Tierra Adentro

Próspero sigue las instrucciones

Próspero bosqueja la máquina: une sus partes con líneas azules, escribe las letras de los ángulos con tinta roja. El artilugio dará agua bendita a cambio de una moneda. Próspero, diligente y meticuloso, dibuja el líquido, la ranura para la moneda, la vara. Sigue el escrito griego, el conjuro mágico arcano. termina al fin, después de horas de trabajo. el boceto, rojo y azul, funciona.

Próspero despega con cuidado los trazos del papel. Los estira poco a poco hasta que el oxígeno los llena y toman cada vez más consistencia: el peso del agua lo obliga a poner el aparato sobre la mesa.

Ahora, la moneda se acerca tímidamente; luego, más segura. La ranura se abre, elástica y real, y, de repente, un clic. Próspero sonríe y la gota bendita cae al suelo.

 

 

Boldini encuentra otra obsesión

Nichola Boldini perdió la razón como tantos otros genios a los que les es imposible dejar de pensar en su arte. La locura le impidió completar el gran proyecto de su vida: el cubo de los sonidos. Una caja enorme, capaz de albergar a diez hombres de pie, con superficies irregulares, llenas de salientes y depresiones de materiales variados. El eco rebotaría reproduciéndose, bifurcándose en todas las direcciones y mezclando sus ondas. La experiencia nunca sería igual,  pues  ningún  rincón  de  la  caja  repetiría  un  sonido. Entre  las  piedras  y  maderos,  los  más  tímidos  timbres  se esconderían, sólo para salir transformados en fuentes de nuevas sensaciones. En su imaginación, cada onda era un color cambiante: ligero en algunas ocasiones, y en otras, de una intensidad tan grande que apabullaba los sentidos. Un mundo constituido únicamente para los oídos.
Boldini sacrificó todo por su proyecto. Su fortuna, que era cuantiosa, perduró muchos años gracias a su buena administración, mas, al final de su cordura, quedó a un paso de la pobreza.

La fama le llegó en vida y desde incontables lugares. Condes, duques y grandes señores acudían a buscar consejo del inventor musical, pues ésta era su labor y en ella su ingenio era insuperable. Creaba nuevos instrumentos: clavicordios con más teclas, laúdes más pequeños, cajas de resonancia, artefactos que contaban a la vez con cuerdas y percusiones. Esta actividad, sin embargo, también la abandonó por la imaginaria caja: ignoró las peticiones de los viajeros y rechazó los trabajos que antaño estimulaban su mente.

En alguna ocasión recibió a un elegante mensajero. Tenía un pedido especial: una viola da gamba que pudiera tocarse con una sola mano; era para un conde manco que había perdido parte de su extremidad izquierda en una guerra religiosa. La trágica imagen de aquel que, a pesar de su deseo, es incapaz de producir arte lo hizo aceptar esta última solicitud. Comenzó a construir el instrumento desde cero, pues el arco debía ser más corto. Una niña con una mano deforme de nacimiento le sirvió de asistente y primera usuaria. La pequeña realizó tan bien la tarea que Boldini le regaló una muñequita articulada, parte de su colección de autómatas. Después de innumerables pruebas, la viola funcionó.

Boldini se presentó en la casa del conde, quien al fin, después de tantos años, pudo interpretar la música que creía perdida. En pago, el noble le prometió financiar la construcción de la caja, sin importar que no la comprendiera del todo. ¿Por qué alguien soñaría con un mundo sólo de sonidos, pero a la vez sin música? Porque lo que Boldini buscaba no tenía un solo acorde, ninguna majestuosa estocada de viola ni un retumbar de timbal.

El tiempo avanzaba y el artista nunca estaba conforme; la fortuna del conde comenzaba a resentir el proyecto. Aunque Boldini no decía palabra alguna, en su apariencia se intuían los signos de la desesperación. Aquel que podía devolver la música a quien la había perdido no era capaz de atraer los sonidos, ni siquiera ofreciéndoles un lugar para que habitaran a su antojo.

Un día cualquiera, Boldini entró en la caja, cuya oscuridad se tornó absoluta cuando cerró la puerta tras de sí. No había más que silencio; el silencio más majestuoso e intenso que había escuchado.

Cuando el conde llegó a indagar sobre los avances del experimento, Encontró a Boldini eufórico en el interior de la caja. No se sabe si el tirón vino de adentro o de afuera; el caso es que la caja atrancó sus puertas y se tragó a su creador.

 

 

Anticitera alberga un secreto

Nació con el nombre de Friné, pero ya nadie la conoce de esa manera. Ahora la llaman Luciano y la tratan como a un muchacho. A sus doce años, llegó a Siracusa, harapienta y llena de hambre. Cuando alguien la confundió con un niño, no dudó en seguir con ese juego. No le fue difícil: su complexión  delgada  y  huesuda  le  facilitó  esconder  cualquier rasgo de femineidad. Ahora tiene diecisiete y la consideran discípulo de Arquímedes. Sin embargo, si le preguntaran, ella respondería que, más que aprender de él, guarda en el cofre de los propios los secretos del matemático.

Un secreto: Arquímedes tiene un rollo de papiro muy viejo; afirma que es una copia de otro y que proviene de la Atlántida. Friné ha escuchado esa historia más de una vez. Su maestro, obsesionado, sostiene que es un instructivo para armar un mecanismo astrológico singular, y que, si no lo ha construido, es porque puede mejorarlo. Ella le cree: lo ha visto hacer cálculos por horas; contar los dientes necesarios para que las piezas, jugando en cohorte, cumplan sus  deseos.  También  lo  ha  ayudado;  para  este  momento, después de tres años a su lado, es buena en mecánica y en matemáticas. Los experimentos del viejo son a menudo propuestas de ella, y, cada vez más, la deja resolver los algoritmos mecánicos que mueven las partes.

Friné se emociona soñando por las noches con el hijo que espera, el lejano artilugio al que ya le ha dedicado tantas horas. Sueña con la bóveda celeste vista a través de un enorme engrane.

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