Tres notas en la estela de Carlos Fuentes
I.
El reciente deceso de Carlos Fuentes generará muchos comentarios respecto a la valoración intelectual y estética de sus obras. Habrá quienes pongan el acento en esos libros, La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Aura, que definieron generaciones y lectores y que cambiaron inexorablemente la narrativa en México. Otros recordarán los libros menos leídos pero que tienen en sí sorpresas aún para un lector familiarizado con Fuentes, Terra Nostra o Agua quemada. Y sin duda habrá otros que recuerden sus naufragios literarios, La voluntad y la fortuna, La silla del Águila; aquellos libros en los que su autor se convirtió en estereotipo de sí mismo.
Sin embargo, la valoración crítica de Fuentes requerirá salir de todas las opiniones intempestivas que su obra y su figura generaron en vida para crear una conversación que supere lo particular y permita entender dónde radican las contribuciones reales de Fuentes a la literatura mexicana. Me aventuro a decir, a manera de hipótesis, que su rol en la literatura nacional fue la institucionalización de la narrativa, su elevación a un estatuto que sólo la poesía había alcanzado décadas antes. Es cierto que a Fuentes lo preceden al menos tres narradores de factura igual o superior: Yáñez, Rulfo, Revueltas; pero la sucesión de libros que va desde La región más transparente hasta Terra Nostra o incluso Los años con Laura Díaz, constituye ante la creación de una “narrativa mexicana” en sí misma, un lenguaje de simbolización puro de la nación que reconoce esa modernidad desencontrada e inconclusa que sus precursores vieron sólo de forma parcial.
Aunque la proliferación de la escritura fuentista creó una inevitable irregularidad en la factura estética de su novela, el hecho es que su narrativa es un intento de expropiar hacia la novela y el cuento todos los elementos del tejido de dicho país que deviene moderno. Este es un punto cuyos primeros avances se encuentran en el que, a mi gusto, es el mejor libro académico sobre su obra: Carlos Fuentes, Mexico and Modernity de Maarten Van Delden. Sin Fuentes no habría narrativa mexicana, porque toda escritura posible se define en su relación con esta operación institucionalizadora, repitiendo la aproximación sobre dicha modernidad siempre en movimiento (como hacen, por ejemplo, José Agustín, Fernando Del Paso, Sergio Pitol, Juan Villoro o Enrique Serna en formas muy distintas) o resistiendo los imperativos de su simbolización (vienen a la mente Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Cristina Rivera Garza y Yuri Herrera).
II.
Fuentes ocupa un lugar tan grande en la conciencia y el inconsciente de la literatura mexicana, que por momentos olvidamos que es un autor de vasta circulación global. La lectura de este Fuentes mundial es una tarea a la que vale la pena contribuir. Por ejemplo, Brian Richardson ubica a La muerte de Artemio Cruz como parte de una cartografía global de novelas que exploran las tres personas de la narración y que incluye, entre otros, The Dark (1969) del irlandés John McGahern y Maps (1985) del somalí Nuruddin Farah. El carácter precursor de Fuentes en esta forma de narración es leído por Richardson como una apertura importante en la narrativa global, una re- sistencia a la fijación de lo narrado teorizada apenas unos años antes por Gérard Genette. Lo que el análisis de Richardson provee es una pista sobre una forma contra-intuitiva de leer a Fuentes, a quien rara vez se acredita en el presente como un renovador de la novela. Sin embargo, esa parte de la obra de Fuentes, tan normalizada hacia dentro de la tradición mexicana, tiene una vida formal fascinante en contextos donde sus contribuciones novelísticas están liberadas de las contingencias e idiosincrasias propias de su rol de institucionalizador de la narrativa nacional. Hace falta un mapa de ese Fuentes global, del cual se conocen bien sus precursores ( John Dos Passos, Henry James, Honoré de Balzac) y contemporáneos (Milan Kundera, Juan Goytisolo) pero en el que, salvo algunos trabajos sueltos como el de Richardson, aún falta registrar a sus muchos sucesores.
III.
La tercera tarea pendiente no es de vertiente crítica sino creativa. Un novelista no se acaba de pensar del todo hasta que llega una generación de escritores que, en retrospectiva reinventan a un narrador y lo convierten en un nuevo e innovador punto de referencia. Esto lo hizo de forma muy conocida la generación del 27 con Góngora. Y creo que algunos autores de la mal llamada “narrativa del Norte”, como Daniel Sada, Yuri Herrera y Eduardo Antonio Parra hacen lo mismo con Juan Rulfo. Dada la evolución de la literatura mexicana hacia géneros antagónicos al realismo crítico y a la novela total (desde el realismo sucio y experimental de la narconarrativa, pasando por el fetichismo del flujo de consciencia en una cantidad abrumadora de narradores mexicanos, hasta la “literatura de imaginación” que utiliza a la fantasía como estandarte contra cualquier forma de realidad), un regreso crítico a Fuentes desde la creación puede sugerir avenidas nuevas e insospechadas para esas innovaciones formales y narrativas en su obra que se leen tan mal desde México. Repetir el gesto de Artemio Cruz, en su negativa a hablar de lo moderno sin cerrarse en una identidad; de Aura, con su capacidad de recrear la fantasmagoría de un peso histórico que la literatura mexicana no sabe conjurar; de La región más transparente en una literatura nacional insólitamente incapaz de cartografiar y representar sus ciudades. Ese Fuentes que no conocemos aún (que emergerá cuando algunos lectores y escritores entiendan mejor que nosotros el acontecimiento de su escritura) es una tarea a futuro que impide que el recuerdo del maestro recién perdido se agote en el obituario y la lápida.