A la chingada Cupido
Según la mitología griega, Venus tuvo un hijo que recibió el nombre de Eros y le fue conferido el título de dios del amor y del deseo como una especie de sincretismo entre los valores que encarnaban su padre y madre. . Cada pensador ha concedido diferentes características a Eros según la naturaleza del dios de quien desciende. Así tenemos una versión del dios del deseo sexual y la lujuria, otra del amor deleitoso y suave, y una última del amor incontrolable y espontáneo. En diversas formas de expresión artística, Eros ha sido representado como un niño, un querubín desnudo que porta un arco y dos tipos de flechas, unas doradas con plumas de paloma y otras de plomo con plumas de búho. Las primeras conceden el amor, y las segundas, el olvido y la indiferencia. Esto, además, va de la mano con la propia naturaleza ambivalente de Eros, que en cada versión depende en gran medida de su padre.
El mito de Cupido incluye también a Psique, cuya belleza era tal que la mismísima Venus sintió envidia y envió a su hijo a dirigirle la flecha dorada con plumas de paloma para obligarla a enamorarse del mortal más feo. Algunas versiones cuentan que Eros, al ver a Psique por primera vez, sin necesidad del efecto de alguna de sus flechas, se enamora de ella. Sin embargo, en otras versiones ni siquiera necesita verla para que Psique despierte su interés, por eso se le representa con los ojos vendados.
De este imaginario colectivo se han nutrido las películas, series y telenovelas que las personas hemos consumido desde que los medios de comunicación se inventaron. Pero incluso antes de la televisión y las plataformas de streaming estuvo la radio, con emisiones semanales de guiones escritos con el mismo corte que las telenovelas actuales. Y antes de la radio estuvieron los libros, en cuyas páginas se contaron historias hijas de la tragedia de Romeo y Julieta.
En este clásico, Shakespeare nos presenta el cuento de dos adolescentes que se enamoran a causa de lo que parece ser un flechazo del travieso querubín, contra toda lógica y a pesar de cualquier circunstancia; viven un intenso romance de tres días y se suicidan. No es de extrañar que hayamos normalizado durante tanto tiempo un espectro tan corto en lo que a opciones amorosas-afectivas se refiere.
Analicemos un poco.
Primero, tenemos este mito que nos ha repetido hasta el cansancio que la atracción que sentimos hacia las personas no depende de nosotros o nosotras, sino que nace de alguna fuente externa y mágica, que nos baña y nos abraza sin que podamos hacer algo al respecto y que, además, siempre existe la opción de que desaparezca de la misma forma espontánea y misteriosa de su llegada. ¿En dónde nos ha dejado a través del tiempo esta manera de enamorarnos/querer/gustar de otras personas? Hasta cierto punto nos hemos limitado en asumir las responsabilidades que vienen ante una decisión de ese tamaño. Me faltan dedos en las manos para contar las veces que alguien me ha dicho algo como: “nadie elige de quién se enamora”. Incluso algún par de listillos ha citado a Julio Cortázar con aquella frase que suena tan romántica y tan irresponsable al mismo tiempo sobre que el amor es como un rayo que nos parte sin que podamos evitarlo.
¿Cómo hemos llegado a dejar tan a la deriva la experiencia de amar? ¿Cómo hemos normalizado tanto el no tomar consciencia ni responsabilidad en algo tan íntimo y al tiempo tan universal? Claro que es mucho más sencillo evadirnos en el momento de establecer relaciones erótico-afectivas, porque así resulta más natural no hacernos cargo de todo lo que implica. En el momento de un rompimiento podemos culpar al otro o la otra, podemos echarle encima a alguien más cualquier emoción que experimentemos. ¿Quién no ha usado el pretexto por excelencia: “es que todo lo hice por ti”?
Ahora, a raíz de toda esta mitología que rodea el acto de amar, tenemos una construcción que ha evolucionado a paso lento a través de siglos y siglos. Los contenidos que consumimos en pleno 2022 siguen replicando estereotipos y cuentos de hadas: la damisela que necesita ser rescatada o extraída de un contexto desfavorecido, por un hombre privilegiado que puede. Desde las canciones pop de los noventas, las telenovelas y series juveniles de los dosmiles hasta las comedias románticas de los últimos veinte años. Mi generación no es la única que ha sufrido los estragos de estas representaciones de lo que una relación debe ser. Y si hay un deber ser para una entidad que reconocemos como nosotros, por supuesto que en esta se contienen dos deber ser individuales. Es decir, si como sociedad esperamos dinámicas, comportamientos, actitudes y apariencias de una pareja, en lo individual también se lleva una carga.
Esperaba un comportamiento específico de mi padre y mi madre, mismo que nunca tuvieron. Por eso no supe adaptarme a las dinámicas que se esperaban de mí en aquellas primeras relaciones que intenté establecer. Me sentí insuficiente y cargué por muchos años con el conflicto permanente entre lo que sería valorado en mí si alguna vez alguien me elegía como novia, y cargué con la culpa cuando otros y yo nos dimos cuenta de que definitivamente nunca cumpliría con la expectativa. Varias veces escuché la infame comparación: ¿qué no ves que ella es más femenina que tú?, ¿No ves que es más cariñosa que tú? Ella me dice “mi amor” y tú no. Ella se maquilla y se ve más guapa que tú. Ella sabe disimular sus ojos y su nariz. Entonces me enojaba con mi nariz y con mis ojos, con mi cara que sudaba cuando hacía trabajo físico porque de eso iban mi carrera y mis trabajos; me enojaba conmigo porque no estaba en posibilidades de comprar maquillaje de mejor calidad; me enojaba con mi papá por haberme quedado con sus ojos rasgados y su nariz chata, y con mi mamá por no haberme enseñado cómo ser femenina. Algo muy inconveniente es que vivimos de manera aislada las inseguridades, porque además es difícil decirle a alguien más que algo que somos nos desagrada. Una vez me quejé con una amiga porque los niños que me gustaban nunca me correspondían. Supongo que sus palabras llevaban su mejor intención cuando dijo: “No te preocupes, amiga, no eres tan fea, si no andas tanto en el sol se te puede aclarar la piel, y tus dientes no se ven tan mal, algún día le vas a gustar a alguien”. Me lo dijo tan segura que durante mucho tiempo creí que, en efecto, el color de mi piel, mis dientes chuecos y todo lo que ya odiaba de mí era algo a pesar de lo que tendrían que quererme. Fue la misma amiga que a los pocos meses de haber entrado a la preparatoria se desmayó en un pasillo, cuando íbamos de inglés a matemáticas, porque se mataba de hambre para no subir de peso.
Cuando entendemos el acto de amar de esta forma, es normal que vivamos agradecidas o agradecidos de que alguien omita todo eso que nos desagrada o nos molesta, y que no podemos cambiar, y se deje llevar por Eros/Cupido, que lanzó su flecha a ojos vendados y atinó.
Creo que una de las reflexiones más largas, complejas y cansadas de mi vida, ha sido la de entender que el amor no es acto espontáneo e incontrolable, sino una decisión, quizá la más consciente de todas ―o la que requiere más consciencia―, porque hay que romper tantos paradigmas que el mito alimenta, que es posible que nunca termine.
El amor no es ciego: hay que tener los ojos bien abiertos para saber a quién amamos, por quién nos atrevemos a dar ese salto de fe indispensable. El amor no es incontrolable: la intuición, cuando la sentimos y comprendemos, nos ayuda a decidir, a dar un paso más porque es el camino correcto, o a retroceder para ponernos a salvo. El amor no nos baña desde fuera como una fuerza mística e incomprensible: es acción, se expresa con pequeños actos que distan mucho de las serenatas y los arreglos de flores.
Por supuesto que, en el acto de amar cabe la ternura, pero es motivada, precisamente, por esta decisión que se convierte en acción. Una pareja ―o las personas que se quieren dentro de cualquier modelo relacional― no se alimenta de eso mágico que es el amor: amar se convierte en algo único porque dos personas no aman de la misma forma.
Esta manera de establecer vínculos se convierte en algo más peligroso cuando se toma en cuenta la forma como el sexo se concibe, se percibe y se ejecuta. Aunado al mito de Cupido, nos envuelve esta creencia-práctica de que hay un juego de poder inmiscuido en las relaciones. Desde el inconsciente colectivo existe la idea de que es el hombre quien posee y la mujer quien es tomada. ¿De qué madera se puede establecer una relación en igualdad de circunstancias si en el acto más primitivo y gobernado por las emociones más esenciales, no hay de otra más que tomar o ser tomada?
Quizá vamos por buen camino en la ruptura de estos paradigmas. Quizá estamos en un buen momento para replantearnos las formas en las que establecemos vínculos. Quizá este es el mejor momento para, de una vez por todas, mandar a la chingada a Cupido, con todo lo que ello implica.