Tierra Adentro

Against Me! ya no es la banda de anarquistas que era hace doce años, cuando sacaron su primer EP, Crime. En ese entonces grababan demos caseros y se movían por Florida de aventón y tocaban conciertos en casas okupa, a cambio de platos de papas y arroz. Escribían letras crudas y sardónicas —«Crime», «Those Anarcho Punks Are Mysterious», «Pints of Guiness Make You Strong»— que alcanzaron el nivel de himno entre adolescentes que creían en la inminencia de la revolución en tiempos de derrota revolucionaria: adolescentes como yo. Hoy la banda ya no toca «Baby, I’m an Anarchist» —canción que incluye un pasaje sobre tirar ladrillos a través de las ventanas de un Starbucks— con tanta frecuencia como «I Was a Teenage Anarchist», y eso quizá lo dice todo. Pero nadie puede culparlos por haber creído. Ni por haber cambiado.

Doce años después del verano en que escuché Reinventing Axl Rose, el sábado pasado los vi tocar por primera vez en un Plaza Condesa repleto de personas y de nostalgia. Más que un concierto, fue un viaje auditivo al pasado: guitarras furiosas, cuerpos agolpados, sudor, codazos en los dientes. Recordé lo que se siente tener diecinueve años y que la música te hierva en la sangre. En el público estaban los espectros del punk rock: esos que hace quince años tenían veinticinco, tocaban con sus bandas en el Alicia, y hoy tienen cuarenta, trabajos de oficina y la cabeza llenas de canas.

Laura Lee Grace (se llamaba Tom Gable, pero cambió de género y nombre) es una figura única, enigmática. Es la única roquera en dar el salto de muchacho punk a señora punk. Carismática, los brazos llenos de tatuajes negros, una sonrisa intimidante: su presencia escénica es tan poderosa y desconcertante como sólo puede ser la de una mujer con pene. Tiene algunas de las mejores letras del rock: el veneno que alimentó su música fueron sus dudas de género, la muerte de sus amigos, su ansiedad ante la vida que pasa demasiado rápido. Esos síntomas de la rabia existencial que no se curan con dinero ni con fama, y que nunca dejan de perseguir. Verla cantando me recordó que, si el punk dejó alguna lección duradera, una que tal vez cambió el mundo, fue que todos tenemos derecho a ser quienes nos dé la pinche gana, amar a quien se nos dé la pinche gana. Incluso a convertirnos en mujeres si se nos da la pinche gana.

La escena musical ha sufrido una transformación casi igual de radical que Laura. Los punks de hoy ya no usan pulseras punzocortantes. Es posible ir a un concierto sin salir oliendo a cigarro. Un mosh pit de treintones se queda sin gasolina a la quinta canción. Hay menos camisetas de The Descendents y Crass —y, como lo señaló el amigo que me acompañaba, más chalequitos comprados en Pull&Bear— que los que se veían hace una década.

El set de la noche fluctuó entre los extremos de su repertorio. Desde esas canciones de los primeros discos que el público mexicano conocía poco («Cliché Guevara») hasta sus éxitos de la lista Billboard («Trash Unreal»). La mitad del concierto se lo dedicaron a canciones oscuras: «Don´t Lose Touch», «How Low», «Americans Abroad». «Turn Those Clapping Hands Into Angry Balled Fists», canción sobre la depresión de una ama de casa de los suburbios estadounidenses, fue la menos cantada de la noche. Pero en los momentos decisivos, Against Me! demostró que canciones de pocos acordes pueden incitar a un motín. La prueba queda en un par de zapatos destazados, en una camiseta llena de sudor. En unas cuerdas vocales más gastadas que las de una vieja guitarra.

Hay playlists que parecen dedicadas a quienes llevamos doce años esperando. El concierto cerró con mi favorita «We Laugh at Danger And Break All the Rules», del primer disco. En honor a que también tocaron «Walking is Still Honest», esta semana no tomaré el autobús, sólo caminaré.