de la ventanilla y sonreír, mientras se le avisa a alguien que los ahorros de toda su vida han desaparecido? El empleado del banco representa una nueva generación de torturador profesional, uno que no se despeina ni un poquito, ni aunque esté a punto de sellar el trámite que dejará sin quincenas a una familia. Vocero de la desesperanza, el empleado de ventanilla es la cara de una institución sin cara. Una cara bien afeitada y con olor a limpio.
IV
Un matrimonio rubio, de hijos simétricos y ropa sin manchas de Churrumais o lodo seco, sonríe con las llaves de su nueva casa en la mano. Fue posible gracias a un crédito, el mejor crédito disponible, aseguran los carteles en las paredes del banco. Queremos lo mismo, está tan al alcance de una firma que la tentación es casi imposible de soportar: Narciso se mira no como es, sino como puede ser, en las tranquilas aguas del folleto promocional del banco. Sin embargo, al bajar el tríptico, la imagen cambia: el empleado bancario nos pregunta qué trámite deseamos realizar y en su cara hay hartazgo: casi nos da vergüenza retirar cien pesitos de la cuenta. Y una vez afuera del banco, dan ganas de regresar para preguntar bien sobre ese crédito: es que la fotografía resulta tan convincente…
La relación del banco con la fotografía es estrecha, que a nadie le resulte extraño. En los billetes, por ejemplo, encontramos los retratos de nuestros más insignes próceres (ajolote incluido) y aprendemos a identificar el valor de una de estas piezas de papel por el rostro que la engalana. Así, sucede a veces que en maravilloso acto de sinécdoque, el personaje histórico se vuelve denominación. “Me costó un Sor Juana”, y entiende el interlocutor de cuántos ceros estamos hablando. Lo vaticinó Monsiváis en Los rituales del caos: la figura de Juárez se multiplica; el Benemérito de las Américas pasa con agilidad de la media cancha del billete de 20 pesos al área chica del billete de a 500. En el terreno de juego del dinero, entra Diego Rivera por Lázaro Cárdenas y Venustiano Carranza pide cambio por Frida Kahlo. Maximiliano tiembla en la banca ante algo que cueste 520 pesos exactos. Rotonda de los hombres ilustres e ilustrados, la cartera del mexicano rebosa de héroes patrios y de mínimas lecciones de historia y de poesía prehispánica.
Pero nosotros, simples mortales que no expropiamos el canto del cenzontle y amamos más al petróleo que a nuestro hermano el hombre, también ponemos nuestra foto en todo aquello que tiene que ver con dinero. Cuando llega el momento de “aperturar” la cuenta, somos retratados desde distintos ángulos, varias veces hasta, pareciera, lograr la toma más inmisericorde de nuestro rostro (ni en la credencial de elector aparecemos tan desgraciadamente nosotros mismos). En las paredes del banco, además de las imágenes de familias felices (felices porque no tuvieron miedo a obtener un crédito y, mírenlos ahora, estrenando casa y carro), es posible apreciar, también, las fotografías de personas non gratas para la institución. Hagiografía del malandrín, en dichas imágenes se puede encontrar al ratero común y al asaltante más agresivo: una versión moderna de aquellos letreros de SE BUSCA que aprendimos a reconocer en películas y caricaturas sobre aquel mítico “viejo oeste” norteamericano.
Es de resaltar, no obstante, que la calidad de esas fotografías en las paredes es espeluznantemente baja, diametralmente opuesta a la que nos toman cuando ingresamos a las largas filas de clientes del banco o a las del hipotético cliente satisfecho. ¿Por qué a nosotros, angelicales clientes, inocentes como corderitos (con nuestra respectiva motita de lana) nos retratan como a delincuentes y al verdadero delincuente apenas se le distingue la silueta? Después de tantos años y tanta tecnología, ¿aún no aparece la cámara de seguridad que ofrezca una imagen que no parezca sacada de un VHS pirata de 1980? Quizá esas fotografías funcionan como una suerte de cabeza en la esquina de la Alhóndiga de Granaditas: el siguiente puedes ser tú; no intentes escapar, tenemos tu rostro, huellas digitales y datos. Por si hay que perseguir al cliente hasta el último rincón de la tierra con tal de que pague los tres abonos restantes de su estufa sacada a un plazo de miles de millones de meses; en el pecado del crédito va incluida la penitencia, con los intereses perfectamente calculados. Vigilados siempre, aunque poco visibilizados (existimos en cuanto entes sospechosos, más allá de eso, el banco nos homogeniza), en dichas instituciones nos convertimos, paso a paso, en poco nada más que huellas digitales o firmas. Rodeados de cámaras (que siempre arrojan las tomas más borrosas e imposibles), en el banco, cada vez más, perdemos nuestra imagen visual ante el resto y queda solo la impronta de la punta de los dedos.
Somos una firma, una huella digital: es ahí donde se atestigua, con mayor claridad que en ningún otro sitio, que nada somos y en nada nos convertiremos: el dinero que damos, sin ser idéntico, es el mismo que nos dan. Transmutación de la materia. El dinero, que se hizo de papel para que vuele, y redondo para que ruede, ahora se hizo números, para que se borren o se coloquen de un lado u otro del punto decimal. Lejos quedaron las bóvedas con un timón como de barco: ahora es el reino de los ceros y los unos. Ya no rostro: huella, porque aquí también, como en otros sitios, la tecnología hace de las suyas: cada vez es menos frecuente tener que vérnoslas con el cajero, dado que las cajas inteligentes, esas que reciben cheques, efectivo y pagos de todo tipo, se encargan de casi todo. Sin embargo, cuando acaso llega el terrible llamado a “pasar a ventanilla” despierta ese miedo atávico que nos hace sentir, por ejemplo, ser llamados a la confesión o a la dirección de la escuela. Intuimos en el banquero esa figura caprichosa que, si así se lo propone, rechaza un papel porque no es suficientemente legible, o porque el de la foto no se parece a nosotros: se nos condena a permanecer idénticos a la fotografía del INE. «Señorita, hágame usted el favor», decimos ruborizados. Y de entre todos los terrores, el más profundo es aquel que se le tiene al “sistema”, ese niño travieso que juega con nuestros ahorros y constantemente se cae, vaya usted a saber en dónde, y no tiene ganas de levantarse.
“Cambiamos la banca, cambia tú también”, reza el lema de un banco. Y resulta cierto: ahora cargamos la banca en el bolsillo, en esa pequeña navaja suiza de la tecnología que llamamos celular. Nos vigila y, claro, lo agradecemos, porque están cuidando nuestro dinero. Ya no más esperar hasta el día siguiente para comprobar si nos hicieron un depósito o fuimos vilmente timados (si depositamos nuestra confianza donde no era). Expectantes, miramos a la pantalla y esperamos no tener que ir al banco a solicitar una aclaración. Suena el cha-ching de los centavos en la aplicación: debiéramos caer arrodillados.
V
El banco, al paso del tiempo, se ha transformado. De ser una institución totalmente atemorizante, correcta y silenciosa, ha mutado, en ocasiones, a un lugar que poco se parece ya a los juzgados del gobierno y mucho tiene de relación con los tianguis y ferias de pueblo. Así, pocos sitios de contrastes tan vívidos como el banco aquel que lleva por apellido “Azteca”. De entre todos los productos ofertados, es imposible preguntarse si alguna vez no se podrán sacar tres órdenes de tacos de tripa y un refresco de 600 mililitros para luego pagarlos a cómodas mensualidades. Banco, tienda de electrónica, depósito de motonetas, casa de empeño de oro: Banco Azteca es el nuevo rico que usa trajes de estampado de leopardo y tiene en la sala un piano de cola que nadie sabe tocar. Versión kitsch del banco tradicional, esta particular institución es la tía peor vestida en la fiesta del dinero, la que se lleva el centro de mesa en los XV años a la que nadie la invitó. Su desbordada oferta lo convierte en un bufón de gorro tintineante y camisa de puños limpísimos. Tianguis domesticado, tienda de raya disfrazada de modernidad, circo de tres ventanillas con nuestros ahorros saltando a través de un aro de fuego. En sus instalaciones se presencia un desfile de los elementos más disímbolos: burócratas y birrieros, estilistas y albañiles, amas de casa y maestros por igual acuden a sus instalaciones para, la mayor de las veces, sacar a pagos algo que al contado sería simplemente inaccesible.
El cuentahabiente de esta institución, como el de su primo refinado, entra con gesto de contrición y los billetes en mano para, uno a uno, cortar los eslabones de la cadena de doce, veinticuatro o treinta y seis meses que él mismo se echó al cuello. De camino a la caja, vuelve a contar los billetes (no vaya a ser que mágicamente se le desaparezca uno al cajero, que tiene manos de tallador profesional) y piensa cuánto falta para salir de su deuda. Al reflexionar que, por más abonos que se realicen, esta parece no disminuir, se pregunta cuándo llegará Jesús a derribar hornos de microondas y baterías de cocina de ínfima calidad, para luego latiguear al avaro banquero al que imagina (el cuentahabiente, no Jesús) como fiel representación de Rico McPato: nadando en una bóveda repleta de monedas malhabidas.
Como nada sucede (porque Jesús no está para latiguear a quien uno le ordene) da un paso más hacia el cadalso de la ventanilla, con el gesto adusto de quien va a confesar. «Padre, he tenido pensamientos impuros: se me ocurrió cambiar de domicilio y no avisarle, para que el abonero no me encuentre y ya no dar los últimos diez pagos del boiler. Dígame usted mi penitencia, pero no me aleje del paraíso del sistema de pagos a meses, no se lleven la motoneta». Y luego, por qué no, cuando en ventanilla le anuncian que ya acabó su deuda, piensa que, a lo mejor, cambiar de celular no estaría tan mal: al fin y al cabo dan facilidades. O quizá una pantalla. Después de todo, ¿quién nos dice que mañana estemos aquí? La vida hay que gozarla porque, como decía José Alfredo, comienza siempre abonando y así a plazos se acaba. Por eso es que en Banco Azteca la vida no vale nada.