Y retiemble en sus centros la tierra Construcción y reconstrucción del Distrito Federal
Los sismos son una experiencia sensorial en relación con su entorno: se escuchan, se ven, se palpan. Gracias a ellos recordamos la materialidad de las construcciones que nos rodean, a menudo una forma en la que los países se relacionan con el espacio. En este texto, Carlos Ortega Arámburo recorre México, nación que se erige gracias a la piedra, para preguntarse cómo fue la arquitectura mexicana hacia y después de 1985, y así entender lo que el sismo nos dejó.
1992
Un temblor nos obliga a evacuar nuestro departamento de noche. Ya en la calle, la pareja de hermanos sordomudos que viven abajo abrazan a sus padres. Sollozan. Ellos y yo estamos produciendo memorias imborrables.
1985
Mentes menos dispersas han narrado las traumáticas repercusiones del sismo del 19 de septiembre: las fotografías de Enrique Metinides son encuadres crueles de lo que la censura mediática no quiso publicar masivamente; el espectacular reportaje que Jacobo Zabludovsky realizó en las calles destrozadas del centro de la ciudad mientras se comunicaba por teléfono desde su coche y trozos enteros de ciudad se desplomaban; y, entre otros, la historiadora Graciela de Garay y su investigación sobre la devastación que provocó el sismo entre arquitectos e ingenieros. Garay recopiló en Mario Pani (Instituto Mora, 2000) las reflexiones del arquitecto —de quien se dice que fue a quien más edificios se le cayeron porque fue quien más construyó—, hacia el final de su vida, sobre el derrumbe de la torre Nuevo León:
Tlatelolco, tomado como contexto de acontecimientos políticos importantes, demostró que es una magnífica caja de resonancia para cualquier evento de esta índole. Eso que sucedió en 68, todo el escándalo que hubo ahí, estaba premeditado que debía ser ahí porque era un lugar que tenía un nombre que iba a quedarse con el nombre de un desastre.
Refuerzos de arriostres y columnas abrazadas por nuevas estructuras metálicas como testamento de lo que fue a todas luces una tragedia que sirvió para el refinamiento en el modo de emplazar edificaciones. Quizá la literatura que mejor cristaliza el aprendizaje subsecuente de las autoridades mexicanas se refleja en las “Normas Técnicas Complementarias al Reglamento de Protección Civil”, publicadas en la Gaceta Oficial de la Federación en agosto de 2010:
Los daños sufridos debido a los sismos del 19 y 20 de septiembre de 1985, mostraron el grado de vulnerabilidad que tiene la Ciudad de México. La gran concentración de población e infraestructura, la presencia de arcillas lacustres con una peculiar respuesta dinámica, aunado a la cercanía a zonas sismogénicas de importancia, colocan a la Ciudad en un escenario desfavorable ante la ocurrencia de sismos. Como lo define el artículo 170 del Capítulo VIII, del Título Sexto del Reglamento de Construcciones del Distrito Federal, para fines de la presente norma la ciudad se divide en tres zonas.
Diversas investigaciones y trabajos científicos en materia de Ingeniería Sísmica, han dado como resultado una zonificación sísmica de la Ciudad de México, que muestra las zonas con mayor impacto y que presentan aceleraciones del terreno desfavorables para la estabilidad de la infraestructura civil. De esta forma las delegaciones con mayor riesgo sísmico de la ciudad son: Cuauhtémoc, Benito Juárez, Gustavo A. Madero, Venustiano Carranza, Iztacalco, Iztapalapa, Xochimilco y Tláhuac. Para los efectos de diseño sísmico de las estructuras, las Normas Técnicas Complementarias para Diseño por Sismo, consideran la zonificación estratigráfica del Distrito Federal que fija el artículo 170 del Reglamento. Adicionalmente, la zona III se divide en cuatro subzonas (IIIa, IIIb, IIIc y IIId).
2014
Los sismos en la capital son una ocasión para chacotear. Una escala empírica en nuestra memoria nos dice si un temblor se sintió más que otros. Algunos despiertan con la noticia de que tembló en la madrugada, sin registrar fisura alguna en los muros, o algún cuadro ladeado en sus habitaciones. El saldo de los últimos movimientos telúricos han sido algunas lámparas rotas, un muro derrumbado y cristales rotos. No existe un edificio invencible, pero las correcciones al reglamento de construcción de la capital han ayudado a mitigar el pánico que brota al percibir un sismo.
Las obras, como dice Gerson Huerta en este mismo número de Tierra Adentro, son artesanales. Esto significa que las construcciones mexicanas no sólo dependen poco de los procesos industriales, sino a que en México la producción en serie de materiales y sistemas se incorporó de un modo en el que los trabajadores de la construcción buscaron imitar la precisión de la máquina. Así nos relacionamos con el entorno espacial (algo menos místico de lo que puede parecer).
Para un mexicano de visita en algún país del norte, habitar un recinto es una experiencia sensorial igual de extranjera. Sus construcciones emanan una tectónica ajena a la mexicana. Pernoctando en un hotel donde prevalezca el silencio al momento de dormir, aparecerá la molestia de escuchar al vecino mientras abre el grifo de agua, seguido del escupitajo de la pasta de dientes pegando en el lavabo. Los pasos son más ruidosos, existen horarios para usar bombas hidroneumáticas. Estas diferencias nos incomodan porque tienen reverberaciones en nuestros sentidos. El sonido de pisar lo hueco nos es ajeno, aun en tierras fangosas. Nuestra intimidad se suspende al habitar estos espacios. Esto sucede porque en Estados Unidos y Canadá predomina el balloon-frame, una veloz y efímera técnica constructiva que consiste en la superposición de “membranas” de madera, que sostienen placas eficientemente atornilladas con power tools, listas para inspeccionarse bajo un riguroso código de construcción, pero vulnerables a huracanes y tornados. Incluso aislándose acústicamente, este modo de configurar espacios posee una materialidad endeble. En México tenemos la herencia del modo europeo-ibérico de erigir muros en mampostería, técnica con la que se colonizó y que define nuestra cultura constructiva.
La arquitectura mexicana no es producto de exportación. La biblioteca pública proyectada por el mexicano Ricardo Legorreta en San Antonio, Texas, sirve para ilustrar esta diferencia en técnicas. La plástica del recinto muestra similitudes con la obra del arquitecto en el Distrito Federal (la parte administrativa y la biblioteca del CENART, el Papalote, el Hotel Camino Real sobre Mariano Escobedo), pero es el aspecto el que delata las diferencias tectónicas. Mientras que en una construcción de mampostería tradicional los rayos del sol se esparcen en pequeñas concavidades, producto del trabajo manual de esparcir con cuchara el aplanado a base de mortero, en la otra (la americana), las placas para exterior son colocadas, encintadas y resanadas para dar un aspecto uniforme. El ojo aprende a discernir estas sutilezas, pues la mano del obrero mexicano ha desarrollado una estampa que aun cubierta de pintura vinílica es globalmente distinguible.
Poco tiene que ver la sensación de tocar el muro de una hacienda mexicana a la de pisar y sentir los interiores de una construcción norteamericana de estilo federal, o el muro de un hotel suburbano de tres estrellas con el de una vivienda de tabique de adobe. Los límites espaciales en el Distrito Federal son principalmente pétreos. Tres legados constructivos en la geografía mexicana convergen en su carácter mineral: tanto la construcción residencial y ceremonial prehispánica, las construcciones coloniales o novohispanas y las construcciones del México de los últimos cien años, producto de la modernidad. En sentido figurativo, México no es un país de cabañas, ni chozas, ni chalets; sino de adobe, barro, piedra y aplanados, encalados con baba de nopal. Pero si se construye con lo que se tiene, el México del siglo XX es puro “regionalismo crítico”, la arquitectura enraizada en el aspecto moderno pero consciente de la materialidad en donde se emplazan las obras (Pedregal sería el gran ejemplo). Aun si la mano de obra se ha preparado así por siglos, el empirismo ingenieril derivado de una informalidad en procesos constructivos fue la falla técnica del 85. No dominar la modernidad costó vidas.
1824
El abaratamiento del acero durante la Revolución industrial permitió, aunado a otros hitos —la invención de elevadores y los sistemas de aire acondicionado— las nuevas formas de construir ciudades.
Con la llegada del ascensor en 1861 por Eilsha Otis, las personas pudieron moverse de arriba abajo, invirtiendo así el acomodo habitacional de los estratos sociales. El mismo espacio que ocuparía un estudiante, obligado a subir cientos de escalones para llegar a una fría alcoba cercada en nieve, ahora sería habitado por el dueño de un penthouse al cual se accedería por elevador, con sistema de calefacción y vistas periféricas. El aire acondicionado (1902) permitió aclimatar desiertos, por lo que la sociedad se ha desentendido de las condiciones climáticas de su entorno para construir hacia donde su antojo empuje. 1949. Sería vano un repaso sobre la modernidad sin Charles-Édouard Jeanneret Le Corbusier. Si Mario Pani no es el primer mexicano en importar el funcionalismo corbusiano en sus obras (O’Gorman lo hizo en 1932 con la casa estudio de Diego y Frida), sí es pionero en emprender la escala masiva de sus postulados sobre la Ville Radieuse: la más espectacular transformación urbana imaginada por un hombre, en la que todos los usos y modos de vivir se extenderían hacia el cielo en sucesiones de torres que entrelazarían el ocio, el trabajo y el acto de vivir. La anécdota de la familia Pani cuenta que al revisar para su publicación las fotografías del Conjunto Urbano Presidente Alemán, el consejo editorial de la revista L’Architecture d’Aujourd’hui le escribió de regreso a Pani, comunicándole que se reservaban el derecho de publicar obras construidas, no maquetas de proyectos. El mundo no podía creer que la Ville Radieuse se había consumado en el Distrito Federal con la inauguración del multifamiliar ubicado en la colonia Del Valle.
2014
Las manos que diseñan el país han sucumbido al frenesí internacional por construir la torre más larga o ancha o alta o sustentable de todo el mundo o de Latinoamérica, mientras el cuestionable honor dure y el mismo récord se bata en otra parte del mundo. Esta colección de superlativos no sirve. Asumir que la arquitectura global ha llegado a un nivel de invencibilidad trae aburrimiento y el deterioro de la calidad espacial —que no de calidad estructural.
El arquitecto Rem Koolhaas, en su reciente papel como director de la Bienal de Arquitectura de Venecia 2014, ha emitido la sentencia más escabrosa sobre el estado actual de la arquitectura a un reportero de The Guardian: “La arquitectura de hoy es poco más que cartón… Nuestra influencia [como arquitectos] se ha reducido a un territorio de solamente dos centímetros de grosor”. La principal problemática de la arquitectura es su superficialidad.
2011
En un panel organizado por la publicación The Japan Architect, titulado “Thinking About Architecture After the Earthquake” (Pensar la arquitectura después del terremoto), el arquitecto Akihisa Hirata reflexionó:
Esta vez, la diferencia es que las cosas no podrán volver a ser como eran. Primero debemos preguntarnos si regresar a un estado anterior es siquiera significativo. Cuando hablamos de recuperación, ¿dónde empezamos a pensar al respecto? Nadie puede decirlo en pocas palabras. Pienso que necesitamos discusiones entre nosotros para llegar a conclusiones, pero ¿a quién deberíamos dirigir el mensaje? ¿Dónde debemos hablar? Es frustrante ni siquiera tener estas respuestas. Siempre he pensado que los arquitectos deben tener más influencia social si desean participar en discusiones de nivel nacional, pero ahora siento esto más que nunca.
1994
Con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte se consolidó una manera más abierta y corporativa de concebir la arquitectura. México se agregó al grupo de países que, renunciando a una propuesta de identidad, levantaron cientos de torres indistinguibles unas de otras. La ciudad se marginó, con proliferación del paracaidismo y la autoconstrucción. Los proyectos inmobiliarios, la expansión suburbana del sur, la saturación de corporativos Jardín de la Montaña hasta San Jerónimo, son obras que resultan en una experimentación formal nimia. Los desarrollos de departamentos se irguen y comercializan con una autocomplacencia formal que se diluye no sólo a nivel local sino internacional. En sus conclusiones de La ciudad de los palacios, Guillermo Tovar de Teresa escribe que “quien persigue un modelo para compararse con el mismo, siempre llega tarde y no logra la autonomía deseada, pues supone que el cambio viene de fuera y no de adentro”.
En los años posteriores al terremoto, la arquitectura mexicana consiguió un merecido prestigio en su rigor por la ingeniería civil vernácula y la incorporación de materiales ágiles en sitio, pero ha perdido el pleito contra lo insignificante. Donde antes se proponía en concepto y estructura con obras como el Multifamiliar Presidente Alemán, el Museo de Antropología de Ramírez Vázquez, el Súper Servicio Lomas de Vladimir Kaspé, las viviendas para obreros de Juan Legarreta, se ha entrado en una miopía que vuelve difícil de discernir un edificio de departamentos de otro. La consecuencia es la siguiente: al compartir atributos, al parecerse todo tipo de construcciones entre sí, un viaje al extranjero aguarda menos sorpresas. Las fachadas y las siluetas caprichosas pueden venderse como novedades, pero es en las entrañas de las edificaciones —jardines, claustros, plazas, atrios, terrazas— donde, quizá exagero, suceden las manifestaciones más puras de ciudadanía.
[…] Y retiemble en sus centros la tierra Por Carlos Ortega Arámburo […]